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ción romana, y que hoy se realizan, merced á los adelantos en el arte de construir, que con tan notoria injusticia suelen negarse.

No se elevan hoy costosos acueductos, á pesar del afán con que se acometen obras para surtir de agua á las poblaciones: resérvanse aquéllos para cruzar las hondonadas relativamente pequeñas; que en las grandes depresiones es más rápido y barato tender en las laderas tubos de hierro, constituyendo los mal llamados sifones, con la carga necesaria para llevar el agua á las bocas inferiores. Ya conocían este sistema los romanos, y en Italia se han encontrado restos de tuberías de bronce y plomo; pero ni las aplicaron con frecuencia, ni podían reemplazar con ventaja á los acueductos, por el precio elevado de los metales y por la dificultad de fundirlos en tubos de diámetro algo considerable. El Canal de Isabel II, esa obra que ha permitido á Madrid doblar su vecindario en pocos años, sanear la población y hacerla entrar en el concierto de las capitales de Europa; esa obra que inmortalizará el nombre del insigne D. Lucio del Valle, de imperecedera memoria para cuantos tuvimos la dicha de conocerle, y que tan dignamente ostentaba la medalla de esta Academia; el Canal de Isabel II, repito, cuenta en su trayecto de 76 kilómetros varios sifones, habiendo tres de ellos, los de Bodonal, Malacuera y Guadalix, de 1.410, 845 y 325 metros de longitud respectiva.

Es muy cierto que ni los puentes de hierro durarán tanto como duran los de fábrica, ni contemplarán los sifones, tales como hoy se encuentran, los siglos venideros. Vigas y tubos habrán de renovarse con relativa frecuencia, y con mayor aún repararse; pero la ciencia económica así lo exige; porque menores sacrificios representan, en suma, los reparos y reconstrucciones à la larga fecha que el crecidísimo capital estancado que suponen un puente como el de Alcántara, un acueducto como el de Segovia. El problema económico no lo debe perder de vista ni un solo momento el constructor: fuera de algunos casos en que la solución adecuada es de todo

punto evidente, en la mayoría de ellos no cabe fijar la naturaleza de los materiales, la disposición de las partes de la obra, los procedimientos que hayan de emplearse, sin una detenida análisis en que se estudie cuál es el proyecto menos dispendioso, habidas en cuenta todas las circunstancias del presente y del porvenir. ¡Cuán diferente el problema así planteado del que se proponían los antiguos, atentos sólo á multiplicar en las canteras y al pie de obra los trabajadores, esclavos casi siempre, que con su vida habían de dar cuerpo á aquellas concepciones! En la Edad Media y en los comienzos de la moderna no se advierten grandes progresos en los sistemas de construir. Portentosas son esas catedrales de esbeltas columnas y elevadas ojivas, que cual misterioso imán atraen el alma á la contemplación de lo infinito; en las que la luz, filtrada á través de inimitables vidrios de colores, baña el espíritu en dulces efluvios de mística ternura; cuyas agujas de filigrana de piedra admiran al profano, hacen pensar al sabio y afirman la fe del cristiano: pero no despojéis al templo de su brillante ropaje; que, si tal hiciéseis, veríais cómo se elevaron aquellos muros y pilares, cómo se voltearon aquellas bóvedas peraltadas, y apenas se concibirá que hayan permanecido en pie, durante siglos, resistiendo en equilibrio instable á los asientos de las fábricas, á la escasez de dimensiones en muchos casos, á los defectos de ejecución en cuasi todos. Asomáos á dos de nuestros monumentos más gloriosos, á las célebres catedrales de León y de Sevilla, y quedaréis atónitos ante la ciencia que han tenido y tienen que derrochar nuestros arquitectos para corregir faltas y errores antiguos y conservar esos templos á la piedad de los fieles y á la admiración de los artistas.

(Continuard.)

MANUEL PARDO

CRÓNICA INTERIOR

Madrid 15 de Diciembre de 1894.

Sinceros amigos del régimen parlamentario, régimen de la libre discusión, duélenos verle reducido entre nosotros á retóricos torneos de palabra, á maniobras de bandería, á luchas egoistas y personales entre los desacordes elementos de poderosas organizaciones oligàrquicas que se disputan el poder, la influencia, los beneficios de las posiciones conquistadas, y dejan el país huérfano de verdadera representación, convirtiendo alternativamente las Cámaras, ora en palenques académicos donde se discute lo divino y lo humano, ora en motín de plazuela en que se cruzan de banco á banco las frases más crudas del repertorio populachero, ó en foco de conjuras y de intrigas fraguadas con el nada patriótico objeto de combatir un ministro ó una tendencia poco complaciente aquél, ó poco simpática ésta á los intereses de fracciones enemigas.

Cuando disgustados de semejante espectáculo oimos resonar en la tribuna una voz elocuente y varonil que nos habla el lenguaje de las grandes ideas, sin comulgar siempre ni en todas las cosas con las opiniones del orador, y aun siendo adversarios de éste, no podemos menos de hacer justicia á sus convicciones, de aprobar con calor la rectitud de sus mi

ras, de aplaudir la firmeza de su carácter, de ver en él la genuina representación del sistema parlamentario, vuelto por un momento á la pureza con que le hicieron popular nuestros padres y sin la cual está condenado á morir como Job, podrido en el estercolero de sus numerosas corruptelas.

Podrán las ideas del Sr. Salmerón ser en alto grado utópicas, podrán ser sus doctrinas nebulosas é incomprensibles para la mayoría de nosotros, podrá su metafísica parecernos tenebrosa, su política irrealizable, su moral demasiado abstracta, sus juicios sobre los hechos pasados y presentes por demás apasionados, podremos acusarle de sacrificar á su fanatismo de sectario la realidad viva de las cosas que tiene una lógica superior à la de todas las escuelas, y más acomodaticia de consiguiente con las debilidades humanas. Pero no tenemos autoridad para negarle el derecho que todo hombre honrado tiene á predicar la virtud con su ejemplo, el derecho que á todo político convencido asiste de mantener con calor sus opiniones, el derecho, por último, á restablecer en la perturbada conciencia de los otros el sentido de la consecuencia olvidada en las continuas transacciones de la vida pública hasta un punto entre nosotros lastimoso.

En dicho concepto ha obedecido el Sr. Salmerón, no sólo á los dictados de su conciencia, sino también á los de la conciencia pública. Por desgracia ni el mismo Sr. Salmerón con ser pensador tan lógico, estadista tan probo, hombre público tan consecuente, comparado con otros muchos de su propio origen, está por completo libre de graves inconsecuencias, tanto al principio, como en los presentes momentos de su vida pública. Hay siempre en las conciencias más puras y en los entendimientos más vigorosos, algo que pone obstáculos á la práctica ideal de las virtudes éticas é intelectuales, soñadas por el pensamiento de los filósofos en el retiro de su gabinete. Los espíritus más rectos guardan cuando se lanzan á la acción mucha analogía con la rectitud del alambre, que por bien tendido que esté, presenta á la simple vista numerosas torceduras, tanto mayores cuanto se le examina de más cer

ca, porque la línea de la vida es y no puede menos de ser constantemente quebrada.

Así, todos los esfuerzos del orador republicano para hacer resaltar la inconsecuencia del Sr. Abarzuza y aun la del propio Sr. Sagasta, cuasi presidente un día de la república, se estrellaron ante los argumentos de buen sentido del jefe del gobierno, que devolvió con fortuna al ilustre catedrático sus censuras y le recordó que también había sido monárquico hace veinticinco años, cuando en un célebre manifiesto ofrecía al cuerpo electoral defender la candidatura de don Fernando Coburgo para el trono de España, ó en su defecto otro candidato popular; por donde, con buen acuerdo, sostenía el Sr. Sagasta que no siempre había sostenido su adversario la incompatibilidad de la monarquía con la democracia, ni la consustancialidad de esta última con la forma republicana.

El debate politico, á pesar de la intervención de oradores tan elocuentes como Azcárate, tan ingeniosos como el carlista Mella, tan enérgicos como el zorrillista Marenco, y tan hábiles y expertos como la mayoría de los que en el mismo intervinieron, fué en último resultado un verdadero triunfo para el Sr. Sagasta y una espléndida victoria para el partido liberal. ¡Ojalá como fué espléndida hubiera sido fecunda! Pero honra y provecho no caben juntos en un saco, y de toda la elocuencia de monárquicos y republicanos, quedan únicamente unos cuantos pliegos de papel impreso en el Diario de Sesiones, y el recuerdo grato para los aficionados á las justas oratorias de las palabras mortificantes y de las frases incisivas dirigidas por unos y otros á sus respectivos adversarios.

Mientras tanto la solución del problema antillano no dió el más ligero paso en el debate político, ni para hablar con sinceridad, era fácil que lo diera. Requiere dicha solución la llegada de algunos ilustres representantes de Cuba y todavía no han llegado. Requiere la redacción de una fórmula de avenencia hecha para todos por el ministro de Ultramar y toda

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