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dados; ni consideraba que precisamente en aquel período de la más febril exaltación y de la más prodigiosa energía revolucionaria, mientras el interior de la Francia se anegaba en sangre, y cuando todavía la bandera española tremolaba en suelo francés, los soldados de la Convención arrollaban en todas partes los ejércitos de las naciones confederadas, triunfaban en Turcoing, en Fleurús, en Iprés, en Landrecy, en Quesnoy, en Utrecht y en Amsterdam, pisaban con su planta de fuego la Bélgica, la Holanda y el Palatinado, y obligaban á Prusia y Austria á demandar la paz.

Nada consideraba y á nada atendía la generalidad del pueblo español sino al resultado desastroso de la guerra, á los peligros que amenazaban y á las calamidades que la podrían seguir; miraba como autor y causante de ella á Godoy, y predispuesto contra él el espíritu público por el origen y la manera de su encumbramiento, no creía necesario buscar en otra parte alguna el manantial de todas las desventuras de la patria. Recordábase el destierro que sufría el de Aranda por haber abogado con tesón por la paz, é imputábasele á Godoy como un crimen imperdonable.

Parecía que los que así opinaban deberían haber aceptado y recibido como un inmenso bien la paz de Basilea. Y sin embargo muchos, entonces y después, y hasta los presentes tiempos, han calificado aquella paz de vergonzosa, de ignominiosa y de funesta. Confesamos no haberlo podido comprender nunca, á pesar de haberlo visto estampado así por escritores de autoridad y de crédito. Reconocemos que habría podido ser más ventajosa después de los triunfos de la primera campaña. Tras los desas tres de las dos siguientes, tras la paz de Prusia y de Holanda, con que quedaba rota la coalición del Norte, parécenos que no podía ser más beneficiosa la que ajustó España. Por la de Prusia quedaba la república francesa ocupando las provincias conquistadas á la orilla izquierda del Rhin, y el monarca prusiano se comprometía á ser mediador con el imperio germánico para la paz general. Por la de Holanda guardaba para sí la república toda la Flandes holandesa, completando su territorio por la parte del mar hasta las embocaduras de los ríos, y se obligaban las Provincias Unidas á poner á su disposición doce navíos de línea, diez y ocho fragatas y la mitad de su ejército de tierra, y á pagar en indemnización cien millones de florines. Por la de España nos restituía la república todas las plazas y países conquistados en territorio español, hasta con los cañones y pertrechos de guerra que en aquéllas existían, cediendo nosotros en cambio la parte española de la isla de Santo Domingo, que entonces más que de provecho nos servía de carga. ¿Cabe paralelo entre la una y las otras?

Con alguna más razón y justicia provocó la crítica y la animadversión pública el título de Príncipe de la Paz otorgado al ministro favorito en premio de aquel tratado: lo primero, por creerse insigne anomalía galardonar así por un ajuste de paz al mismo por cuyo consejo se había hecho la guerra, mientras el consejero de la paz seguía relegado en un duro destierro: lo segundo, por lo inusitado de la merced; que fué materia de escándalo ver engalanado un súbdito con un título que nadie en Castilla había llevado nunca que no llevara también en sus venas sangre de regia estirpe. Así iba creciendo el odio popular contra el valido.

La paz dió en el interior sus benéficos frutos. ¡Ojalá no hubiera sido tan pasajera y efímera! O por mejor decir, ¡ojalá no se hubiera convertido tan pronto en indiscreta alianza ofensiva, que había de comprometernos y empeñarnos en largas guerras, y traernos abundante cosecha de amarguras y desdichas! Indicado tenemos nuestro juicio de haber sido el yerro capital del gobierno de Carlos IV el tratado de alianza de San Ildefonso entre el monarca español y la república francesa. Prescindiendo por un momento de los peligros políticos que se anidaran en el seno de tan monstruosa liga, y mirándola solamente por el lado de la dignidad y del decoro, ¡qué espectáculo el de un príncipe de la dinastía de Borbón unido en estrecha amistad con la nación que había llevado al cadalso al jefe de la estirpe Borbónica! ¡El de un rey y un ministro que habían hecho esfuerzos sobrehumanos y provocado una guerra por salvar la vida de Luis XVI y de su infortunada familia, fraternizando con la república que había decapitado á Luis XVI y á su augusta esposa! ¡El de la España católica y monárquica unida en íntimo consorcio á la Francia democrática y descreída! El de la monarquía española convertida en auxiliar de la república. revolucionaria para cuantas contiendas le ocurriesen, sin poder siquiera ni examinar la razón ni preguntar la causa de los sacrificios que se le exigieran!

No creemos pueda sostenerse que esta alianza fuese otro Pacto de Familia como el de Carlos III, que tan caro y tan costoso fué á España. Mas tampoco puede desconocerse que había entre los dos los suficientes puntos de analogía para recelar que produjese parecidas consecuencias. ¿Y á quién podrían ocultarse algunos de sus más inmediatos peligros? No era menester ser hombre de Estado para calcular que habiendo visto la Inglaterra con disgusto nuestra paz con Francia, no habría de perdonarnos nuestra alianza con la república. ¡Inglaterra, que aun siendo amiga no había respetado el pabellón español ni en las costas de la península ni en los mares de América, y que amenazaba con sus bajeles y tenía fijos sus codiciosos ojos en nuestras posesiones del Nuevo Mundo!

En los agravios de ella recibidos, y que tal vez por otros medios hubieran podido ser reparados, fundó el nuevo príncipe de la Paz su decla ración de guerra á la Gran Bretaña: guerra que comenzó costándonos el descalabro naval del cabo de San Vicente, principio de los desastres y de la decadencia de nuestra marina, el bombardeo de Cádiz, la pérdida de la isla de la Trinidad, y los ataques de los ingleses á Puerto-Rico y Tenerife. Verdad es que en estos últimos salieron ellos escarmentados, y triunfantes y con honra nuestras armas, llevando el célebre Nelson en su cuerpo y por toda su vida la señal de lo que le había costado su malogrado arrojo: pero también lo es que muy al principio de la lucha nos arrebataron ya una de nuestras más importantes posesiones trasatlánticas, y que no podíamos contar ni en Europa ni en la India con punto seguro de las acometidas de la poderosa marina inglesa.

¿Qué compensación recibíamos entretanto de nuestra reciente amiga la Francia? En una sola cosa pusieron empeño y tomaron el más vivo interés nuestros reyes; en la indemnización que había de darse á su hermano el duque de Parma por los estados que la revolución le había arrebatado.

¿Y cómo se condujo con ellos el Directorio francés? A cambio de aquella indemnización, que al fin no se había de realizar, les pedía la cesión de la Luisiana y la Florida. Dignamente, preciso es hacerle justicia, rechazó proposición semejante el príncipe de la Paz.-En las conferencias de Lille para la paz con Inglaterra, y en las de Udina para la paz con Austria, ninguna representación se dió á España á pesar de haber nombrado sus plenipotenciarios, so pretexto de arreglarlo solas entre sí las potencias contratantes. Y en todo este período desde la guerra contra la Gran Bre taña hasta la paz de Campo-Formio, ningún provecho sacó España de su alianza ofensiva y defensiva con la república, sino las pérdidas y desastres que hemos enumerado, desaires inmerecidos, y haber tenido que llevar nuestra escuadra á Brest á disposición y á las órdenes del gobierno francés.

La Providencia pareció haber dispuesto que el príncipe de la Paz recibiera de la Francia misma la expiación del desacierto de su alianza con la república. El Directorio no le perdonó su guerra anterior, ni creyó nunca en la sinceridad de su reciente amistad. El Directorio tampoco podía perdonarle que Carlos IV y él mantuvieran una correspondencia íntima y afectuosa con los príncipes emigrados franceses: consecuencias naturales del monstruoso tratado de San Ildefonso, pelear unidas y en interés común las fuerzas de la monárquica España y las de la Francia republicana, mantener los monarcas españoles relaciones estrechas con los príncipes franceses que la revolución había expulsado, con esperanza de devolverles el trono que habían perdido.

Cierto que trabajaban ya por la caída del privado, la grandeza, el clero, todo el pueblo español; la primera no pudiendo tolerar ver remontado sobre todos los antiguos linajes y alcurnias, y próximo á entroncar con princesa de regia estirpe, á quien consideraba casi como plebeyo; el se gundo ofendido de la tendencia que en él había conservado á rebajar la influencia y preponderancia de la clase, y de cierta animadversión que en él advertía hacia el poder inquisitorial, al propio tiempo que de sus cos tumbres, que no eran ni ejemplo de moralidad ni modelo de recato; el pueblo, porque desde el origen y principio de su privanza se acostumbró á mirarle como al autor de todos los males, fuesen ó no hechura suya. Cierto, también, que los dos ministros, Jovellanos y Saavedra, que él mis mo había llevado al gobierno, creyeron acto patriótico preparar su caída, desconceptuándole mañosamente en el ánimo del monarca. Pero también lo es para nosotros que todos estos elementos interiores combinados no habrían bastado para derribar al valido sin el empuje y los esfuerzos del nuevo embajador de la república Truguet, que traía esta misión especial del Directorio, y no descansó hasta lograr la caída del príncipe, que como un gran triunfo participó á su gobierno por despacho y correo extraor dinario.

Por eso decimos que pareció providencial expiación la de Godoy, siendo su imprudente alianza con la república la hoya que él mismo se labró para hundirse en ella, si bien accidental y no definitivamente, y con todos los lenitivos con que puede endulzar un soberano el apartamiento de un ministro favorecido de quien siente á par del alma desprenderse (1798).

II

Hemos censurado á don Manuel Godoy por la indiscreta alianza que celebró con la república francesa, y no le relevamos de la responsabilidad de los compromisos, de los conflictos y calamidades que envolvía y había de traer á España el funesto tratado de San Ildefonso. Pero hemos de ser igualmente justos y severos con todos.

¿Cuál fué la política del ministerio que reemplazó al príncipe de la Paz? ¿Enmendó el desacierto de su antecesor? Desconsuela recordar la sumisa actitud, la afanosa complacencia del ministerio Saavedra con el Directorio francés. Las exigencias, las indicaciones, hasta los caprichos del embajador de la república en España eran apresuradamente ejecutados y cumplidos como si fuesen preceptos para el nuevo gobierno de Carlos IV: y el nuevo embajador español cerca de la república, escogido como el más agradable al Directorio, comenzó halagando aquel gobierno con tan lisonjeras frases y promesas, que nada le dejó que desear, y habría sido inmoderada codicia pedir más seguridades y prendas de adhesión.

¿De qué sirvió que el mismo embajador Azara procurase después con oportunos avisos y consejos á los directores librar á la Francia de la segunda coalición europea? Los directores le desoyeron, la guerra sobrevino, y España fué también víctima de esta lucha, tomándonos los ingleses á Menorca, pérdida más lamentable todavía que la de la Trinidad.-Durante el ministerio que reemplazó á Godoy vió Carlos IV á su hermano Fernando lanzado y desposeído del trono de Nápoles por las armas de la repúbli ca francesa su aliada. Si arrebatado, desacordado y loco anduvo el rey de las Dos Sicilias en retar el poder gigantesco de la Francia, desacordado y ciego anduvo el rey de España en ver con fría indiferencia, si acaso no con fruición, sustituir la república Parthenópea al trono de un Borbón y de un hermano. ¡Fenómeno singular el de un monarca que había ido más allá que todos los soberanos de Europa en interés y en esfuerzos por sal var el trono y la vida de Luis XVI de Francia, y ahora estaba siendo el aliado sumiso, el amigo íntimo de aquella misma república que iba derrumbando los solios y acabando con todos los príncipes de su estirpe y linaje!

¿Sería la codicia? ¿sería la ambición la causa de esta ceguera de Carlos IV? Tentación daba á pensar así, aun á los que conocían su corazón bondadoso, al verle reclamar del Directorio el reconocimiento de sus dere chos al trono vacante de Nápoles, y mostrar aspiraciones á sentar en él uno de sus hijos. Nueva y lastimosa ilusión, á que siguió un nuevo y lastimoso desengaño, una nueva y lastimosa expiación de aquella impru dente alianza: el Directorio sólo respondió á su reclamación con una desdeñosa, ya que no digamos con una sarcástica sonrisa. Y abusando de tan admirable sumisión y docilidad, atrevióse á lo que rara vez ha osado el más poderoso con el más débil gobierno; atrevióse á indicar al buen monarca español que cambiara el ministro de Estado, que no era de su gusto, por otro que le significaba y era más de su agrado.

Trabajaban todas las demás potencias por separarnos de Francia, y nos halagaban para que entrásemos con ellas en la coalición. Rusia nos

ofrecía hombres, naves y dinero. Nosotros, cada vez más apegados á la Francia, como por un talismán misterioso, como por una fuerza de atrac ción irresistible, desairamos á todas las potencias, y predispusimos á Rusia á que nos declarara la guerra en vez de la amistad con que nos había estado brindando. Era la ocasión en que la fortuna parecía haber vuelto la espalda á la república francesa; en que la segunda coalición europea la abrumaba con sus triunfos, destrozaba sus ejércitos en Alemania y en Italia, y le arrebataba sus anteriores conquistas. Era la ocasión en que, con motivo de aquellas derrotas, de que se culpaba como siempre al gobierno, levantaba otra vez la anarquía su feroz cabeza en el seno del pueblo francés: era la ocasión en que los realistas y los patriotas, los terroristas y los reaccionarios, la imprenta, los consejos, el Directorio, los clubs, los jacobinos, los constitucionales, todos irritados, luchaban y se destrozaban en tre sí: era la ocasión en que vencida la república fuera, y desgarrada dentro, se andaba buscando quien pudiera salvar la Francia. ¿Quién la habría salvado si España se hubiera unido á la coalición? Empeñóse, no obstante, en ser su sola y única amiga. El agradecimiento á esta sola y única amiga era proponerse en algún club que se hiciera de la monarquía española una república hispánica. ¡Y aun continuaban cerrados los ojos de Carlos IV y de su gobierno!

La Francia, la afortunada Francia, que en las más desesperadas crisis, en los momentos de mayor conflicto, en los trances en que se ve más amenazada de disolución, encuentra siempre un genio que la salva y vivifica; ¡singular privilegio que parece haber otorgado la Providencia á esta inquieta nación, y causa quizá de su facilidad en entregarse á peligrosas inquietudes! encontró también ahora la cabeza y la espada que necesitaba y andaba buscando. Aparecióse de improviso en el suelo francés ese genio salvador, viniendo de incógnito de los abrasados arenales de Egipto, donde había dado á la Francia glorias que ignoraba y habían de asombrar al mundo, y donde él había ignorado que la Francia estaba á punto de perecer en Europa cuando la estaba engrandeciendo en Asia. Sorprende la aparición de Bonaparte en París, como la de un meteoro que la ciencia no ha pronosticado. El vencedor de las Pirámides encuentra la república en disolución; pregónase que ha parecido la cabeza y la espada; todos los elementos de acción se agrupan en torno de ella, cada cual con su espe ranza y su designio: Bonaparte da el memorable golpe del 18 brumario, cambia el gobierno de la Francia, hácese cónsul y salva la república.

¿Cómo encontró Bonaparte las relaciones entre la monarquía española y la república francesa? Duele recordarlo, pero la severidad histórica obliga á decirlo. Monarca y ministros lo habían sacrificado todo á aquella alianza desdichada. Nuestras escuadras se movían según las órdenes de París, y nuestros navíos de guerra eran enviados á las costas de Europa ó á las islas de América, al Océano ó al Mediterráneo, donde el gobierno francés lo disponía; no importaba ignorar el objeto de la expedición con tal que lo supiera el Directorio, y una vez que Carlos IV reclamó el regresɔ de una de nuestras flotas á puerto español, enojóse tanto el gobierno de nuestra buena aliada, que para hacerle desarrugar el ceño escribió Carlos á sus grandes amigos (que así llamaba á los directores) aquella

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