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en la prosperidad, contrarrestaba el cálculo odioso de Fernando dicho el Católico, pensó mejor el asunto, ideando su habilidad diabólica la atracción de asociados y cómplices. A medida que ardoroso el sostenedor de la Fe, acrecentaba la esfera del dominio español, navegando á los sesenta y seis años de edad, enfermo y valetudinario, el Rey constituía con el nombre de Casa de la Contratación de las Indias, un verdadero Ministerio de Ultramar, estableciendo además Consejo Supremo de las Indias, sin que para nada interviniera Colón en las decisiones. Los que componían ambos Cuerpos, con espléndida retribución, pertenecían ó habían pertenecido á la casa del Rey: allí estaba el indigno Obispo Fonseca, con su alter ego Lope de Conchillos; allí sus hechuras, para ordenar y decidir sin apelación cuanto concernía á la paz ó la guerra, navegación y comercio, justicia civil ó criminal; proponer al Monarca las personas que habían de servir los empleos ó disfrutar los beneficios. Y como progresivamente aumentaron, con el desarrollo de la colonización, los agentes de la autoridad real, entre ellos, sus familias, los miembros del Consejo soberano, árbitros de tantos

destinos, y cuantos los codiciaban, se formó naturalmente lazo solidario, apretado por la expoliación de los derechos del Almirante y la repartición de sus despojos.

Vanamente al saber D. Cristóbal que, á pretexto de atender á las necesidades religiosas de la isla Española, se trataba de crear arzobispado con dos sufragáneos, rogó se detuvieran las nominaciones hasta la llegada de las propuestas; con desdeñoso silencio se le dió á entender el caso que se hacía de sus reclamaciones.

Quedaban, pues, afianzados de otro modo los hilos de la trama de D. Fernando con esta poderosa organización, influída en los más insignificantes pormenores por su voluntad, permitiéndole acometer á la víctima por el flanco de la inanición, que antes encontró fortalecido. El sistema ahora se dirigió á privar insensiblemente al descubridor del libre ejercicio y aun del título de su virreinado, sin necesidad de modificar el texto de las capitulaciones solemnemente suscritas y selladas. Los dictados de almirante y gobernador podían dejársele sin inconveniente, pues que sólo al primero, impuesto por la energía de Colón contra la resistencia del

rey, las observaciones del Consejo y la oposición del orgullo castellano, como condición esencial de su empresa, pertenecían los derechos del diezmo y octavo, llamados á sumar con el tiempo cifras colosales. Don Fernando pensaba aplicar á la corona ese manantial de riqueza, reduciendo á letra muerta los asientos completamente inútiles, no reconociendo su vigor.el poder ejecutivo.

A partir de la idea, aunque en las cartas que personalmente escribía Doña Isabel, no omitiera nunca el título de Virrey, los oficios de la marina, como si obedecieran previa consigna, no volvieron á nombrar á Colón más que almirante de las Indias, estuviera ó no relacionado el asunto con la mar, significándose en el particular los despachos redactados en la secretaría particular del rey, que jamás empleaban el primero. Así, como suele suceder, llegó la costumbre á imponerse á pesar de las observaciones del interesado, á quien no se ocultaban los manejos de su embozado enemigo. Sencillo como la paloma, recelaba, sin embargo, que el olvido de las promesas reales llegara al extremo de arrebatarle con violencia los títulos origina

les de los privilegios, ante cuya posibilidad quiso prepararse, guardándolos en una caja de corcho impermeable, que pudiera arrojarse al fondo de la cisterna del Monasterio de las Cuevas, en Sevilla, y remitiendo copias á Nicolás Oderigo, embajador de la república de Génova, sin perjuicio de proseguir la reclamación insistente de su virreinato. Pero la muerte de su protectora vino á dejarle sin apoyo en el foco de la enemistad. Escribió cartas que no tuvieron respuesta; redactó memorias que demostraban los medios de corregir la mala administración en Indias, perdiendo su tiempo; ni con los viajes en pos de la corte, doliente y postrado como estaba, ni por intermedio de su hijo, alcanzó que el silencio se rompiera en atención suya. En Segovia se presentó virrey al monarca, que lo recibió almirante, hablando de la gota é indicándole remedios, cortés, pero friamente, porque calculaba los pocos días de vida que quedaban al anciano agobiado por el sufrimiento y la fatiga, y esperaba aún de la miseria la renuncia de títulos y privilegios, á cambio de renta fija y estado en Castilla, de inmediato y cómodo goce. La oferta fué última vez rechazada, yendo á poco el servidor

de Dios á recibir en el cielo recompensa de sus trabajos en la tierra.

Muy oportunamente viene el recuerdo del fin lamentable de Cristóbal Colón, para hacer pausa en el drama fantástico del Conde de Roselly, tomadas, aquí y allá, de sus ca- · pítulos, las aseveraciones que principalmente requieren observación, según quedan expuestas en breve compendio. No hay reglas que fijen método determinado de refutación en casos parecidos, siendo arbitrario y libre el desempeño; pero recomendándose en todos casos el adagio de convenir siempre empezar por el principio, lo natural es reconocer los cimientos sobre que está construída la fortaleza aparente de la Historia póstuma.

Si en vez de entretenerse el Conde, contando en las cédulas reales que ha visto publicadas, cuántas veces se aplica al Descubridor el título de Virrey, y cuántas el de Almirante, hubiera dedicado ese tiempo á la lectura de las Capitulaciones firmadas en Santa Fe á 17 de Abril de 1492, observara no estar en lo cierto en cuanto afirma que el proponente solicitaba ante todo, y sobre todo, el título aquel, como condición indispensa

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