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razón sano y se escondían sentimientos delicados y de benevolencia. Modelo de amigos leales, se hacía querer de cuantos llegaban á tratarle en el seno de la intimidad; sus discípulos, que mientras lo eran, y como siempre ocurre con los profesores severos, se lamentaban de la rigidez y exigencias del maestro, que les obligaba á estudiar más de lo que apetecían, trocábanse en sus admiradores no bien había terminado el curso, y como á padre cariñoso le miraban, y como amigo á él acudían, encontrando fuente inagotable de buenos consejos y de enseñanza. Practicaba también mi insigne predecesor, no sólo sin jactancia, sino ocultándolo, la más augusta de las virtudes cristianas, la caridad: en persona llevaba el socorro material, à la par que el del espíritu, á las viviendas de los menesterosos: las lágrimas de los desvalidos han acompañado su féretro y han regado la tierra de su sepultura. ¡Feliz quien consigue alcanzar este tributo, de más alta estima que todas las pompas y honores mundanales!

Llegado el momento en que, por precepto reglamentario, he de molestar vuestra atención con algún asunto científico, permitidme ante todo que, de manera especialísima, solicite y hasta exija vuestra benevolencia: siempre la hubiera necesitado, y muy grande, para atreverme á disertar ante Senado tan docto; pero en las circunstancias en que me encuentro, agobiado bajo el peso de una desgracia inmensa de familia, que sólo me da espacio para llorarla y pedir á Dios resignación, comprenderéis que cuanto produzca mi pluma ha de ser inconexo, ha de resentirse del estado de mi ánimo y no ha de poseer ninguna de las condiciones que teníais sobrada razón para reclamar desde el momento en que me honråsteis con vuestros votos, cuando yo no divisaba aún la onda colosal de pena, que pocos días después había de anegarme.

Reemplazando en esta Asamblea á un químico, natural era que sobre Química versara mi trabajo, por más que sólo haya cultivado esa importante rama del saber como elemento auxiliar de las artes de construir; y, en mi calidad principal de ingeniero, lógico era que en Ingeniería me ocupase. Estas

consideraciones me impusieron desde luego la materia acerca de la cual debería exponer algunos ligeros conceptos, la IMPORTANCIA DE LA QUÍMICA EN LA CONSTRUCCIÓN. Claro es, y vosotros lo sabéis mejor que yo, que, en nuestra época, la influencia de la Química se hace sentir en todas las manifestaciones de las artes y de la industria, como no puede menos de ser, en la lucha sin tregua que caracteriza á esta edad. Producir cada vez más y más barato: tal es la divisa del artista y del industrial, que aquella ciencia tienen que acudir frecuentemente, en demanda de nuevos métodos para preparar substancias ó de perfeccionamientos en los ya conocidos.

Aun cuando mucho más modesto mi tema, basta enunciarlo para que comprendáis cuánto se prestaría, tratado por persona experta, á disquisiciones científicas no menos que å galanos períodos; pero seguramente el vulgo no lo creerá así. ¡Importante para el ingeniero la Química, que nació ayer, pues no merecen tal nombre los procedimientos empíricos aplicados por los antiguos à la Medicina, la Metalurgia, la Cerámica y otras industrias; ni los trabajos de los alquimistas y sabios que se sucedieron desde el principio de la Edad Media hasta fines de la pasada centuria! Y cuenta que entre ellos hay verdaderos genios y nombres tan ilustres como los de Alberto el Grande y Rogerio Bacon en el siglo XIII; nuestros insignes Alfonso el Sabio y Ramón Lull en el XIV; Basilio Valentín, Eck de Sulzbach y el célebre Paracelso en el xv; en el siguiente Libavio, que rebatió las teorías de aquél; el metalurgista sajón Jorge Agrícola, y los españoles Alonso Barba y Pérez de Vargas, autor este último de la obra De re metallica, que hizo conocer las propiedades del peróxido de manganeso y describió el temple del acero en paquetes, bajo la influencia de cuerpos orgánicos nitrogenados; y Bernardo Palissy, cuyo genio poderoso ilumina cuasi todo el siglo, ya confundiendo á los alquimistas, ya echando los cimientos de la constitución y cristalización de las sales y de la química agrícola, ya estudiando los esmaltes y asombrando al mundo con sus inspirados trabajos de cerámica. El siglo XVII señala

la gran cruzada contra el charlatanismo de los anteriores: Van Helmont, Roberto Boyle, Glauber, Rey y Mayow, para no citar sino los principales, siguen las huellas de Agrícola y Palissy, acuden al método experimental y desbrozan la senda que con tanta gloria habían de recorrer, en el siglo XVIII, Stahl, á quien se debe la original aunque errónea teoría del flogisto; Bergmann, digno predecesor de los tres fundadores de la Química moderna, Priestley, Scheele y Lavoisier, que no sólo derrumbaron los artificios de Stahl, sino que aislaron cuerpos simples y demostraron, con auxilio de la balanza, el famoso aforismo de que nada se crea ni se pierde en la Naturaleza. Las doctrinas de Lavoisier siguen siendo la base de la Química, como juiciosamente sostenía Fremy: continuadores de la obra de aquel grande hombre son los químicos que ilustran el siglo actual y el precedente, sin excluir á muchos que viven todavía, y de quienes la ciencia espera nuevos y fructiferos adelantos. Largos resultan estos reglones, encaminados sólo á probar que, hasta época muy moderna, las investigaciones químicas habrán podido ser de utilidad práctica en la Medicina y en ciertas industrias, pero en manera alguna en las artes de la construcción: muy cortos serían si me hubiera propuesto reseñar la marcha que han seguido los conocimientos químicos, estableciendo siquiera los principales jalones, tarea muy distinta de la que me he impuesto, y á la cual, por otra parte, no alcanzarían mis fuerzas.

Pues bien, continuará diciendo el vulgo: si la Química, tal como hoy la entendemos, apenas cuenta un siglo de vida; si no puede negarse que en la antigüedad y en la Edad Media se elevaron monumentos, muchos de los cuales admiramos hoy todavía; si en Egipto, en Asia, en Grecia y en Roma tomaron las construcciones vuelo gigantesco, ¿qué importan cia cabe atribuir á la Química, ciencia entonces completamente desconocida? ¿No sería más lógico admitir nuestra inferioridad y proclamar que en vano pretendemos llegar á la altura á que se colocaron nuestros maestros? Tales argumentos, sobre todo el último, se repiten sin cesar; y me habéis

de permitir que, á fuer de ingeniero, rechace tal retroceso científico, no porque vosotros abundéis en semejante idea, sino para no dejar sin rectificación un error cuasi universal. Ya lo han combatido personas eximias, y aún recuerdo la satisfacción con que escuché la elocuente defensa que, bastantes años há, hizo de las construcciones modernas, fijándose sobre todo en las de caminos, un querido profesor mío y digno colega vuestro, D. Eduardo Saavedra, al tomar asiento en la Real Academia de la Hisioria. No podré acercarme à él en la brillantez de exposición; pero, á lo menos, cumpliré un deber que me imponen mi profesión y el Cuerpo á que pertenezco.

Que los antiguos, y en especial los romanos, llevaron å cabo innumerables obras, y algunas de ellas gigantescas, es de todo punto evidente; no lo es tanto, y aquí empieza ya å viciarse el criterio de la generalidad, que las construcciones monumentales fuesen las corrientes en el vasto Imperio de' Roma, ni que su solidez haya resistido sin quebrantarse al transcurso de los siglos. Ni todos los caminos se asemejaban á la famosa Via Appia, pues ni uno sólo se encontraba parecido á ella fuera de Italia, ni aun á cierta distancia de Roma; ni se elevaban verdaderas obras de arte para salvar cualquier arroyo, que era común cruzar con toscos badenes; ni se acostumbraba alzar gallardos acueductos, como los de Segovia, Tarragona y Mérida, para no citar más que ejemplos españoles, en todos los abastecimientos de agua. No negaré, porque sería absurdo, que la solidez era la característica de las cons. trucciones de los romanos, que en éstas, como en las artes y en la literatura, no hicieron sino imitar con perfección, y con genio á veces, las obras producidas en siglos anteriores por otros pueblos, y muy en especial por Grecia; pero de aquí á suponer que sus templos, sus puentes, sus acueductos, todos sus monumentos arquitectónicos, resistían incólumes á los embates del tiempo, media un abismo. Contadísimas son las edificaciones que en tal estado han llegado hasta nosotros; sólo ruinas quedan por lo común, suficientes, sin embargo, para reconocer la grandiosidad de aquéllas; y si en España

nos envanecemos con los puentes de Mérida, Salamanca, Martorell, Alcántara y Orense; con el magnífico acueducto segoviano y con otros legados de nuestros antiguos dominadores, débese casi siempre à importantes reparos ó restauraciones realizadas en diversas épocas, como ha ocurrido en nuestros días con el grandioso puente de Alcántara, que reconstruyó en parte el ilustre ingeniero de Caminos, D. Alejandro Millán.

No ofrecería dificultades técnicas construir en la actualidad con iguales garantías de solidez que en los primeros siglos de nuestra era; ningún procedimiento de los que entonces se empleaban desconocemos; todo lo contrario: materiales nuevos, grandes progresos en maquinaria, facilidad en los transportes, nos permitirían llegar más allá aún de donde llegaron nuestros ascendientes. Y no hablo aquí de la belleza, elemento indispensable de toda verdadera obra de arte, porque el alcanzarla no depende de los tiempos, sino del gusto é inspiración artística del arquitecto, sin que pretenda negar la marcada influencia que en él han de ejercer las corrientes é ideas de la época y el ambiente en que viva.

Los ingenieros modernos tienen en cuenta, al realizar sus trabajos, un factor de que prescindían los antiguos, la economía, principio que informa todas las manifestaciones externas de la vida contemporánea. En lugar de construir puentes de cantería para cruzar los ríos caudalosos ó los barrancos anchos y profundos, se prefiere reducir cuanto sea dable el número de pilas ó apoyos intermedios, corriendo largas vigas metálicas y salvando con pocos tramos longitudes asombrosas: así vemos aumentar de día en día el atrevimiento de las construcciones, como lo atestigua el puente del Forth en Escocia, con sus vanos de 518 metros, y oímos, sin considerarlo inverosimil, que los norte-americanos, deseosos de que nadie les aventaje, proyectan unir á Nueva York con Jersey por medio de un puente colgado, cuyo tramo central mediría nada menos que 850 metros de luz. Prodigios son éstos que no se hubieran llevado á término en el apogeo de la civiliza

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