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IMPORTANCIA DE LA QUÍMICA EN LA CONSTRUCCIÓN (1)

(Continuación).

Como ejemplo de á cuánto alcanzan nuestros métodos de construcción, y para corroborar á la vez lo que acabo de exponer, no resisto à la tentación de referir lo ocurrido en Francia, en la catedral de Balleux.

La torre central, construída en el siglo xv, se apoyaba en cuatro pilares románicos, que formaban la intersección de la nave y el crucero: los arquitectos hubieron de juzgar débiles los apoyos para resistir la carga, y aumentaron sí su diámetro, pero sobreponiendo cuerpos anulares de fábrica, mal ejecutados y sin trabazón con los pilares antiguos que se hicieron servir de núcleos; de suerte que, producidos con el tiempo asientos desiguales, la torre gravitó sucesiva y alternativamente sobre las columnas y sus refuerzos, aplastándolos por separado. Á mediados de este siglo, la situación no podía ser más crítica: la fábrica de los anillos estaba completamente deshecha; los pilares primitivos oponían alguna, aunque escasa resistencia; los muros y bóvedas del crucero y el ábside se hallaban agrietados en todos sentidos; la torre se derrumbaba por momentos, hasta el punto de que en un solo día llegó á advertirse un descenso de un centímetro. En circunstancias

(1) Véase el núm. 593 de esta REVISTA.

TOMO CXLIX

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tan apremiantes, los arquitectos é inspectores de la diócesis votaron por unanimidad, y quizá prudentemente, la demoli. ción de la torre, la cual se hubiera llevado á cabo, á no haber respondido el ingeniero Flachat, cuyo nombre figurará siem pre en la historia de los ferrocarriles, de efectuar los reparos necesarios para conservar la torre, siempre que se le encomendara la obra sin pérdida de tiempo y se le otorgase, como era natural, completa libertad de acción. Aceptó la oferta el Gobierno francés, é inmediatamente el ingeniero Dion, propuesto por Flachat, dió principio á sus trabajos, tan notables como poco conocidos. El problema era dificilisimo: los arquitectos habían tratado de contener la destrucción de toda la parte central del templo, sosteniendo con andamiajes y cimbras las grandes bóvedas del crucero y el ábside, y rellenando con mampostería ordinaria todos los vanos de los muros adyacentes; pero como no tuvieron la precaución de derribar los arcos inferiores, resultaba que transmitían en parte á los pilares el peso de la fábrica de relleno, agravando más y más el peligro de próxima ruina. Las primeras medidas adoptadas fueron rodear los pilares de un encofrado de madera, en el que se vació yeso hasta la altura de las grandes aberturas del crucero, con objeto de reforzar por el pronto las co lumnas, y retardar su total aplastamiento; demoliéronse los macizos de mampostería; al pie de cada pilar se establecieron cilindros de palastro rellenos de fábrica, cimentándolos en la roca, y destinados á ofrecer sólido apoyo á las cimbras y andamiajes, que al propio tiempo se ejecutaban; se combatió el agrietamiento de la torre, ciñéndola con barras de hierro colocadas á fuego; por último, instaláronse los aparatos necesarios para poder levantar en peso la torre y dejar libres por completo los pilares.

Gracias a estas medidas y á la firmeza de carácter de Dion, se vencieron todos los obstáculos: pocas semanas después, la torre, con su peso de unas 3.000 toneladas, descansaba tranquilamente en el andamio; se reconstruían los pilares y se dió cima, sin contratiempo alguno, á un trabajo que bastaría

para perpetuar la memoria del inclito ingeniero que tantas muestras ha dejado de su ciencia y de su infatigable actividad.

Las breves consideraciones que anteceden condensan las diferencias esenciales que existen entre las obras de nuestros tiempos y las antiguas; pero, además, hay que dejar sentado que hoy se acometen muchas que hubiera sido imposible realizar con los materiales y métodos de los siglos pasados. Es cierto que ya Julio César y los emperadores Nerón y Caligu. la habían pensado en el rompimiento del istmo de Corinto, proyecto que apenas pasó de tal, y cuya realización estaba reservada á nuestros días: no es menos exacto que en la antigüedad llegó á construirse un canal que enlazaba el Nilo con el Mar Rojo; obra comenzada por Ramsés II, según Plinio y Estrabón; por Necos II, según Heródoto, y terminada por Dario Histaspes, al decir de unos, y por Tolomeo Filadelfo, al de otros; mas este canal, llamado de los cuatro Reyes, no es seguro que se dedicase á la navegación comercial, y no cabe comparar su importancia con la que reviste el rompimiento del istmo de Suez, que aprovecha el tráfico hace veinticinco años, ni con la del proyectado canal de Panamá, cuyas obras están hoy paralizadas, por circunstancias puramente económicas, de todos bien conocidas.

Algo semejante puede decirse respecto á las construcciones en el mar: si los antiguos ejecutaron trabajos en los puertos del Pireo, de Ostia, de Cartago, de Gaeta y otros varios, fué sólo en las aguas relativamente tranquilas del Mediterráneo, y en la escala reducida que reclamaban las exigencias del tráfico, tan escaso en aquellos tiempos, con barcos de poco calado y concentrado en pueblos de espíritu mercantil como los etruscos, fenicios y cartagineses. ¿Qué significan aquellas construcciones al lado de las que en el mismo Mediterráneo se han ejecutado en Argel, Orán, Marsella y Trieste, y de las que en España se realizan en Barcelona, Tarragona, Cartagena, Málaga y Almería? Mas las dificultades suben de punto en el Atlántico, donde la agitación de sus aguas y las gran

des oscilaciones de las mareas requieren tal esmero en la elección de materiales, tanta perfección en su empleo, y capitales de tal entidad, que sólo los adelantos del día y el creciente desarrollo del comercio hacen posible, en el orden técnico y en el económico, la ejecución de los trabajos titánicos que han emprendido y emprenden las naciones europeas y americanas. Larguísima seria la lista de las obras que nuestra época puede citar con orgullo, y no molestaré con ella vuestra atención: basta para mi objeto apuntar las construídas en nuestro país para la mejora de la ría y barra del Nervión, y las importantes que se están construyendo en el abra de Bilbao y en los puertos del Musel y Coruña.

Pues bien: si se consigue hoy realizar verdaderas maravillas, tanto en trabajos hidráulicos como en vías terrestres, la Química es en muchos casos la base, y en todos un auxiliar poderoso del constructor. La demostración de ésta para mi verdad inconcusa, exigiría examinar una por una las máltiples ramas de la Ingenieria y escribir un libro voluminoso: no temáis que abuse de vuestra benevolencia, pues he de limitarme á exponer breves conceptos sobre puntos muy concretos y determinados, prescindiendo de algunos que quizá tuvieran la ventaja de hacer menos áridos estos renglones y contener la impaciencia de mi auditorio. Acuérdome en este instante de las artes decorativas, tan interesantes para el arquitecto, y entre ellas de la fabricación de azulejos, industria que se desenvolvió exuberante en nuestro suelo durante el período de la dominación árabe, en el cual se crearon esos esmaltes inalterables, con reflejos metálicos de variadísimos colores, que admiramos en los monumentos que se conservan de aquella larga época, y muy principalmente en la Alhambra, ejemplar acabado del grado de perfección á que llegaron los artistas hispano-árabes en el siglo xv. Después de la Reconquista, y quizá de la expulsión de los moriscos, hubo de perderse el secreto de la preparación de aquellos esmaltes, y hasta estos últimos tiempos habían sido infructuosas cuantas tentativas se hicieran, basadas siempre, como es ló

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gico, en experimentos químicos y sistemas de cochura. Hoy parece que se ha resuelto el problema: los azulejos que se fabrican en Cataluña, Valencia, Andalucía y Madrid tienen la apariencia de los antiguos, y se usan profusamente en la decoración, aun cuando cabe la duda de si los tonos y reflejos se mantendrán incólumes ó se amortiguarán con el transcurso de los años. El renacimiento de esta industria parece, por ahora, un hecho, y justo será dejar consignado que uno de sus principales iniciadores fué un ingeniero de Caminos, D. José María de Sancha, que, después de muchas vigilias y experimentos, obtuvo las cerámicas esmaltadas con que de coró frisos, cornisas y cenefas en varias de las quintas construídas por él en la Caleta de Málaga.

En obsequio vuestro no entraré en pormenores, y espigando el campo extenso y feraz de la Ingeniería, me fijaré únicamente en la importancia de la Química, en cuanto concierne á tres clases de substancias que se emplean á toda hora en la construcción, á saber: las argamasas, los aceros y los explosivos.

Desde la más remota antigüedad se conocen las argamasas comunes, compuestas de cal y arena, puede asegurarse que, aparte de las proporciones en que entren ambos ingredientes, siempre se han preparado de igual modo: unos veinte siglos antes de nuestra era se elevaron las famosas Pirámides de Egipto; y ensayada la mezcla que se usó en la de Cheops, ha resultado semejante en un todo á nuestras argamasas ordinarias. No sucede lo propio con las hidráulicas; las que, en contacto con el agua, se endurecen ó fraguan, como dicen los constructores, y que tanto interés ofrecen en Ingeniería, ya se trate de cimentaciones en terrenos húmedos, ya de obras en ríos y canales, ya de construcciones en el mar. Los romanos emplearon siempre en sus morteros ordinarios cal purísima, que solían extraer de las canteras marmoreas de las islas del Egeo, y para los hidráulicos mezclaban la misma cal con el polvo de las rocas que, por la procedencia de las primeras que se explotaron en la bahía de Nápoles, se llaman

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