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de esterilidad y de hambre. La mecánica de las sociedades humanas tiene sus leyes de compensación y de equilibrio á semejanza de la naturaleza. Hay ritmo y medida en el movimiento de ideas, intereses y pasiones de que se compone el contenido de las agrupaciones humanas, por más que en muchas ocasiones no acertemos á formularlos con matemática precisión.

El primero de los acontecimientos á que hemos aludido es el matrimonio del nuevo Czar Nicolás II, con la princesa Alicia de Hesse, convertida hoy por gracia de la iglesia rusa en Czarina Fedorówna. Los matrimonios con princesas extranjeras no han sido raros desde el siglo XII en Rusia. Hasta fines del siglo XV se cuentan en los tronos de Nowgorod, Kief y Moscovia bastantes princesas bizantinas y hasta una francesa. Los siglos XVI y XVII son en asuntos de matrimonio, rusos por completo, sin que al dejar de influir en el imperio de los czares las cortes extranjeras saliera favorecida la tranquilidad del Estado, puesto que la lucha entre la aristocracia y las familias poderosas enlazadas á los soberanos por sus mujeres, fueron causa muy frecuente de conspiraciones y luchas civiles, que alteraron en ocasiones la sucesión y dieron origen á regicidios y usurpaciones. Durante el siglo XVIII y el presente, salvo el dramático episodio de Catalina I, segunda mujer de Pedro el Grande, arrrancada del burdel para subir al trono, todos los czares se han casado con princesas alemanas, hasta llegar al último emperador que lo hizo con una princesa de Dinamarca. La misma familia de los Romanoff, autocrática señora del imperio hace ya casi tres siglos, no es moscovita ni de procedencia rusa, sino polaca. Y más diremos. No es tan siquiera desde el imbécil y desgraciado Pedro III una dinastía eslava. El citado emperador era un verdadero príncipe germánico por su sangre, por su religión, por su lengua y por sus aficiones. Su esposa, la gran Catalina, alemana fué igualmente. Con damas ilustres de las casas reales ó semi soberanas del sacro imperio, contrajeron matrimonio el caballeresco emperador Pablo I,

TOMO CXLIX

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el místico Alejandro, el ferreo Nicolás y el humanitario y ge neroso Alejandro II.

La novedad del reciente enlace del joven Nicolás II no consiste por lo tanto en haberle contraído con una princesa alemana; consiste en que esta princesa es también al propio tiempo una princesa británica y en haberle negociado una hermana del difunto czar, la duquesa de Edimburgo, casada con el príncipe inglés de este título.

Pesen poco ó mucho en los tiempos presentes estos enlaces matrimoniales entre familias soberanas, nadie puede negarlos cierta importancia. Preside á su celebración la llamada razón de Estado, conveniencias de un orden puramente politico aplastando muchas veces bajo su peso afectos é inclinaciones naturales, y lógico parece á todo el mundo que se hagan con algún propósito.

¿Cuál ha podido ser éste, tratándose de Inglaterra cuya real familia se ha enlazado rara vez en la época moderna con soberanos de potencias europeas que no fueran protestantes, ó lo que es lo mismo teutónicos y escandinavos?

Á juzgar por lo que se dice, no puede el objeto ser otro que favorecer en la corte de San Petersburgo la influencia británica, á la que por sus tendencias personales parece muy inclinado el nuevo czar. Terminado el ciclo de las grandes reformas sociales y administrativas en Rusia, la misión de Nicolás II, parece á muchos liberales rusos indicada en el planteamiento de las reformas políticas; más claro, en la sustitución de la autocracia por el régimen representativo y constitucional, objetivo verdadero á que tienden muchas de las conspiraciones sorprendidas años hace por el gobierno y reprimidas con terribles castigos bajo pretexto de revolucionarias y aun de anárquicas. El matrimonio del nuevo czar con una princesa nieta, aunque germana, de la reina Victoria, significa para el partido reformista en Rusia la esperanza de la adopción del sistema político hoy dominante en Europa, patrocinado por la nación que directa ó indirectamente le ha propagado á todos los pueblos civilizados en la época moderna.

Pero si presunción semejante tiene valor incalculable para la vida interior del imperio ruso, no le tiene menos grave para la política exterior. La amistad que Alejandro II mantuvo en favor de Prusia, y á la que ésta en mucha parte debe su grandeza, la amistad que Alejandro III profesó á Francia y á la que la república debe en parte no menor la paz de que disfruta, juntamente con su inmenso desarrollo colonial acrecentado en los últimos años con Túnez, el Tonkin y Madagascar en estos momentos, dichas amistades, repetimos, pueden cambiar de dirección con el advenimiento del joven emperador y dirigirse del lado de la Gran Bretaña. Buena prueba de que la vieja tradición de la política rusa contra Inglaterra va cediendo paso a paso, nos suministra la facilidad relativa con que ha sido resuelto por ambos gobiernos el conflicto del Pamir, causa de tantos disgustos entre las dos grandes potencias empeñadas hasta aquí de un modo exclusivo en la dominación del Asia Central.

Se habla con dicho motivo de una sincera inteligencia entre Rusia é Inglaterra, á que según cuentan, seria también admitida Francia, hecha con objeto de obrar de común acuerdo en las cuestiones orientales; inteligencia que se extenderá también al Egipto y que por último tendría igualmente aplicaciones á Europa. Claro está que las dificultades de realizar el proyecto, dado caso que éste exista, son de tal manera grandes que rayan en lo inverosimil. Sería preciso conciliar para ello las aspiraciones rivales de Rusia y la Gran Bretaña en el Afghanistan y China de un lado, en Turquía y los Balkanes de otro, empresa nada llana y hacedera. Sería preciso, además, resolver el conflicto hace ya años pendiente entre Francia é Inglaterra con motivo de la ocupación de Egipto, conflicto preñado para el porvenir de amenazas, para resolver el cual no se han hallado todavía por la diplomacia términos honrosos de avenencia.

Por el pronto, gobierno y opinión pública en Francia no se muestran tan confiados como hace algunos meses en su alianza con Rusia, donde si el czar ha acogido con exqui

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sita cortesía á los embajadores de la república, enviados para dar á Nicolás II el pésame por la muerte de su padre y presenciar los funerales, seguidos à poca distancia de su boda, no han encontrado entre los personajes de la nueva corte la efusión de la antigua, hecho significativo á que viene á dar fuerza la reiterada dimisión del ministro Giers, bajo pretexto plausible de que á reinado nuevo, son necesarios hombres nuevos; pero bajo el cual se esconde para los políticos recelosos la sospecha de no querer desdecir el ilustre consejero del difunto czar su política favorable á la alianza francesa con otra favorable á los ingleses, que dados los sentimientos de su joven soberano, parece llamada á prevalecer ahora, si bien ha de pasar algún tiempo todavía antes de manifestarse con actos ostensibles que no dejen lugar á dudas.

Sucesos de extraordinaria resonancia han sido igualmente los ocurridos en Alemania y la península italiana, con mo. tivo de la apertura de los respectivos parlamentos.

El cambio político operado por el emperador Guillermo II con la sustitución del canciller conde de Caprivi por el viejo y reaccionario príncipe de Hohenlohe, está llamado á producir honda agitación en el espíritu público de los alemanes, dóciles hasta aquí á las genialidades de su soberano. Las exageradas medidas de represión presentadas à la Cámara contra los socialistas, agravadas por la actitud de éstos en la sesión inaugural de las tareas legislativas, encuentran recia oposición entre la mayoría de los diputados sin distinción de partidos. Los procesos de lesa majestad entablados contra los socialistas han alcanzado al diputado de esta agrupación Liebtneker, uno de sus más activos y elocuentes oradores. La defensa que del mismo y de sus demás correligionarios ha hecho el socialista Bebel, no pudo ser más enérgica y persuasiva. No se trata ya, según el citado representante, de una ley de represión contra los perturbadores del orden público. Se trata de una verdadera ley de sospechosos, de una ley anticonstitucional por la cual quedan bajo el peso de la arbitrariedad del gobierno todos los ciudadanos que con su conducta

no se conformen, especialmente los individuos de la Cámara, sean ó no socialistas. En dicho sentido no pueden ni deben interpretarse las proyectadas medidas como defensa del orden social y de las instituciones fundamentales del pais, sino antes bien, como un arma peligrosa puesta en manos del poder ejecutivo, para impedir la libre y legal manifestación de los ciudadanos fuera de la Cámara, y de sus elegidos dentro de ella. Se trata, en una palabra, de anular las prerrogativas del parlamento por la acción personal, omnimoda é indiscutible de la corona. Colocada en dicho terreno la cuestión, no puede negarse que reviste excepcional importancia. Es una declaración de guerra de la corona al parlamento, y por el parlamento á la constitución y al país, que aunque lento en su marcha política, afirma el pie en el suelo con tanto traba jo conquistado y no se halla dispuesto á retroceder un solo paso.

Se explica de esta suerte que muchos diputados liberales' enemigos del socialismo, pero no menos enemigos del reaccionario gobierno empeñado en quebrantar los frenos constitucionales, hayan acogido con aplauso las declaraciones de Bebel, negado su aprobación å las leyes represivas y puesto á Guillermo II en la dura alternativa para su carácter, ó dé retirar aquellos proyectos con el desprestigio consiguiente de sus consejeros, ó de cerrar las Cámaras dando por terminados sus trabajos y apelar de nuevo al cuerpo electoral que nadie duda llevaría de nuevo al Reichtag, no sólo los diputados disueltos, sino otros muchos de opiniones más radicales y hasta revolucionarias. Sea como quiera, el conflicto entre la nación y la corona, cuyo acuerdo rara vez se ha interrumpido, encierra graves peligros para el porvenir y causa grandes perturbaciones en el presente. El anciano canciller no tiene tampoco las cualidades personales indispensables á tan magna empresa, en que han fracasado caracteres tan indomables como el mismo Bismark. Carece, además, de las simpatías que como político flexible y orador persuasivo y fácil, supo conquistarse el conde Caprivi durante los bre

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