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blecimiento de la Inquisición. En virtud de este decreto creóse una j presidida por el obispo de Teruel, para entender en todo lo concerni á la restauración de la orden, y á los cuarenta y ocho años de la expu

cha y encarecidamente me sirviese restablecer en todos mis dominios la Compañ Jesús, representándome las ventajas que resultarán de ello á todos mis vasa excitándome á seguir el ejemplo de otros soberanos de Europa que lo han hec sus Estados, y muy particularmente el respetable de Su Santidad, que no ha d revocar el breve de Clemente XIV, del 21 de julio de 1773, en que se exting orden de los regulares de la Compañía de Jesús, expidiendo la célebre Consti de 21 de agosto del año último: Sollicitudine omnium ecclesiarum, etc.

Con ocasión de tan serias instancias he procurado tomar más detenido conocin que el que tenía sobre la falsedad de las imputaciones criminales que se han h la Compañía de Jesús por los émulos y enemigos, no sólo suyos, sino más propia de la religión santa de Jesucristo, primera ley fundamental de mi monarquía, q tanto tesón y firmeza han protegido mis gloriosos predecesores, desempeñando tado de Católicos que reconocieron y reconocen todos los soberanos, y cuyo ejemplo pienso y deseo seguir con el auxilio que espero de Dios; y he llegado á c cerme de aquella falsedad, y de que los verdaderos enemigos de la religión y tronos eran los que tanto trabajaron y minaron con calumnias, ridiculeces y c para desacreditar á la Compañía de Jesús, disolverla y perseguir á sus inocente viduos. Así lo ha acreditado la experiencia, porque si la Compañía acabó por el de la impiedad, del mismo modo y por el mismo impulso se ha visto en la triste pasada desaparecer muchos tronos: males que no habían podido verificarse exis la Compañía, antemural inexpugnable de la religión santa de Jesucristo, cuyos d preceptos y consejos son los que solos pueden formar tan dignos y esforzados v como han acreditado serlo los míos en mi ausencia, con asombro general del un Los enemigos mismos de la Compañía de Jesús que más descarada y sacrílegame hablado contra ella, contra su santo fundador, contra su gobierno interior y p se han visto precisados á confesar que se acreditó con rapidez la prudencia adı con que fué gobernada, que ha producido ventajas importantes por la buena edu de la juventud puesta á su cuidado, por el grande ardor con que se aplicaron su viduos al estudio de la literatura antigua, cuyos esfuerzos no han contribuído los progresos de la bella literatura; produjo hábiles maestros en diferentes c pudiendo gloriarse de haber tenido un más grande número de escritores que to otras comunidades religiosas juntas; en el Nuevo Mundo ejercitaron sus talen más claridad y esplendor, y de la manera más útil y benéfica para la humanid los soñados crímenes se cometían por pocos; que el más grande número de los j se ocupaba en el estudio de las ciencias, en las funciones de la religión, tenie norma los principios ordinarios que separan á los hombres del vicio y los con la honestidad y á la virtud.

Sin embargo de todo, como mi augusto abuelo reservó en sí los justos y gra tivos que dijo haber obligado á su pesar su real ánimo á la providencia que t extrañar de todos sus dominios á los jesuítas, y las demás que contiene la prag sanción de 2 de abril de 1767, que forma la ley 3.a, lib. I, tít. 26 de la Novísim pilación; y como me consta su religiosidad, su sabiduría, su experiencia en el c y sublime arte de reinar; y como el negocio por su naturaleza, relaciones y tras cia debía ser tratado y examinado en el mi Consejo para que con su parecer pu asegurar el acierto en su resolución, he remitido á su consulta, con diferentes varias de las expresadas instancias, y no dudo que en su cumplimiento me aco lo mejor y más conveniente á mi real persona y Estado, y á la felicidad tem espiritual de mis vasallos.

Con todo, no pudiendo recelar siquiera que el Consejo desconozca la nece

volvieron á España más de cien ancianos octogenarios ya casi todos, entrando los que llegaron juntos como procesionalmente por las puertas de la capital del reino (1).

No es extraño que por este acto felicitaran al rey, no solamente el Pontífice, lo cual era muy natural, sino muchas corporaciones y particulares españoles. Porque habíase hecho costumbre en aquel tiempo elevar al soberano felicitaciones por todo, ó hacerlas por medio de comisiones que diariamente eran recibidas por el monarca. Por espacio de más de dos años desde el regreso del rey, no se publicaba una sola Gaceta en que no llenaran una buena parte de sus columnas los plácemes y enhorabuenas con que incensaban al trono todas las clases de la sociedad. Había en ello mucha parte de adulación, mucha también de imitación, de rutina y de compromiso, pero había otra buena parte de sinceridad; porque no debe olvidarse el entusiasmo con que el rey había sido recibido, y que si bien su sistema de persecución y de tiranía hacía verter muchas lágrimas, y le concitaba la odiosidad de las familias atribuladas y de los hombres que abrigaban ideas generosas y sentimientos humanitarios, aquella misma crueldad satisfacía y halagaba á los rencorosos y vengativos, y era aplaudida por la parte fanática y reaccionaria del pueblo, que era entonces numerosa y grande.

Un suceso, aunque exterior, vino á turbar á Fernando, si bien no por mucho tiempo, en sus goces de rey, y á ponerle en cierto apuro y ansiedad, como puso á los demás soberanos de Europa; la salida de Napoleón de la isla de Elba, su desembarco y súbita aparición en territorio francés, su marcha triunfal y sorprendente á la capital de aquel reino, la recuperación instantánea y sin ejemplo en la historia de la corona imperial, abandonada por Luis XVIII al ver que ni un solo soldado peleaba en su defensa, el triunfo sobre los prusianos en Ligny, y todos aquellos asomutilidad pública que ha de seguirse del restablecimiento de la Compañía de Jesús, y siendo actualmente más vivas las súplicas que se me hacen á este fin, he venido en mandar que se restablezca la religión de los jesuítas por ahora en todas las ciudades y pueblos que los han pedido, sin embargo de lo dispuesto en la real pragmática-sanción de 2 de abril de 1767, y de cuantas leyes y reales órdenes se han expedido con posterioridad para su cumplimiento, que derogo, revoco y anulo en cuanto sea necesario, para que tenga pronto y cabal cumplimiento el restablecimiento de los colegios, hospicios, casas profesas y de noviciado, residencias y misiones establecidas en las referidas ciudades y pueblos que los hayan pedido; pero sin perjuicio de extender el restablecimiento á todos los que hubo en mis dominios, y de que así los restablecidos por este decreto, como los que se habiliten por la resolución que dé á la consulta el mismo Consejo, queden sujetos á las leyes y reglas que en vista de ella tuviese á bien acordar, encaminadas á la mayor gloria y prosperidad de la monarquía, como al mejor régimen y gobierno de la Compañía de Jesús, en uso de la protección que debo dispensar á las órdenes religiosas instituídas en mis Estados, y de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la de mis vasallos y respeto de mi corona. Tendréislo entendido y lo comunicaréis para su cumplimiento á quien corresponda. En Palacio, á 29 de mayo de 1815.-A don Tomás Moyano.

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(1) Entre los jesuítas notables que regresaron á su patria se contaban los padres Castañiza, Cantón, Arévalo, Masdeu, Prats, Roca, Ruiz, Soldevila, Goy, Soler, Serrano,

Cordón, Montero, Ochoa, La Carrera, Villavicencio, Alemán, Muñoz, Alarcón, Ugarte y algunos otros.

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brosos sucesos que conmovieron á las naciones y llenaron de espanto á los príncipes coligados, poco tiempo hacía vencedores del gigante que ahora reaparecía al modo de un meteoro eléctrico, y todos aquellos he chos maravillosos que forman el célebre período llamado el reinado de los Cien Días. Pero fugaz y pasajero como el relámpago y el rayo este postrer arranque del genio portentoso de Napoleón, vencido definitivamente en Waterloo por los confederados (18 de julio, 1815), apagada para siempre la antorcha de su fortuna, puesto á merced de sus mayores enemigos los ingleses, y aherrojado por éstos, de acuerdo con las demás potencias, en la Isla de Santa Elena, que había de servirle ya de tumba, la Europa respiró, y Fernando y todos los soberanos se repusieron del último susto, como quienes se consideraban ya libres del que por espacio de tantos años había turbado la paz de los pueblos y trastornado ó conmovido todos los tronos.

España, que tan desdichado papel hizo en el Congreso de Viena, no le hizo más lucido en la última cruzada de las naciones contra Napoleón, que á esto la redujo la desmañada política de Fernando y de sus conseje ros, siendo la nación que tenía más derecho y más títulos á figurar con dignidad y en primer término así en las asambleas políticas como en las combinaciones de la guerra. Puesto que habiendo reunido con trabajo un pequeño cuerpo de ejército á las órdenes del general Castaños y enviadole á Francia, desdeñaron este auxilio los Borbones franceses hasta el punto de intimarle la retirada, y á los cuatro días, mediante un convenio con el duque de Angulema. regresaron á España sin gloria nuestros soldados: desaire tanto más marcado y sensible, cuanto al propio tiempo se estipu laba que permaneciesen por algunos años en Francia los ejércitos de los demás aliados.

Si bien durante aquel peligro pareció haber calmado un tanto en Es paña la persecución contra los liberales, como se observaba por algunas medidas, tales como la de haber reemplazado en el ministerio de la Guerra al cruel Eguía (llamado de apodo Coletilla) con el general Ballesteros, tenido por hombre más templado, la desesperación producida por las ante riores persecuciones había hecho pensar en aquellos medios tenebrosos de conspiración á que propenden los tiranizados y oprimidos. Habíanse for mado logias masónicas y otras sociedades secretas para discurrir y con certar á la sombra de las tinieblas y del misterio la manera de derribar el poder. Centro de estos conciliábulos era la sociedad llamada el Gran Oriente, establecida en Granada. El sigilo y la lealtad recíproca entre los iniciados, el sufrimiento y la constancia en los padecimientos cuando el ojo avizor de la Inquisición ó de la policía sorprendía algunos de estos conjurados, y los encerraba en calabozos y les imponía tormentos, era lo que mantenía estos focos perennes de conspiración. Este mismo espíritu se había infiltrado en los cuarteles y en las filas del ejército; y más impaciente y más resuelta la clase militar que las civiles, fueron también las primeras á estallar las conjuraciones militares. A la del general Mina el año anterior en Navarra, descubierta y deshecha del modo que vimos en el capítulo precedente, siguió este año la más desgraciada del general

Porlier en Galicia.

Este intrépido caudillo de la guerra de la Independencia, que tan emi

nentes servicios había prestado á su patria en Galicia, Asturias, Castilla y la costa cantábrica, hallándose en la Coruña tomando baños, de acuerdo con algunos oficiales y sargentos de la guarnición, púsose al frente de las tropas apellidando libertad y proclamando la Constitución de Cádiz (19 de setiembre, 1815). Arrestó al capitán general Saint-March y á las demás autoridades, circuló órdenes y proclamas á Santiago, con cuyo comandante general creyó contar, así como con muchos oficiales, y para impulsar y acelerar el movimiento determinó pasar á esta última ciudad con mil infantes y seis piezas de artillería. Pero el comandante general don José Imaz, lejos de prestarse á los planes de Porlier, preparóse á rechazarle, y auxiliado de los recursos que le proporcionaron el arzobispo, los canónigos y otras personas adictas al régimen absoluto, salióle al encuentro, y ganados algunos sargentos de los que aquél llevaba, consiguió que sus mismas tropas se apoderaran de Porlier y de treinta y cuatro oficiales. Fueron todos llevados presos á Santiago y sepultados en las cárceles de la Inquisición, de donde se los trasladó después á la Coruña, para sufrir las penas á que habían sido condenados. El desventurado don Juan Díaz Porlier, hermano político del conde de Toreno, como casado con hermana de éste, terror de los franceses en la guerra contra Napoleón, y uno de los más ilustres libertadores del rey y de la patria, sufrió la muerte ignominiosa de horca... ¿Quién habría podido imaginar nunca que así acabase quien tantos laureles había ganado y tan gloriosa carrera contaba? Y sin embargo, ni esto era sino el principio de las conspiraciones que había de producir una tiranía injustificable, ni el sacrificio de Porlier fué sino el principio de otras catástrofes sangrientas.

Mas no eran solamente los hombres esclarecidos del bando liberal los que con tal ingratitud eran correspondidos por el monarca por quien se habían sacrificado; iba alcanzando también este pago, y esto podía casi servirles de algún consuelo, á los mismos que le habían empujado y le impulsaban en aquel sistema de despotismo y de proscripción, á sus propios consejeros íntimos, á los hombres de su privanza en el palacio y en el destierro. Suprimido en 8 de octubre (1815) el ministerio de Policía y Seguridad pública creado en marzo, por temor al descontento y á la exasperación que en los ánimos había producido el cruel ministro Echavarri, terror de los liberales y de los afrancesados, fué desterrado por el rey á la villa de Daimiel, dándole sólo el plazo de contadas horas para salir de Madrid. Su mismo ayo, maestro y consejero más íntimo, el canónigo Escoiquiz, cayó de la gracia y favor real, que de lleno había poseído tantos años y en todas las situaciones, y salió también por este tiempo confinado á Andalucía, juntamente con algunos grandes que participaron de igual desgracia.

No cupo mejor suerte al famoso canónigo Ostolaza, el instigador del bando realista en las cortes de Cádiz, el predicador furibundo contra sus compañeros de diputación y contra todo lo que tuviera tinte liberal, el publicador de novenas con las armas reales, y hasta individuo de la camarilla. También á éste le alcanzaron las resultas de cierta intriga, y nombrado primero, para alejarle de la corte, director de la casa de niñas huérfanas de Murcia, procesado después por el obispo de Cartagena por

desmanes que se le atribuyeron en el ejercicio de aquel cargo, fué recluído en la Cartuja de Sevilla.

A vista de esto ya no podía extrañarse que el ministro de la Guerra Ballesteros, hombre de carácter más tolerante y templado, obtuviera por premio de sus servicios la exoneración y el destierro. Lo que se extrañó fué que le reemplazara un hombre de tan recomendables dotes como el marqués de Campo-Sagrado. Pero más ruidosa fué la salida de la secretaría de Hacienda de don Felipe González Vallejo, para ir al presidio de Ceuta, donde el rey le condenó por diez años con retención, en una durísima orden, que por la acritud de los términos descubría el enojo y la irritación del monarca contra él, y se prestaba á comentarios de toda especie (1). Entre los diversos motivos á que se atribuía tan airado golpe, era uno, y acaso no el menos fundado, el haber sabido el rey que Vallejo había tenido la indiscreción de revelar á algunos de sus amigos el contenido de varias de sus cartas á Negrete, el verdugo de Andalucía, cuya correspondencia tuvo en sus manos. Grave debía ser la ofensa ó serio el compromiso para tan rudo proceder con un ministro de la Corona. En la orden se disfrazaba bastante el motivo.

Todos estos inesperados golpes de infortunio eran regularmente debidos á la instigación é influjo de la camarilla, y aun de la parte de ella de más humilde y baja estofa, con la cual no estaba segura ni la reputación mejor sentada, ni el más ilustre y limpio nombre, y la cual no se ahorraba ni aun con los individuos mismos del grupo que la estorbaban ú ofendían, Observábase en Fernando que nunca estaba más halagüeño, amable, y al parecer cariñoso con sus ministros y altos servidores que en los momentos antes de precipitarlos de la cumbre de su favor y despeñarlos en el abismo que ya les tenía preparado. Nunca había oído el ministro Ballesteros más elogios de la boca del rey que la noche misma en que llegando á su casa se encontró con la orden de destierro. Hasta las doce de la noche estuvo el ministro Echavarri paseando y conversando íntimamente con el rey en su cámara: al despedirse de S. M. recibió de las reales manos escogidos tabacos de la Habana, y al regreso á su casa, casi en pos de él entró el secretario encargado de intimarle la exoneración y la salida de la corte en el término de breves horas. En adelante veremos cómo conservó Fernando esta costumbre, de que cada cual podrá juzgar.

(1) Merece ser conocido el texto de la real orden.-«Queriendo (decía) dar una pública demostración de mi justicia, para que sirva de escarmiento en mi reinado á los vasallos que abusando de mi confianza y ardientes deseos del acierto en procurar la felicidad de mis pueblos, se atreven acercarse á mi real persona para levantar calumnias, darme falsos informes, y proponerme, bajo la apariencia del bien de la nación, providencias opuestas á él, llevados solamente de odios personales ú otros motivos, vengo en mandar que don Felipe González Vallejo, por haber abusado en tales términos de mi confianza y buenos deseos, quedando destituído del empleo de director de las reales fábricas de Guadalajara y Brihuega, pase, usando de conmiseración, á la plaza de Ceuta, y subsista confinado en ella por el término de diez años, sin poder salir, aun después de cumplido, mientras que no obtenga mi real permiso. Tendréislo entendido, lo publicaréis, y daréis las órdenes convenientes á quienes corresponda.-Rubricado de la real mano.-En Palacio, á 23 de enero de 1816. - Al marqués de Campo Sagrado.>>

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