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la dulzura la voluntad de los españoles. Pero los españoles no veían ni a! hombre afable, ni al monarca sensible, ni al rey humanitario; no veían más que al hombre extranjero, al monarca usurpador, y al rey intruso; y representábaseles como un monstruo de cuerpo y alma; mirábanle como un tirano, retratábanle deforme de rostro, pregonábanle dado á la embriaguez y á la crápula, y aplicábanle apodos ridículos y denigrantes. Saludable injusticia, hija de una noble ceguedad, que produjo efectos maravillosos.

Sentado José en un trono inseguro y vacilante, la suerte adversa de sus armas en Bailén le lanza pronto de aquel solio y le obliga á retirarse desconsolado y mustio á las márgenes del Ebro. Los desmanes de sus tropas en aquella retirada le hacen cada vez más odioso á los españoles. Viene Napoleón á España en persona: combate, vence, repara la honra de las armas francesas, y ocupa la capital del reino. ¿Pero cómo ha venido Napoleón á España? ¿Ha venido como amparador de su hermano, y á afirmar en sus sienes la corona que le ha conferido? Napoleón se ha hecho á sí mismo general en jefe de los ejércitos, y obra además como emperador y como rey de España. En Burgos v en Chamartín expide decretos imperiales por sí y sin contar con su hermano, y como olvidado de él, hasta que éste le expone el desaire y el bochorno que está sufriendo, y le suplica le admita la renuncia de una corona que de ese modo no puede llevar con honra y con decoro. Entonces Napoleón finge volver en sí, le cede como de nuevo la corona, y el soberano manda que todos reconozcan y juren al rey. ¿Cuál podía ser, no ya entre los nuestros, sino entre los suyos, el prestigio de este rey á merced de aquel soberano?

Esfuerzase José por congraciarse á los españoles; excusada tarea; los españoles sólo atienden á que es francés. Procura hacerse grato dictando medidas beneficiosas: tarea excusada también; los españoles no miran á los beneficios de las medidas, miran sólo á la procedencia, y les basta para rechazarlas. No comparan la capacidad de José con la de Fernando: no cotejan el carácter del que domina en Madrid con el carácter del desterrado en Valencey: no se paran á distinguir entre el gobierno que les da el uno y el que pueden prometerse del otro. No ven sino al extranjero y al español; al rey intruso y al monarca legítimo. José continúa aborrecido de los españoles: Fernando sigue siendo su ídolo. Detestaban los españoles al que Napoleón les había puesto por rey; adoraban al que daba parabienes á Napoleón por haberles puesto tal rey. Este fenómeno valió mucho á España.

Pero si mucho perjudicó á José esta ciega pasión del pueblo español, no le dañaba poco la conducta de su hermano Napoleón para con él: conducta que no comprenderíamos en hombre de tan gran talento, si no hubiéramos hace mucho tiempo observado y adquirido la convicción de que el talento humano no es universal, y de que los hombres de más privilegiado genio, y de más profunda y asombrosa capacidad obran en casos, materias ó situaciones dadas, con la indiscreción ó la torpeza con que pudiera obrar y conducirse el más vulgar entendimiento ó el hombre más inepto y rudo. La Providencia lo ha dispuesto así, para que el hombre no se ensoberbezca, y se advierta y conozca siempre la masa de que ha

sido fabricado. Napoleón, que con su gran talento había cometido el desvarío insigne de emplear los medios arteros y los recursos vulgares del hombre pequeño para apoderarse de España, cometió después la torpeza de empequeñecer y desprestigiar al hermano á quien sentó en el trono de este reino, contribuyendo así á hacer imposible el afianzamiento del poder y de la autoridad, que no puede sostenerse sin el respeto y la consideración á la persona.

¿Qué podía prometerse de propalar que José no era general ni entendía de operaciones militares, y con prevenir á los generales en jefe que no obedecieran más instrucciones que las emanadas del emperador, sino que cada general se considerara superior al rey, y que le tratara por lo menos con desdén, relajándose así los lazos y la armonía y el orden jerárquico entre el monarca y sus súbditos? ¿Qué efectos podía esperar Napoleón de desaprobar la conducta militar y política de su hermano, precisamente cuando su plan militar le había hecho dueño de todo el Mediodía de España, y sus decretos políticos más recientes tendían á organizar la nación y á hacerse grato á los españoles, sino el de desautorizarle con unos y con otros? Querer dirigir desde Alemania las operaciones de la guerra española; disponer desde París del territorio y de las rentas de la nación como soberano de ella; decretar la incorporación de varias provincias al imperio francés; ¿qué era sino lujo indiscreto de ambición y prurito insensato de mandar? Desmembrar Napoleón el territorio de España que José había siempre ofrecido y jurado conservar íntegro, ¿qué podía producir sino irritar más y más á los españoles, y hacer más y más falsa, comprometida é insostenible la situación de su hermano? ¿Eran estos los medios de conseguir la dominación á que aspiraba? ¿Qué se ha hecho del talento del gran Napoleón?

Sobradamente lo conocía todo el rey José; rebosaba su corazón de amargura; exhalaba sentidas quejas; escribía á su esposa melancólico y casi desesperado; despachaba emisarios á Napoleón para que le expusie ran la injusticia con que le trataba; negábase á seguir reinando sin dig nidad y sin prestigio; ansiaba retirarse; preocupábale la idea de la abdi cación; y rogaba que le fuese aceptada, no resolviéndose á hacerla si consentimiento de su hermano por temor de enojarlo; á nadie ocultaba ya su profundo disgusto; Napoleón ni socorría sus materiales necesidades ni daba satisfacción á sus quejas; la situación de José era desesperada, Į cada día era mayor su deseo de abandonar un trono y un país en que n experimentaba sino penalidades, angustias y sinsabores. En tal estado ¿qué fuerza habían de llevar sus providencias? ¿Con qué fe había de sos tener su autoridad? ¿Quién había de respetarla? La verdad es, que s posible hubiese sido que los españoles se fuesen dejando seducir de carácter afable del rey José, y de sus prudentes, ilustradas y liberale medidas de gobierno, olvidando su origen, habría bastado la imprudent conducta, el injusto tratamiento, la ambición desmedida y ciega, la falt de tacto, de cordura y de talento de Napoleón en todo lo relativo á est país, para hacer imposible su dominación en España.

Lo que hubiera podido fascinar á algunos españoles ilustrados, lo qu de hecho fascinó lastimosamente á unos pocos, que era la animadversió

al antiguo régimen absoluto, y el sistema civilizador y de libertad política y de gobierno constitucional que Napoleón había proclamado y que José parecía encargado de plantear en España, como un elemento de atracción y un seductor aliciente, eso mismo se veía realizado por españoles, y en más ancha y dilatada esfera; y uno de los beneficios grandes que hicieron las cortes españolas fué quitar toda apariencia de razón á los que propendieran á afrancesarse seducidos por la raquítica é imperfecta Constitución de Bayona, fundando un sistema de más amplias franquicias políticas que las que en aquel código, ilegalmente formado, se daban al pueblo español.

XIV

Período hubo en que la suerte de las armas se nos mostraba tan adversa y nos era tan contraria la fortuna, que no parecía vislumbrarse esperanza de poder resistir á tanta adversidad, ni alcanzarse medio de sobrellevar tanto infortunio, ni que á tanto llegaran el valor y la constancia de nuestros guerreros y la indómita perseverancia de nuestro pueblo, que ni aquéllos aflojaran ni éste desfalleciera en medio de tantos reveses y de contratiempos tan continuados. Tal fué el año 1811, en que, dueños ya los franceses de toda Andalucía, á excepción del estrecho recinto de la Isla Gaditana todos los días bombardeado, enseñoreados de la corte, y de las capitales y plazas más importantes de ambas Castillas, de Extremadura, de Aragón y de Navarra, rendidas unas tras otras las de Cataluña, nos arrebataron la única que en el Principado restaba, y que estaba sirviendo de núcleo y de amparo, y como de postrer refugio, baluarte y esperanza al ejército y al pueblo catalán, uno y otro exasperados con el execrable incendio y la inicua destrucción de la industrial Manresa, borrón del general que le ordenó y presenció impasible, y deshonra de la culta nación á que él y sus soldados pertenecían.

Agravóse nuestra triste situación, cuando á la pérdida de la interesante y monumental Tarragona se sucedieron el descalabro de nuestro tercer ejército en Zújar, otra mayor derrota entre Valencia y Murviedro, la rendición, aunque precedida de una heroica defensa y de una honrosísima capitulación, del histórico castillo de Sagunto, y por último la entrega de Valencia, ante cuyos flacos muros dos veces se habían estrellado los alardes de conquista de los generales franceses. Pasó ahora á poder del más afortunado de ellos, quedando prisionero el ejército que mandaba el ilustre Blake, que á su condición de general entendido y patricio probo reunía el carácter de presidente de la Regencia del reino. En otra parte hemos juzgado este acontecimiento infausto, que no por haber sido irremediable resultado de circunstancias superiores al valor y á la pericia militar dejó de ser sobremanera doloroso. Sobradamente le expió el noble caudillo español, pasando días amargos en una prisión militar de Francia, mientras Napoleón premiaba al afortunado conquistador de Tarragona y de Valencia con el bastón de mariscal y con el título de duque de la Albufera, y con la propiedad y los productos de aquella pingüe posesión.

Mas no por eso desmayan, y es cosa de prodigio, ni el espíritu de inde

pendencia de nuestro pueblo, ni el vigor perseverante de nuestros solda dos y de nuestros guerrilleros. Aunque desprovistos de punto de apoyo meneábanse y se movían por los campos, de manera que los francese que guarnecían la capital del reino (ellos mismos se quejaban de lo que les sucedía, y lo dejaron escrito) no eran dueños de salir fuera de la tapias de Madrid sin peligro de caer en manos de nuestros partidarios En Cataluña, no obstante estar ocupadas por el enemigo todas las plaza y ciudades, manteníase viva la insurrección en los campos; los cuerpo francos y somatenes se multiplicaban, y caudillos incansables como Lacy el barón de Eroles, Sarsfield, Miláns, Casas y Manso, acometían empresa atrevidas, sorprendían guarniciones y destacamentos, y no dejaban mo mento de reposo á los franceses. Hacían lo mismo en Aragón, Valencia las Castillas genios belicosos, activos y valientes, como Durán, Villacan pa, Tabuenca, Amor, Palarea, Sánchez, Merino y el Empecinado; como po Asturias, Santander y Vizcaya ejecutaban parecidos movimientos y m lestaban de la propia manera al enemigo Porlier, Longa, Renovales, Can pillo y Jáuregui; en tanto que en Navarra burlaba Mina él sólo la persecu ción de todo un ejército francés, habiéndose hecho tan temible, que trueque de deshacerse de tan astuto, pertinaz y molesto enemigo, apelaro los generales franceses á los innobles medios, ya de poner á precio s cabeza, ya de tentar su lealtad con el halago y la seducción, como fueran capaces ni el uno ni el otro de quebrantar la patriótica y acrisolad entereza del noble caudillo, ni la fidelidad y el amor que le profesaba pueblo navarro y cuantos la bandera de tan digno jefe seguían.

En medio de tan multiplicadas pruebas de acendrado españolism asomaba de cuando en cuando algún acto, ó de flaqueza reprensible, ó o criminal infidencia, que afligía y desconsolaba á la inmensa mayoría d pueblo, que era honrada y leal. Pertenece al primer género el adulad agasajo con que habló y trató en Valencia al conquistador extranjero comisión encargada de recibirle, así como la conducta del arzobispo'y d clero secular. Es de la especie del segundo la entrega del castillo de P ñíscola, hecha por un mal español que le gobernaba, y á quien bast haber nombrado una vez. ¿Pero en qué causa, por justa y santa y popula que sea, deja de haber individuales extravíos y oprobiosas excepcione En cambio eran innumerables los ejemplos de holocausto patriótico, qu remedaban, si no excedían, los tan celebrados de los siglos heroicos, com muchos de los que hemos citado, y como el que ofreció en aquellos mi mos días en Murcia el ilustre don Martín de la Carrera.

La suerte de la guerra corrió muy otra para España en el año guiente (1812). Bien habían hecho los españoles en no desmayar: sob ser este su carácter, debieron también comprender que cuando la justic y el derecho asisten á un pueblo, aunque sufra contrariedades é infort nios, no debe desconfiar de la Providencia. Los primeros síntomas de es cambio de fortuna fueron las reconquistas de las plazas de Ciudad-Rodri y Badajoz por los ejércitos aliados mandados por Wellington. Agradecid y generosas se mostraron las cortes y la Regencia con el general británic concediéndole por la primera la grandeza de España con título de duq de Ciudad-Rodrigo, por la segunda la gran cruz de San Fernando. C

horrible injusticia y crueldad se condujeron los ingleses en Badajoz, saqueando, ultrajando, y asesinando á los moradores, como si hubiesen entrado en plaza enemiga, y no en población amiga y aliada, que los esperaba ansiosa de aclamarlos y abrazarlos. Como no era el primero, ni por desgracia fué el último ejemplar de este comportamiento, parecía que los ingleses, aliados de España, habían venido á ella á pelear contra franceses y á maltratar á los españoles.

No habían continuado en otras provincias los triunfos del enemigo que nos habían hecho tan fatal el año anterior; y aun en alguna, como en Cataluña, el hecho de haber encomendado Napoleón el gobierno supremo de todo el Principado al nuevo duque de la Albufera, que reunía ya los de Valencia y Aragón, prueba que la guerra por aquella parte iba de manera que exigía medidas imperiales extraordinarias. Pero una novedad de más cuenta, y más propicia á España que cuantas habían hasta entonces sobrevenido, fué la que obligó al emperador á tomar más graves resoluciones, y á hacer en política tales evoluciones y mudanzas, que atendido su orgullo, con razón sorprendieron y asombraron: como fué el conferir á su hermano José el mando superior militar, político y económico de todos los ejércitos y provincias de España, el renunciar á su antiguo pensamiento de agregar á Francia las provincias de allende el Ebro, y proponer á la Gran Bretaña un proyecto de paz, estipulando en él la integridad del territorio español.

Esta gran novedad, la guerra con Rusia, que puso á Napoleón en el caso de marchar con inmensas fuerzas hacia el Niemen, le puso también en la necesidad de sacar tropas de España, y de intentar entretener á Inglaterra con proposiciones capciosas de paz, en que el gobierno británico ni creyó ni podía creer. Vislumbrábase, pues, un respiro, y se anunciaba un cambio favorable para la causa nacional; lo único que habría podido traer alguna ventaja para el rey intruso, que era la concentración del poder en sus manos, hízose casi ineficaz é infructuoso, porque habituados los generales, ó á manejarse con independencia, ó á no obedecer sino. las órdenes del emperador, los unos esquivaban someterse á José, alguno le contradecía abiertamente, y otros le prestaban una obediencia violenta y problemática. Todo esto hubiera hecho á los españoles entregarse á cierta expansión y alegría, si el hambre horrible que afligió al país, para que no le faltara ningún género de sufrimiento, y que dió á aquel año una triste celebridad, no hubiera tenido los corazones oprimidos y traspasados con escenas y cuadros dolorosos.

Bien pronto, y bien á su costa experimentó el rey José los efectos de aquella conducta de sus generales, pues creemos como él y como el autor de sus Memorias, que sin la desobediencia de los duques de Dalmacia y de la Albufera no habría perdido el de Ragusa la famosa batalla de los Arapiles, desastrosa para los franceses, más por sus consecuencias y resultados que por las pérdidas materiales. Cada triunfo de Wellington era galardonado por las cortes españolas con una señalada y honrosa merced: el Grande de España por la conquista de Ciudad-Rodrigo, el Caballero Gran Cruz de San Fernando por la toma de Badajoz, recibe el collar de la orden insigne del Toisón de Oro por la victoria de Arapiles. El rey José, que por

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