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dos é inocentes en su manera de juzgar al rey y al pueblo español, como habían pecado de inexpertos, ya en la resolución y aplicación, ya en la forma de ciertas innovaciones, plausibles en la esfera de las teorías y de los principios, peligrosas, ó inconvenientes, ó inoportunas en las condiciones sociales de la época y de la monarquía. Llenos de buena fe, sinceros creyentes en la bondad de sus doctrinas, sobradamente confiados en la rectitud de sus intenciones, más ilusos que suspicaces, y más honrados que previsores, no sólo no adivinaron ni imaginaron siquiera cuál podía ser el desenlace de aquel drama, sino que parecía ni ver los nubarrones, ni oir el rugido de la tempestad cuando la tenían ya sobre sus cabezas. Nada prepararon para guarecerse, y dejáronse arrollar por la tormenta. La verdad es, por decirlo todo, que ellos no concebían que cupiera en pecho español ingratitud tan negra y propósitos tan inicuos como los que les eran denunciados, y suponían que Fernando sería por lo menos un español hidalgo, ya que no un rey agradecido. ¡Vana ilusión de aquellos buenos varones!

Sucedió lo que á nadie ya sino á ellos pudo sorprender. Desde que Fernando puso el pie en España, se vió ya que hollaba, no el suelo de una nación libre y orgullosa de sus derechos, como los reformadores la habían querido hacer y tal vez se imaginaron que lo era, sino el de una nación fanática y esclava que adoraba humillada á su señor, y besaba la mano con que la había de encadenar. ¿A qué soberano, y más viniendo tan predispuesto á serlo en toda su plenitud, no cegaría el humo de tanto incienso, y no embriagaría el olor de una atmósfera tan embalsamada de adulación, y no fascinaría el loco entusiasmo de la delirante multitud que le aclamaba como á un Dios, y no atronaría el clamoreo de los plácemes y los vivas, y no trastornaría la vista de tantos mandarines como se disputaban la honra de sustituir á los caballos para arrastrar su carruaje? El que así era recibido de su pueblo y su ejército, ¿podía esperarse que prefiriera ser rey constitucional á ser rey absoluto? ¿Qué monarca se detiene en la pendiente del despotismo, cuando así le empujan por ella, y le allanan y quitan todos los obstáculos en que podría tropezar? Fernando no necesitaba tanto, y no vaciló ni retardó la elección. ¿Había mostrado por ventura poseer la virtud de un santo, ó por lo menos la grandeza de alma de un héroe? Resolvióse, pues, y abatió de un golpe la Constitución y las reformas, é inauguró su reinado con los atropellos y las iniquidades que no hemos hecho más que apuntar, y que no fueron sino el exordio de su odiosa dominación.

Pero al mismo tiempo que hemos manifestado las faltas ó errores que por parte de las cortes y de los que más contribuyeron al establecimiento del régimen constitucional daban pretexto ó motivo, más ó menos legítimo, para que fuera atacada su obra, y se tratara de enmendarla ó de destruirla, ¿hay medio de poder justificar la conducta de Fernando VII con los constituyentes y con los comprometidos por la causa liberal? ¿Cómo justificar, ni cohonestar siquiera la negra ingratitud de un rey que se convierte en encarcelador y perseguidor implacable de los que le habían recogido, guardado y conservado la corona, aquella corona que el había perdido, poniéndola á los pies de un extranjero? Si como autores

de una Constitución monárquica no anduvieron políticos ni cuerdos en restringir excesivamente la autoridad real, en rigor de derecho constituyente ¿no le tuvieron para despojar enteramente de ella al que ya la había abdicado, y entregado la nación á merced de un soberano intruso? ¿Teníale el esclavo adulador de Napoleón para sepultar en calabozos á los mismos que le habían á él redimido de la esclavitud, y le trasladaban desde una prisión extranjera al solio español?

Y respecto á la institución de las cortes, ¿podía condenarla el mismo. que por un decreto de Bayona las había mandado celebrar? Y en cuanto á la legitimidad de su congregación y al ejercicio legal de sus funciones, ¿podía negar y anular lo que la nación entera había reconocido y sancionado, lo que reconocían y respetaban como legítimo los soberanos y los gobiernos más absolutos de Europa?

Comprendemos bien, y lejos de maravillarnos ni sorprendernos, parécenos muy natural que al volver Fernando á España, y al encontrar la nación dividida en dos bandos, el reformador y el absolutista, prefiriera este último y se adhiriera á él, por inclinación, por instinto, por la educación tradicional, por instigación de sus cortesanos, por convicción, y hasta por conciencia. Comprendemos que quisiera suprimir y anular los artículos del Código constitucional que creyera atentatorios á la dignidad regia, ó peligrosos ó contrarios á los derechos y prerrogativas de la corona en una monarquía representativa. Comprendemos que tuviera por conveniente ó necesario disolver aquellas cortes y convocar otras para reformar con su intervención el Código político. Comprendemos que suspendiera la ejecución de ciertas reformas para sujetarlas á nuevo examen, y modificar ó suprimir las que no convinieran á las circunstancias y á la situación del reino, y equilibrar de este modo los derechos de los poderes públicos, y conciliar de esta manera los intereses de todas las clases, las tradiciones antiguas con las aspiraciones modernas, y templar la tirantez de las pasiones y de los odios políticos, y establecer así un gobierno repre sentativo y una monarquía constitucional verdaderamente templada.

Pero en lugar de esto, que, más ó menos hacedero y posible, por lo menos habría sido un intento prudente y un propósito noble, querer borrar de una plumada todo lo hecho y todo lo acontecido, y quitarlo de en medio del tiempo como si jamás hubiera pasado, por Dios que era el más insano alarde de despotismo, el más inaudito extravío de la razón humana, la más loca aspiración á poder, lo que no puede la misma omnipotencia divina; ó haciendo favor al común sentido, la hipérbole más extravagante que pudo ocurrir á una imaginación trastornada con cierta ebriedad de dominación absoluta. Pero en lugar de esto, encender y fomentar, ó permitir que se encendiera el horno de las venganzas entre sus súbditos; plantear un sistema de reacción furiosa; enseñar con el ejemplo y aplaudir con el consentimiento las demasías y atropellos del feroz populacho; abrir las cicatrices y renovar las heridas de los que se habían sacrificado por su rey y por la libertad de su patria, apretando sus brazos con esposas y cadenas; poner una mordaza al genio de la ilustración y del saber, preparar calabozos y cadalsos y llevar á ellos lo más espigado de la sociedad, porque tuviera tinte de liberalismo. sin que sirviera una

larga vida de virtud y de honradez, era verdadero lujo de tiranía, y fué el colmo de la ingratitud.

No puede disculparse ni sincerarse el proceder de Fernando con el carácter de las reacciones y de sus indeclinables consecuencias. Infinitamente más radical fué la reacción francesa que por aquel mismo tiempo restableció á los Borbones en el trono de Francia, de que la revolución los había violentamente arrojado. No hay paralelo ni cotejo entre los abominables escándalos y desvaríos de la revolución francesa y las extralimitaciones legales que se quieran encontrar en la marcha pacífica y majestuosa de la revolución política española. Allí insignes locuras adoptadas como principios de gobierno social; aquí tal vez alguna falta de equilibrio en el conjunto de la organización, atendidas las circunstancias del reino: allí horribles crímenes calificados de acciones heroicas, y criminales deificados; aquí moralidad en las leyes y probidad en los legisladores: allí la sangre de un rey inocente enrojeciendo el patíbulo; aquí gobernando en nombre de un rey que había abdicado trono y corona, y reservándole religiosamente la corona y el trono: allí una familia real proscrita y perseguida; aquí una familia real, cuya ausencia se lloraba, y por cuyo rescate se peleaba para aclamarla de nuevo con delirio: allí un pueblo que había sacrificado á su monarca; aquí un pueblo que se había sacrificado por su rey: allí una república tumultuaria y disolvente; aquí una monarquía hereditaria sobre la base de la misma dinastía: allí un monarca establecido por el poder extranjero, que encontraba multitud de agravios que vengar; aquí un soberano rescatado por el esfuerzo de sus propios súbditos, que hallaba muchas virtudes que galardonar.

Y sin embargo, Luis XVIII de Francia ocupa el trono de los Borbones corriendo un velo á lo pasado; olvida hasta el asesinato de su hermano y perdona á sus enemigos; olvida las locuras de la revolución, y procura establecer un gobierno representativo razonable y templado; encuentra vivas las llagas y enconados los ánimos, y trabaja por cicatrizar aquéllas y conciliar éstos. ¡Qué contraste entre la conducta y el proceder de Luis XVIII de Francia, y la conducta y el proceder de Fernando VII de España! No hay, pues, que achacarlo á los efectos naturales de las reacciones. Jamás monarca alguno se vió ni más obligado, ni con más favorables condiciones para hacer felices á sus pueblos, que Fernando al regresar de su cautiverio de Valencey. Deseado y aclamado por todos, ajeno á las discordias de los partidos, sin crímenes que perseguir, y con muchos servi cios que remunerar, todo le sonreía, todo le convidaba á ser el padre amoroso, no el tirano de sus hijos. Vulgar en sus miras, mezquino en sust sentimientos, siguió el más opuesto camino al que le señalaba la prudencia, y al que su gloria personal le trazaba.

Todavía quiso añadir á la injusticia la hipocresía y el disimulo. Todavía en su célebre Manifiesto de 4 de mayo, protestaba que aborrecía y detestaba el despotismo, cuando de orden suya se estaba encarcelando á los diputados. Todavía ofrecía gobernar con cortes legítimamente congregadas, cuando de orden suya se depositaban en una pieza cerrada y sellada todas las actas y papeles de las cortes, para que no se viera rastro de ellas, y si pudiera ser, ni memoria. Todavía afirmaba que la libertad y

seguridad individual y real quedarían firmemente aseguradas por medio de leyes, cuando de orden suya se estaba asegurando á los ciudadanos con grilletes y con cerrojos. Todavía estampaba la promesa solemne de que todos gozarían también de una justa libertad para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos, cuando de orden suya se hacía enmudecer á todos los ingenios y talentos que descollaban, hundiéndolos y encerrándolos donde no pudieran ni escribir, ni leer, ni hablar, ni comunicar á nadie sus ideas.

Este documento, tomado en un sentido literal, y supuesto un propósito sincero de cumplirle, habría podido recibirse como un razonable programa, como un medio término y una bandera levantada para templar el encono de las pasiones y de los resentimientos, y conciliar los ánimos y los partidos. Cotejado con las medidas atrozmente despóticas que se tomaban, y con el sistema ferozmente reaccionario que empezaba á seguirse, era un sarcasmo, un ludibrio, úna burla sangrienta, y era al propio tiempo el descrédito de la palabra de un rey, en otro tiempo tan sagrada.

No fué Fernando ni más indulgente ni más generoso con los llamados afrancesados que lo había sido con los liberales. Después de las promesas que á aquéllos hizo al pasar por Tolosa, después de haber consignado en un artículo del tratado de Valencey que á todos los españoles que tuvie ron la flaqueza de adherirse al partido del rey José se les reintegraría en el goce de sus derechos y honores, así como en la posesión de sus bienes, la manera que tuvo de cumplir esta real oferta luego que regresó á Ma drid fué fulminar un decreto de proscripción, desterrando perpetuamente del reino á los partidarios del rey intruso. Inhumano y terrible decreto, que condenó de un golpe al ostracismo á doce mil españoles en masa. Mas no fué esto lo más terrible de aquel famoso anatema, sino que en él se prescribía que las mujeres casadas que quisieran seguir la suerte de sus maridos habían de quedar también perpetuamente desterradas del reino. ¡Inaudito principio de moral cristiana, hacer un crimen del cariño conyu gal, y castigar con fuerte pena el santo amor del matrimonio!

Y ¿con qué derecho dictaba Fernando tan cruel y despótica medida? Que la Regencia y las cortes españolas hubieran sido rigurosas, como lo fueron, con los que habían tenido la desgracia de mostrarse partidarios del intruso, ó la debilidad de aceptar de su gobierno mercedes, empleos ú honores, entiéndese bien, y era muy propio del celo patrio y del espíritu hondamente español que las animaba. Pero ¿con qué título se ensañaba Fernando con los que no habían hecho sino seguir su mal ejemplo?

Mas terminemos ya, y no prosigamos en tan amargas reflexiones. He mos apuntado, y era lo que nos proponíamos, las causas que de una y otra parte cooperaron á la súbita y violenta destrucción del edificio constitucional, con tanto patriotismo y abnegación levantado por los legisladores de Cádiz, y las que hicieron que tuviera tan infeliz remate el más heroico, el más glorioso, el más brillante período de nuestra historia moderna.

XIX

Nos hemos detenido en el examen crítico de esta época más de lo que pensábamos, y más tal vez de lo que era propio y exigían las proporciona

les dimensiones de una historia general. Sírvanos de disculpa su inmensa importancia, la magnitud y calidad de los sucesos, y la consideración de haber sido el período en que se inauguró y tuvo principio la verdadera regeneración de España, la verdadera transición de una á otra edad de la vida social española, la verdadera transformación del estado político y civil de nuestra patria.

Que si al pronto, por la vituperable voluntad de un monarca ingrato, y por la fascinación lamentable de un pueblo avezado á los hábitos envejecidos de una educación oscura y de una viciosa organización, se desplomó la obra de los innovadores, y sobre sus ruinas se restableció la antigua monarquía, no con la tolerancia de los más recientes reinados, sino con todo el aparato despótico de los más rudos tiempos, todavía la idea liberal, aun durante la férrea dominación del mismo Fernando, renació más de una vez de sus mismas ruinas, como tendremos ocasión de ver cuando tracemos la triste historia de este reinado. Todavía más de una vez, reproduciéndose como el fénix de sus propias cenizas, resucitó con bastante fuerza para arrojar la losa fúnebre del despotismo que sobre su cadáver pesaba, aunque para caer de nuevo exánime á los golpes de la máquina de muerte que los satélites de la tiranía tenían siempre y sin cesar funcionando. Todo el reinado de Fernando fué una lucha perenne, ó con escasos períodos de tregua, entre el rancio sistema de oscurantismo y de terror de los anteriores siglos, y la doctrina de expansión y de luz que produjo las nuevas instituciones nacidas en la gloriosa época de la revolución y de la independencia de España.

En la historia de ese reinado, que con la ayuda de Dios habremos de hacer, y en esa lucha fatal, que pudo ser innecesaria, veremos con dolor muchos martirios, y nos mortificará el olor de la mucha sangre que se vertió en los campos y en los cadalsos. Mas como la sangre de los mártires fructifica siempre en vez de esterilizar, veremos reverdecer la misma planta que al calor exagerado y ardiente del fuego y del hierro se intentaba secar y consumir. Siempre que resucitaba y era proclamado de nuevo el sistema liberal, revivía bajo la forma y estructura que se le había dado en Cádiz, con las imperfecciones que hemos notado, y que eran hijas de las circunstancias y de la inexperiencia, pero no se conocía entonces otro símbolo de libertad que aquel código, y tomábase como el emblema que representaba el principio opuesto al gobierno tiránico que le había reemplazado, y que tan duramente se hacía sentir. Aunque los hombres de más ilustración, aunque sus mismos autores reconocieran sus defectos, no hubo ni sosiego ni oportunidad para enmendarlos. Era menester para ello más suma de experiencia, una época más favorable y más propicia disposición de parte del jefe del Estado. No era posible alcanzar esta feliz coyuntura mientras ocupara el solio español un príncipe de los instintos liberticidas de Fernando VII. Pero la Providencia, que vela por la suerte de las naciones, había decretado que lucieran para España días más claros y felices. cuando rigiera sus destinos el tierno vástago que estaba destinado á sucederle en aquel trono. Confesamos que miraríamos como una desgracia, si tuviéramos la fatalidad de haber de terminar nuestra historia con la de un reinado infeliz, que no podría dejar al autor y al lector sino impresiones amargas y

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