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Llegado el día de cerrarse las cortes, 30 de junio (1822), el rey asistió á la sesión de clausura con la ceremonia y el aparato de costumbre. Notóse ya frialdad y falta de entusiasmo, así en la carrera como en el recinto del Congreso. En el discurso de despedida era natural decir algo de los últimos acontecimientos, y esto lo hizo el rey en el penúltimo párrafo en los términos siguientes: «Me es sumamente doloroso que el fuego de la insurrección haya prendido en las provincias que componían la antigua Cataluña: pero á pesar de que la pobreza de algunos distritos y la sencillez de sus habitantes les hacen servir de instrumento y de víctima de la más delincuente seducción, el buen espíritu que reina en todas las capitales y villas industriosas, el denuedo del ejército permanente, el entusiasmo de las milicias, y la buena disposición que muestran en general los pueblos al ver comprometidos en una misma lucha su libertad y sus hogares, todo contribuye á infundirme la justa confianza de ver frustradas las maquinaciones de los malévolos, desengañados á los ilusos, y confirmada con esta nueva prueba la firmeza del régimen constitucional. » Era el lenguaje de siempre en aquel sitio. No ofreció nada de notable la contestación del presidente, el cual declaró en seguida cerradas las sesiones de las cortes. Fría la despedida que se hizo al rey, como lo había sido el recibimiento, el público no se mostró con él á la salida más afectuoso ni más galante que los diputados.

Notáronse ya en la carrera síntomas de mala inteligencia entre la tropa que la formaba y el paisanaje, y al llegar á palacio mezcláronse los vivas al rey absoluto, que salían de los labios de algunos soldados, con los que daban otros á Riego y á la Constitución, sobreviniendo á los pocos momentos reñidos choques entre soldados y milicianos, de que resultaron varios heridos, y hasta algún muerto. Principio y señal de gravísimos disturbios, que con no poca pena habremos de referir en otro capítulo, ter- · minando el presente, según nos habíamos propuesto, tan pronto como concluyera la legislatura con que le comenzamos.

con hijos mayores de doce años, entendiéndose por no propietario el vecino que teniendo tierras no igualen su valor al de una de las suertes que se han de repartir, ó teniendo ganados no sean de más valor. Si aun sobrasen tierras, se dará cuenta de ello á las cortes después de haber hecho los repartos.

CAPÍTULO XI

EL SIETE DE JULIO.-1822

Asesinato de Landáburu.-Consternación que produce.-Alarma en la población.Patrullas.-Síntomas de rompimiento serio.-Cuatro batallones de la Guardia real salen de noche de Madrid.-Actitud de la guarnición y Milicia.-El batallón Sagrado.-Los Guardias del servicio de palacio.-Sitúanse en el Pardo los batallones insurrectos. Situación del ministerio y del ayuntamiento.-El general Morillo.Planes en palacio.-Representación de diputados á la diputación permanente.Nota al Consejo de Estado.-Tratos con los sediciosos.-Faltan al convenio.-Con. ducta del rey.- Dimisión de los ministros, no admitida. - Invaden los Guardias de noche la capital.-Primer encuentro.-Salen rechazados y escarmentados de la plaza Mayor.-Heroica decisión de la milicia.- Se acogen los Guardias á la plaza de Palacio. Se ven cercados.-Se acuerda su desarme.-Desobedecen y salen huyendo de Madrid. -Son perseguidos y acuchillados. - Sensatez y moderación del pueblo de Madrid.—Importancia de los sucesos del 7 de julio.—Contestaciones entre el cuerpo diplomático y el ministro de Estado.-Reiteran los ministros sus dimisiones.-Pide su separación el ayuntamiento.-Consulta el rey al Consejo de Estado. Contestación de este cuerpo.- Prohíbese el Trúgala y los vivas á Riego.— Cambio de ministerio.-San Miguel.

En el orden político, como en el mundo físico, y como en la vida social, y hasta en las intimidades de la vida doméstica, cuando soplan los vientos de la discordia, y en vez de emplear para detenerlos ó templarlos los medios que la prudencia y la necesidad aconsejan, los aviva la pasión y los arrecia y empuja el resentimiento, no puede esperarse sino conflic tos, y choques, y perturbaciones graves. Tampoco del estado político de la nación y de la intolerante y apasionada conducta de los partidos, que en el precedente capítulo acabamos de bosquejar, se podía esperar otra cosa que perturbaciones, choques y conflictos lastimosos. De ello, como apuntamos, era síntoma la actitud nada tranquilizadora que en tropa y pueblo se advirtió la tarde misma que se cerraron las cortes, y fué principio la refriega que ocurrió al regreso y entrada del rey en palacio.

Aquella misma tarde los destacamentos que hacían el servicio del regio alcázar, á más de obligar al pueblo con ásperas maneras y ademanes hostiles á desalojar el altillo que dominaba la plazuela, entregáronse á dispu tas acaloradas y á actos de indisciplina, no sin que por lo menos algunos oficiales trataran de enfrenarlos. Y como entre éstos el teniente don Ma merto Landáburu, que pasaba por exaitado, desenvainase el sable para hacer á los soldados entrar en su deber, tres de ellos le dispararon sus fusiles por la espalda, cayendo el infeliz sin vida y salpicando su sangre el vestíbulo del palacio mismo. Se formó inmediatamente la guarnición, la milicia voluntaria empuñó las armas, se situó en las plazas de la Constitución y de la Villa, fuertes patrullas recorrían las calles, y la diputación permanente de cortes, el Consejo de Estado, la Diputación provincial y el Ayuntamiento se reunieron para deliberar. Mas no habiendo ocurrido otro suceso, fuéronse calmando un tanto los ánimos, la milicia se retiró á

sus hogares, continuaron las patrullas, y el ministro de la Guerra mandó formar causa á los asesinos de Landáburu (1).

La luz del siguiente día encontró las cosas en el mismo estado. Las patrullas continuaban; las tropas en sus cuarteles; en los suyos también los cuatro batallones de la guardia real; y los dos que hacían el servicio de palacio permanecían en sus puestos. En medio de esta aparente calma, una ansiedad general dominaba los espíritus Casual ó meditado el choque de la víspera, augurábase un rompimiento serio y formal. Temíase todo de parte de la Guardia; un batallón de ésta se negó á cubrir el servicio del día, un piquete que iba al mando de un oficial se resistió á seguirle porque hacía tocar el himno de Riego, declarado por las cortes marcha de ordenanza. Todos eran indicios de una próxima sedición. Transcurrió no obstante todo el día sin alteración material, aunque en estado de alarma y de efervescencia, que se aumentó, cerrada la noche, tomando los guardias desafectos á la Constitución dentro de su cuartel una actitud desembozada, prorrumpiendo en gritos sediciosos, empuñando armas y banderas, formando con sus oficiales, y amenazando á los que entre éstos contrariaban su propósito y pasaban por de opuestas ideas. Propusieron al general Morillo que se pusiera á su cabeza, prometiendo obedecerle y seguirle: el general desechó la propuesta, pero sin combatir á los sediciosos. Quietos ellos en su cuartel, y como indecisos y perplejos sobre el modo de ejecutar su plan, dieron tiempo á que se apercibiera la población y á que se reunieran en el cuartel de artillería, frente á las caballerizas de palacio, oficia les, diputados, generales, entre éstos don Miguel de Álava, con alguna fuerza, inclusos oficiales y soldados de la Guardia que no habían querido entrar en la sedición, preparados todos al parecer á la defensa. Morillo corría de unos en otros, procurando evitar un rompimiento, pero siendo inútil su tentativa.

En tal estado, y á altas horas de la noche, dejando los guardias dos de sus batallones acampados en la plaza de palacio, salieron los cuatro restantes silenciosamente de Madrid; resolución extraña é incomprensible, pero acto ya de manifiesta y declarada insurrección. Súpose que se habían dirigido al real sitio del Pardo, á dos leguas escasas de la capital, y sentado allí sus reales. Ni se atinaba el designio que semejante movimiento envolviese, ni ellos parecían guiados sino por un inexplicable aturdimiento. Difundióse la agitación en Madrid, y se corrió á las armas, siendo el cuartel de artillería como el foco de la fuerza constitucional, cuyo mando se dió primeramente al general Álava, después á Ballesteros, pero declarando por último el jefe del cuartel que él no obedecería otras órdenes que las que emanaran de la autoridad superior legítima de Madrid, que era el capitán general don Pablo Morillo. Así amaneció el 2 de julio (1822), viéndose el singular espectáculo de dos fuerzas enemigas, observándose sin moverse, la una en la plaza de Palacio, la otra en el cuartel de artillería: Morillo mandando las dos fuerzas opuestas, la una como comandante de la guardia, la otra como capitán general: los ministros asis

(1) Se concedió á su viuda el sueldo entero que él disfrutaba, y se declaró que sus hijos serían educados á expensas de la nación. Fernando rubricó este decreto.

tiendo á palacio y despachando con el rey, y el rey ó cautivo de sus propios guardias, ó jefe y caudillo de la rebelión, que era lo que se tenía por más cierto.

Reunióse la corporación municipal, y comenzó á dictar por su parte medidas correspondientes á la situación. Congregóse mucha parte de la milicia en la plaza de la Constitución, como guardando la lápida, símbolo de la libertad; y en la de Santo Domingo se situó un destacamento, compuesto de oficiales retirados, de otros no agregados á cuerpo, y de patriotas armados, que tomaron el nombre de batallón sagrado, y cuyo mando se confirió á don Evaristo San Miguel. Pareció hacérsele insoportable á Morillo tal estado de cosas, y prometió públicamente ir á batir los insu rrectos, y salió en efecto llevando consigo el regimiento de caballería de Almansa, cuerpo que tenía fama de exaltado, y cuyos oficiales y sargentos pertenecían los más á las sociedades secretas, y así es que salió dando entusiasmados vivas á la libertad. Llegó Morillo con esta tropa al Pardo, habló y exhortó á los sediciosos, pero con extrañeza general volvióse sin batirlos ni atraerlos, esperando siempre componerlo todo por medio de arreglos. No es extraño por lo mismo que se hicieran muchos y muy encontrados comentarios sobre su conducta.

No era más definida, ni menos sujeta á interpretación la de los minis tros, y ya que planes de absolutismo no les atribuía nadie, tachábaselos por lo menos de inactivos. El ayuntamiento, calculando embarazada la acción ministerial, por estar los ministros encerrados en palacio é incomunicados con las demás autoridades hallándose interpuestos los dos batallones de la Guardia, les ofició reservadamente ofreciéndoles un asilo en la plaza de la Constitución y casa llamada de la Panadería, donde él funcionaba, y donde podrían deliberar más libremente como punto céntrico y defendido. Contestáronle los ministros agradeciendo su ofrecimiento, pero manifestando que su honor y su deber no les permitían en tan delicadas circunstancias abandonar su puesto natural y ordinario. La diputación permanente de cortes se veía acosada de unos y otros, y recibía represen taciones pidiendo remedio, como si fuera fácil cosa para ella ponérsele. Por su parte Riego, que hallándose fuera de Madrid con licencia vino al ruido de los acontecimientos, quiso con su acostumbrada fogosidad excitar á otros y lanzarse él mismo á la pelea, entrando con este motivo en contestaciones agrias con Morillo, que no le castigó por consideración á su carácter de diputado (1). Mostrábase el general Morillo, conde de Cartagena, tan enemigo del despotismo como de la anarquía, y tan aborreci bles eran para él los partidarios ciegos del uno como los que con sus exageraciones traían la otra.

(1) Cuéntase que habiéndole propuesto Riego atacar la guardia real, le preguntó con cierta irónica sourisa: «¿Y quién es usted?-Soy, le respondió aquél, el diputado Riego. Pues si es usted el diputado Riego, vaya usted al Congreso, que aquí nada tiene que hacer.» Y le volvió la espalda. Que entonces Riego dijo á sus amigos: «La libertad se pierde hoy; estamos rodeados de precipicios.» Añádese que estas palabras hicieron correr entre los milicianos la voz de que los vendían, pero que el conde de Cartagena se mostraba superior á todos estos rumores y alarmas.

Llegó en tal estado la noticia de haberse sublevado en Castro de Río, provincia de Córdoba, la brigada de carabineros reales en el mismo sentido que los guardias del Pardo, y que el batallón provincial de aquella capital, sabedor de la rebelión de los carabineros, imitando á los de Madrid, se había salido de la ciudad á unir sus banderas á las de los rebeldes, con muerte del capitán de la milicia nacional que se hallaba de guardia á la puerta, é intentó impedirles la salida. Envalentonáronse con esto los partidarios de la insurrección en la corte, que eran muchos, y pasá banse días en este indefinible y lamentable estado. Mas lo que la voz pública señalaba como centro y foco de las tramas reaccionarias era la cámara real, y no se equivocaba en esto la voz pública; ni tampoco las encubrían y disimulaban mucho los imprudentes cortesanos, criados, azafatas y gente de la servidumbre, que llenaban las galerías y pasillos de palacio, haciendo alarde de agasajar á los sublevados, y celebrando la conjuración y jactándose de ayudarlos en ella. Dentro de la cámara, rodeado el rey y como escudado por el cuerpo diplomático extranjero, aprovechábanse de las circunstancias los embajadores, y principalmente el de Francia, conde de Lagarde, para dar al movimiento el curso y giro que convenía á los designios de aquella corte, que eran siempre los de reformar el código de 1812. El rey no los contrariaba, sin perjuicio de entenderse, á espaldas de los embajadores de sus aliados, con los que iban francamente al restablecimiento completo del absolutismo, que á esto más que á lo otro le arrastraban sus simpatías, y este era su carácter, y tal era su manejo.

La diputación permanente de cortes se hallaba reunida desde el principio. A ella acudieron, como indicamos antes, los diputados en número de cuarenta (3 de julio), con una vigorosa exposición en que decían: «Cuatro días há que la capital de las Españas es teatro de escenas aflictivas, y ve á S. M. y á su gobierno en medio de unos soldados rebelados. En tal caso, ni se observa que los ministros den señales de vida, ni que la diputación permanente se revista de la decisión necesaria para hacer frente á los peligros que la rodean y amenazan. Ya no es tiempo de contemplaciones. El rey, cercado de facciosos, no puede ejercer las facultades de rey constitucional de las Españas: sus ministros, en igual situación, no pueden gobernar el Estado: la diputación, sin una traición conocida, pierde la consideración de los pueblos. Tiempo es de salir de tan equívoca situación.-Los que suscriben, sólo ven dos caminos para salvar la patria, y ruegan á la diputación permanente que los adopte, á saber: ó pedir á Su Majestad y á los ministros que vengan á las filas de los leales, ó declararlos en cautividad, y proveer al gobierno de la nación por los medios que para tales casos la Constitución señala.-Si la diputación no accede á esta insinuación, los que suscriben protestan ante sus comitentes que no son responsables de los males que han ocurrido, y se aumentarán probablemente. Madrid, etc.»

El rey por su parte pasó aquel mismo día una orden al ministro de la Guerra, mandándole convocar para aquella tarde una junta, compuesta del ministerio, del Consejo de Estado, del jefe político, del capitán general y de los jefes de los cuerpos del ejército, en la cual había de exami

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