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de España cuando la nación tenía que habérselas con el vencedor de tantos reyes.

Mandaba como generalísimo las fuerzas invasoras el famoso Joaquín Murat, gran duque de Berg, muy malquisto de los españoles por su carácter despótico é insolentes maneras y hasta por lo aparatoso de su traje, con el que se propondría deslumbrar á los habitantes de Madrid. Era ciertamente entonces la coronada villa un verdadero poblachón, sucio, á obscuras, con sus legiones de frailes mendicantes, su ronda del Pecado mortal, sus beatas y abates, sus petimetres, chisperos y manolas; pero al pueblo, tan acostumbrado á admirar las exteriores grandezas de sus reyes como ajeno á sus internas miserias morales, no le cegaba galoneadura más ó menos. Habían empezado ya las riñas entre españoles y franceses. Por otra parte, no cabía en el menguado cerebro del infante D. Antonio que si podía ser lícito, en términos de justa defensa, herir en el corazón ó en la cabeza al gran duque de Berg, era una insigne torpeza punzar con alfilerazos su amor propio: así es que en el sangriento término de la jornada del 2 de Mayo no influyó poco la estrepitosa silba organizada por el infante, por el conde de Montijo y otros contra el generalísimo, y que el anterior día había estallado en la Puerta del Sol para que de una vez se armase la marimorena, frase favorita del imbécil D. Antonio.

Antes que el rey Fernando había marchado

su hermano Carlos María Isidro para Francia, y el resto de la real familia debía partir en la mañana del memorable día 2. El pueblo, reunido desde muy temprano en los alrededores de Palacio, vió con indiferencia subir á un coche á la reina de Etruria, tenida por desafecta á los fernandistas y muy impopular por consiguiente. Quedaban allí otros dos carruajes: uno para D. Antonio y otro para el niño D. Francisco de Paula, destinado á prestar veintitantos años después un gran servicio á la libertad siendo Gran Maestre de la Masonería, y que entonces con lágrimas en los ojos se resistía á emprender el viaje. Llega el momento; y al grito de ¡que nos los llevan! dado por una pobre anciana, estalla la tormenta imponente, aterradora, sublime, como la cólera de un pueblo que al fin se da cuenta de que ha sido vilmente traicionado. Mientras un general español, D. Francisco Javier Negrete, manda encerrar en los cuarteles las tropas, la multitud, guiada por el chispero Malasaña, echa mano de la primera arma que encuentra y opone sus pechos desnudos á la metralla del invasor. Allí Velarde, Ruiz, Daoiz, pasaron de la indisciplina á la inmortalidad..... Pero ¿á qué referir hechos tan sabidos y anualmente conmemorados?

Feroz fué la represalia. El iracundo Murat vengó aquella noche con arroyos de sangre española vertida en el Retiro, en el Prado, en el patio del Buen Suceso y en otros lugares, no sólo el heróico alzamiento de los madrileños, sino la

silba en mala hora organizada por D. Antonio. Los primeros rayos del sol del día 3 iluminaron las últimas ejecuciones en la Montaña del Príncipe Pío

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Monumento del 2 de Mayo de 1808 en el Prado (Madrid).

El mismo día ordenó Murat al infante que saliese para Francia. Hiciéronle saber esta resolución el conde de Laforest y Mr. Freville. Y el menguado presidente de la Junta, que llamaba cagatintas á sus compañeros porque no tenían narices más que para oler majaderías y doblar la cabeza á los antojos pésimos del fantasmón de Murat; el que había ofendido con frases indecorosas á su sobrina la reina de Etruria y á dama tan digna de respeto como la condesa viuda de. Montealegre, cayó casi de rodillas á los pies de los enviados del gran duque, proclamando la

prudencia y habilidad de éste en la luctuosa jornada que acababa de terminar.

El 4 emprendió su viaje D. Antonio en un coche de la duquesa de Osuna, creyéndose así más á cubierto de una trastada de Murat, cuyo solo nombre le hacía temblar como un azogado; sin fiarse ya ni siquiera de San Pascual Bailón, á quien había mandado hacer una especie de novena para que le libertase de las malas intenciones de sus enemigos.» Pero antes de partir, quiso poner digno término á sus tareas gubernamentales con la siguiente carta, perfecta fotografía de su corazón y de su entendimiento:

«Al Sr. Gil: A la Junta, para su gobierno, la pongo en su noticia cómo me he marchado á Bayona de orden del rey, y digo á dicha Junta que ella sigue en los mismos términos, como si yo estuviese en ella. Dios nos la dé buena. Adiós, señor, hasta el valle de Josafat.Antonio Pascual.»

A título de infante de España, y sólo por serlo, ocupó D. Antonio de Borbón puesto de importancia tan extraordinaria en aquellos días verdaderamente apocalípticos.

¡Oh, los derechos de la sangre!...

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