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tomen otras Cortes, de las cuales no podrá separarse sin > apreciar primero los motivos porque sabe que se niegan » á reconocer el órden de sucesion sustituido ahora al antiguo en la Monarquía española.» Aquí se vé: 1.° Que el Papa, ante todas cosas, reserva, como debe, su natural jurisdiccion, reservándose el derecho de hacer ulteriores declaraciones: 2.° Que no se apresurará á ejercer esta jurisdiccion, y que si llega el caso de ejercerla lo hará con pleno exámen, y conocimiento de la causa: 3.° Que si bien la opinion unánime de tantas Potencias le impide por el momento reconocer á la Reina Isabel, no por eso se somete á lo que éstas determinen, sino que para decidirse en definitiva examinará Su Santidad si dichas Potencias tienen ó no tienen razon en lo que hagan. Pongámonos en el caso del Papa, y dígase si habriamos procedido de otra manera. Seamos imparciales, y no busquemos un acto de hostilidad donde sólo habia un acto de contemplacion y de benevolencia.

Las benévolas disposiciones del Santo Padre se dan á conocer todavía más en el resto de la citada nota. En ella se dice que las relaciones diplomáticas se conservarán en el mismo pié en que existian; y aunque esto ofreceria alguna dificultad por la parte formularia de la diplomacia, no dándose ni admitiéndose nuevas credenciales, todavía era cierto que continuando representantes de ambas partes en las Cortes respectivas, y tratándose los negocios de la misma manera que se trataban ántes, las relaciones diplomáticas subsistian en su esencia. No habia, pues, en el fondo sino una sola novedad, novedad transitoria, y sin ningun inconveniente, como se verá en su lugar; la de suspenderse la formal presentacion de los Obispos. Á esto estaba reducida la disidencia de Roma por el momento: de ello hablaré á su debido tiempo en el discurso de la obra.

Quede, pues, sentado que el Papa en su calidad de Sobe

rano temporal pudo en 1833, con gran disculpa suya, y sin inconvenientes de ningun género para nosotros, adherirse á las demas Potencias, de quienes no le convenia, ni apénas le era dado separarse; y en su calidad de Supremo Pontífice, por todas y cada una de las razones expuestas, no sólo no traspasó los límites de su deber y de su derecho, sino que templó este derecho tratándonos más bien con las consideraciones de un padre, que con la severidad de un juez. ¿Qué mayor prueba de consideracion que abstenerse de pronunciar entre dos aspirantes al Patronato, rehusando examinar desde luego los títulos de sus pretensiones? ¿Si ántes de examinar estos títulos, y dar su fallo en debida forma, hubiera reconocido á la Reina, qué razon le quedaba para no reconocer á D. Cárlos? Si admitia la presentacion de Obispos de nuestra parte ¿cómo se negaria á admitir los de la contraria, si Don Cárlos, encendida la guerra civil, llegaba á ocupar, como se verificó desgraciadamente por nuestra lamentable incuria, una porcion de la Península? En la pasada guerra de sucesion dió el Papa Obispos á Felipe V y al Archiduque Cárlos: en la presente guerra, suspendido, como no podia ménos de estarlo, el ejercicio del Patronato, si el Papa hubiera hecho lo que entónces hizo, esto es, dar Obispos á los dos contendientes, habriamos levantado el grito hasta el cielo; porque no sólo queriamos que nos los diese á nosotros, sino que los negase á D. Cárlos. Admiremos hoy, que estamos ya seguros y serenos, la prevision, la cordura, la saludable sagacidad del Sumo Pontífice. ¡Cuánto mejor no ha sido para Su Santidad y para nosotros que sea la Providencia Divina quien ha sentenciado el gran pleito? Mas ya es tiempo de volver á tomar el hilo de la historia.

CAPÍTULO II.

CONTINUACION DEL ANTERIOR.

Zea no habia contestado aún á los despachos de Labrador (1), en que participaba las comunicaciones hechas al Gobierno Pontificio sobre el fallecimiento del Rey y el advenimiento de la Reina al Trono, y remitia la nota del Cardenal Bernetti de 19 de Octubre. Acerca de esta última, sólo habia dicho á Labrador en 13 de Diciembre, acusándole el recibo que, enterada de todo la Reina Gobernadora, espera que Su Santidad, mejor instruido, y despues de una nueva y detenida consideracion, no habrá titubeado en responder satis›factoriamente á las cartas de notificacion. No parece verosímil que Zea abrigase esta esperanza si comprendia la cuestion presentada en la nota del Cardenal Bernetti, y lo difícil que era resolverla: lo verosímil es que comenzaba ya á conocer la dificultad, y que se tomaba tiempo para pensar en ella.

En 10 de Enero de 1834, muy pocos dias ántes de dejar el Ministerio, fué cuando se determinó á replicar al Gobierno Pontificio en un largo despacho que dirigió á Labrador, autorizándole para que lo comunicase oficialmente al Cardenal Secretario de Estado, y mandándole que apoyase verbalmente su contenido en la primera audiencia que obtuviese de Su Santidad. En este despacho se alega todo cuanto en aquel tiempo

(1) 19 de Octubre n.o 1108.

30 de Noviembre, n.° 1119 y

6 de Diciembre, núms. 1121 y 1122.

se podia aún alegar en defensa de nuestra causa. En él, quebrantando Zea, aunque tarde, su primer propósito de no discutir con ningun Gobierno extranjero los derechos de la Reina, se habla de la ineficacia forzosa de la ley de Felipe V, planta exótica trasplantada á España contra la voluntad de la nacion, y se asegura, como es verdad, que la sucesion al Trono ha sido siempre regular, conforme á lo declarado en la antigua ley de Partida, sin un solo ejemplo en contrario: se dice que la Reina ha sido jurada como heredera del Trono › por los Obispos, por los Grandes y Títulos, y por los Procuradores del Reino juntos en Córtes, proclamada como Reina > en todos los pueblos de España, sin exceptuar una sola aldea, » y reconocida tambien desde su advenimiento al Trono por las dos grandes Potencias del Medio-día. »

Al exponer esta última circunstancia no advirtió Zea que relajaba en cierta manera sus principios, pues presentaba como un fundamento de derecho el que dos grandes Potencias hubiesen reconocido á la Reina. Para reponerse de semejante desliz se apresuraba á manifestar que: «S. M. la Reina Gober»nadora, veia ciertamente con disgusto, aunque sin inquie»tud, la detencion, ó la reserva en el reconocimiento de su »Augusta Hija con que, ya por la lejanía, ya por miras par»ticulares, ya por la ignorancia de los hechos (1), habian procedido otros Soberanos: añadiendo en tono visible de amenaza que, ninguna Potencia atentaria á colocar en el sólio español algun Príncipe contra las antiquísimas leyes del Reini esta nacion, defensora tenaz de su independencia y de sus costumbres, lo consentiria, como no lo consintió invadida por las mayores fuerzas del mundo; amenaza fuera de propósito mientras los Soberanos á quienes se aludia no hu

(1) ¿Y quién era sino él responsable de esta ignorancia? ¿quién sino él habria debido ilustrarlos, no sólo sobre los hechos, sino tambien sobre el derecho español?

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