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diendo en ira y ansioso de venganza, y con la gente que de pronto pudo recoger arremetió á un escuadrón de los del prior que andaba talando el territorio de Illescas, y que á la vista de la pequeña hueste del obispo se refugió á un castillo fuerte, situado en la cumbre del cerro del Águila. Trepó tras ellos furioso el prelado por la áspera pendiente, pero no le ayudaron los suyos, que los más se quedaron á la falda de la eminencia. Siguiéronle, no obstante, los más resueltos, á los cuales hizo colocar con las bocas frente al baluarte algunas piezas de batir que llevaba, y que él mismo á veces disparaba con su mano y hacía resonar con estruendo. Allí pasó la noche al raso, y por la mañana halló que habían aportillado la fortaleza. Alentáronse con esto á subir los que á la falda del cerro estaban; mas cuando se preparaban á la acometida, yendo el sexagenario obispo delante de todos, acudieron los de dentro á un ingenioso artificio, que fué soltar de repente todas las cabezas de ganado, fruto de sus rapiñas, que allí tenían encerradas. El estrépito de las reses asustó á los soldados, de modo que creyéndose asaltados por numerosa falange enemiga, bajaron ó corriendo ó rodando por la ladera, y cuando se repusieron del susto, se dieron á recoger á porfía el ganado, sin cuidarse del castillo, poco solícitos de la victoria cuando tenían ya el botín. Sólo el impertérrito Acuña se quedó con unos pocos combatiendo el baluarte, hasta que las lluvias le obligaron á retirarse otra vez á Toledo para no perder la artillería.

El resultado afrentoso de esta jornada, junto con el escándalo de la tumultuaria promoción de Acuña al arzobispado de Toledo, produjeron en el espíritu público una mudanza desfavorable á la causa popular. Muchos de los comprometidos en ella se entibiaron ó se ladearon del todo. Los religiosos ya no exhortaban como antes á la defensa de las libertades del reino, sino que predicaban la paz: arrimábansele cada día partidarios al prior Zúñiga, y numerosas partidas realistas bloqueaban á Toledo, y casi la incomunicaban con las demás ciudades. El vecindario, sin embargo, se mantenía fogosamente decidido, y en venganza de los contratiempos de Mora y del cerro del Águila, incendiabá y destruía dentro y fuera, siempre que podía, pueblos, casas y haciendas de los desafectos.

Cada vez más entusiastas del obispo Acuña los toledanos, quisieron darle una nueva prueba de su estimación, haciendo que el cabildo sancionara y legitimara con su voto el nombramiento popular para la mitra primada. Un día se apostaron los más turbulentos en las calles contiguas á la catedral, y á la hora que los canónigos concurrían al santo templo, se iban apoderando de ellos individualmente, y los conducían y encerraban en la sala capitular. Cuando hubo ya número suficiente, presentáronse las turbas y exigieron la confirmación del nombramiento sin excusa ni réplica. Conservaron su dignidad los prebendados, y negaron con entereza, hasta los más pacatos y tímidos, tan injusta é incompetente demanda. Noticioso de esta resistencia el díscolo prelado, á instigación de sus parciales, depuso ya todo miramiento, y colocándose á la cabeza de los peticionarios, ultrajó de palabra á los capitulares. Cuanto más arreciaba el empeño de Acuña y de sus desatentados aclamadores, más inflexible se mantenía el cabildo. Treinta y seis horas duraron los debates, y todo este tiempo estuvieron los canónigos sin comer ni beber, sin que las conmina

ciones ni el material desfallecimiento quebrantaran su espíritu ni amansaran sus ánimos. Por último, aunque con repugnancia y de mal talante, los puso Acuña en libertad, no sin darse el placer efímero y pueril de engalanarse con las vestiduras y atributos arzobispales, de que tan poco tiempo, por fortuna y para honra de la Iglesia española, había de gozar.

Semejantes excesos de parte del más fogoso sostenedor de la causa de las comunidades, hubieran bastado para desnaturalizarla y perderla, si ya por otra parte no le estuviera amagando el último golpe, no en el claustro de una iglesia y en la persona de un prelado bullicioso y desaconsejado, sino en los campos de batalla y en la persona de un capitán esforzado y generoso, lo cual nos conduce á referir lo que pasaba allá por donde hemos dejado á Juan de Padilla (1).

(1) Maldonado, lib. VI.-Mejía, lib. II, cap. xv.-Sepúlveda, lib. IV.-Sandoval, libro IX.-Mártir de Angleria, epist. 719.

Ocúrrenos, con motivo del bárbaro incendio de la iglesia de Mora, una reflexión bien triste, y que en vano querríamos apartar de nuestra imaginación.

En la guerra de las comunidades, los eclesiásticos que tomaron parte en pro ó en contra, ya con la predicación ó con las negociaciones, ya con las armas en la mano, excedieron á todos en exaltación, en fogosidad y en reprobadas y criminales acciones. Entre otros muchos que pudiéramos nombrar citaremos sólo los siguientes:

Fray Antonio de Guevara, partidario de los imperiales, más amigo del mundo que del claustro, por más que predicaba las ventajas y excelencias del retiro; más palaciego que religioso, por más que reprendía los vicios de la corte; orgulloso de su cuna aristocrática y despreciador del pueblo, por más que hiciera profesión de humilde; hombre que no carecía de erudición, aunque indigesta y de mal gusto, fué el que preparó, instigó y negoció en Villabráxima la traición de don Pedro Girón á la causa de los comuneros. Este famoso franciscano, intrigante infatigable y realista furibundo, en sus cartas al obispo Acuña, á Padilla, á la esposa de éste doña María Pacheco, y á otros personajes, exhortándolos á que abandonaran la causa de la comunidad, usaba siempre de un lenguaje el más destemplado, el más violento y grosero que puede salir de la boca ó de la pluma del hombre más deslenguado. Omitiendo las insultantes frases de sus escritos á los jefes del movimiento popular, sirva de muestra de su impudencia, de su grosería y de su encono la manera como trataba á la esposa de Padilla, sin considerar siquiera que escribía á una señora, y señora de tan noble cuna y limpia sangre como pudiera serlo cualquiera otra. «Si las historias (le decía en una ocasión) no nos engañan, Mamea fué superba, Medea fué cruel, Marcia fué envidiosa, Populia fué impúdica, Zenobia fué impaciente, Helena fué inverecunda, Macrina fué incierta, Mirtha fué maliciosa, Domicia fué mal sobria; mas de ninguna he leído que sea desleal y traidora sino vos, señora, que negasteis la fidelidad que debíades y la sangre que teníades...>> «Suelen ser (le decía luego) las mujeres piadosas, y vos, señora, sois cruel; suelen ser mansas, y vos, señora, brava; suelen ser pacíficas, y vos sois revoltosa; y aun suelen ser cobardes, y vois sois atrevida...» Así, poco más o menos, en todas las cartas.

Por el contrario, el dominico Fr. Pablo de Villegas, comunero acérrimo, uno de los enviados por la Santa Junta al emperador con el Memorial de Capítulos, cuando volvió de Flandes y vió que se andaba en tratos de concordia y de paz, lleno de indignación, y como le pinta un escritor de nuestros días, «saliéndosele de las órbitas los ojos, pálido el semblante y trémulo de ira,» pronunció en las conferencias los más vehementes y coléricos discursos contra toda idea de paz, de tregua ó de transacción. Peroraba á los corrillos en las calles, concitaba á las turbas y provocaba á tumultos. El padre Villegas proclamaba la guerra á todo trance hasta acabar con todos los nobles, y quedar los comuneros y los procuradores de la Junta dueños únicos y absolutos de Castilla.

CAPÍTULO V

VILLALAR

1521

Justas reclamaciones de las ciudades.-Falta de dirección en el movimiento.-Cómo se malograron sus elementos de triunfo.-Errores de la Junta y de los caudillos militares.-Dañosa inacción de Padilla en Torrelobaton.-Cómo se aprovecharon de ella los gobernadores.-Célebre jornada de Villalar, desastrosa para los comuneros.-Prisión y sentencia contra Padilla, Bravo y Maldonado.-Ultimos momentos de Juan de Padilla.-Suplicios. - Sumisión de Valladolid y de las demás ciudades. -Dispersión de la junta.-Derrota del conde de Salvatierra.-Rasgo patriótico de los comuneros vencidos.

Con dificultad causa alguna política habrá sido más popular, ni contado con más elementos de triunfo que la de las comunidades de Castilla. Por desgracia eran sobradamente ciertos los desafueros y agravios de que los castellanos se quejaban; asaltado habían visto su reino, esquilmado y empobrecido por una turba de extranjeros, sedientos de oro y codiciosos de mando, que les arrebataron voraces sus riquezas y sus empleos: el rey, de quien esperaban la reparación de tantos agravios, desoyó sus quejas, menospreció sus costumbres, holló sus fueros y atropelló sus libertades; al poco tiempo los abandonó para ir á ceñir sus sienes con una corona imperial en apartadas regiones, dejando á Castilla, á cambio de los agasajos que había recibido, un exorbitante impuesto extraordinario, un gobernador extranjero y débil, y unos procuradores corrompidos. Si alguna vez hay razón y justicia para estos sacudimientos populares, tal vez ninguna revolución podía justificarse tanto como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado en demanda de la reparación

El incendio de la iglesia de Mora, donde se hallaba encerrada toda una población, la mortandad de más de tres mil personas, entre ellas una gran parte ancianos decrépitos, débiles mujeres é inocentes párvulos, aplastadas por los escombros ó derretidas por las llamas, tragedia horrible, propia sólo de los tiempos de la mayor barbarie, ordenada por el prior de San Juan don Antonio de Zúñiga, revela harto tristemente toda la negrura de alma de este caudillo de los imperiales.

No tuvieron los comuneros entre todos sus capitanes y caudillos uno que igualara en decisión, en energía, y en entusiasmo por su causa al obispo de Zamora. Abominable en su conducta como prelado de la Iglesia, pero sin ser cruel como su competidor el prior Zúñiga, era Acuña, como comunero, más exaltado, más fogoso, más avanzado, más comunero en fin que el mismo Padilla. De seguro sus ideas en punto á libertad iban más adelante que las de todos los castellanos, y si él hubiera sido el intérprete de la Junta no hubiera mostrado tanto respeto como aquélla mostraba en todos sus memoriales y escritos á la autoridad del emperador.

Lo mismo pudiéramos decir en menor escala de otros eclesiásticos que militaban en los dos opuestos bandos, y duélenos por lo mismo observar que los hombres de la Iglesia fuesen los más apasionados y más fogosos en cuestiones políticas y en contiendas profanas.

de las ofensas todos los medios legales que la razón y el derecho natural y divino conceden á los oprimidos contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y menospreciados. El levantamiento no fué resultado de una conjuración clandestina, ni producto de un plan hábil y maliciosamente fraguado. Fué un arranque de despecho, fué la explosión de la ira popular por mucho tiempo provocada; y si una ciudad tomó la iniciativa, su excitación no necesitó de grande esfuerzo, y apenas logró ser la primera, porque una tras otra se fueron las demás alzando, toda vez que en casi todas dominaba el mismo espíritu; y el movimiento fué tan espontáneo, que se acercó á la simultaneidad, y tan uniforme, que parecía combinado sin que precediera combinación. El grito era el mismo en todas partes: venganza y castigo de los procuradores que se habían prestado al soborno, y habían sobrecargado al pueblo faltando á los poderes é instrucciones recibidas de sus ciudades; que no gobernaran extranjeros; que los empleos de que se habían apoderado volvieran á ser desempeñados por españoles; que cesara la extracción del dinero á Flandes que tenía agotado el tesoro y empobrecido el reino; que se guardaran las leyes, costumbres, fueros y libertades de Castilla; que el rey otorgara y cumpliera los capítulos presentados en las cortes por las ciudades; que volvieran las cosas al estado en que las dejó la reina Católica; que el monarca residiera en el reino. Ni una palabra contra la autoridad real, ni un pensamiento de menoscabar las atribuciones que daban á la corona las leyes de Castilla.

Mancharon y afearon el movimiento en su principio los desórdenes, desmanes y crímenes, las escenas sangrientas que de ordinario acompañan al desbordamiento de las masas en los sacudimientos populares, y que si hacen mirar con justo horror y fundado estremecimiento estas revoluciones, son al propio tiempo un cargo terrible para los que abusando del supremo poder, ú obcecados no las evitan, ó á sabiendas las provocan. En los primeros movimientos todos los excesos que cometían los amotinados eran producidos por una irritación patriótica, que los conducía y arrastraba á ensañarse con los que llamaban traidores; ahorcaban tumultuariamente los procuradores desleales, incendiaban sus casas y alhajas y destruían sus haciendas, pero no robaban; gentes muchas de ellas pobres y de humilde cuna, aun sin el freno de la educación ni de la autoridad, no se mostraban codiciosos de lo ajeno, antes bien gozaban en ver consumirse por las llamas lo mismo de que se podrían aprovechar: eran enconados vengadores de los que habían ultrajado sus derechos, no arrebatadores de los bienes de otros. Pero prolongada la lucha, y pasado el primer fervor patriótico, todos saqueaban ya y pillaban cuanto podían, así los comuneros como los imperiales, sin que los defensores del rey y de la nobleza tuvieran en este punto nada que echar en rostro á la soldadesca del pueblo; y entre unos y otros no había hacienda guardada ni segura, ni en yermo, ni en caminos, ni en poblado. Era insoportable la situación de Castilla. Achaque y paradero común de las revoluciones, aun de las de origen más legítimo.

Indudablemente los comuneros en un principio, y por bastante tiempo, fueron dueños de la fuerza física y moral, y pudieron en muchas ocasio

nes triunfar por completo de sus adversarios. Además de la justicia de sus reclamaciones y de estar animadas de un mismo espíritu casi todas las ciudades y poblaciones castellanas, erraría grandemente el que creyera que sólo había entrado en el movimiento la plebe, los menestrales, y gente menuda y de oficios mecánicos. Abrazaron la causa de las comunidades, eclesiásticos de todas categorías, religiosos de virtud y de ciencia, jurisconsultos doctos y graves, hombres acaudalados, honrados aunque humildes artesanos: y de entre los mismos magnates y próceres algunos se adhirieron, y otros guardaban neutralidad en expectativa del desenlace. Suya era también la fuerza material. Soldados tenían para la guerra en triple número que sus contrarios, y de cualquier descalabro podían reponerse fácilmente los comuneros con los contingentes que gustosa y espontáneamente aprontaban las ciudades confederadas. Mientras, ausente á larga distancia el rey, extranjero y de poca expedición su lugarteniente, sin prestigio el consejo, menguadas las rentas, el impuesto sin cobrar, escasas las tropas y enemigo el país, con pocos recursos podían contar los delegados del emperador para contener el torrente revolucionario. Así que, en los dos ataques que los imperiales intentaron contra dos importantes poblaciones, Segovia y Medina, cometieron atrocidades y horrores, pero quedaron derrotados; y sus dos caudillos, el magistrado cruel y el general incendiario, Ronquillo y Fonseca, tuvieron que huir á Flandes á exponer al rey Carlos su bochornosa impotencia y sus infructuosas crueldades.

¿Cómo, pues, siendo tan popular y contando con tantas probabilidades de triunfo la causa de los comuneros, llegó á la peligrosa decadencia que dejamos apuntada en el anterior capítulo, y que veremos consumarse en el presente?

Las causas más populares, los movimientos más espontáneos y robustos flaquean y se malogran, cuando no se les da una dirección atinada, cuando carecen de un jefe hábil, discreto, político, que poniéndose á la altura de los acontecimientos, y como quien dice dominándolos, sepa enderezarlos y conducirlos á término feliz. De faltar esta dirección al movimiento de las ciudades de Castilla se vieron sobradas pruebas en todo el trascurso de la contienda. Valerosos é intrépidos los populares para pelear y vencer, no era su habilidad saber aprovecharse de la victoria. Padilla mismo, capitán esforzado, cumplido caballero, patricio excelente, querido de los pueblos por su decisión y por sus prendas de alma y de cuerpo, hubiera sido un buen ejecutor, pero no era un hombre de dirección, de gobierno. ni de planes que exigieran combinaciones. Acertado en apoderarse de Tordesillas, residencia de la reina doña Juana, cuyo nombre no dejaba de dar cierta autorización al gobierno de la comunidad, él y la Santa Junta erraron en asentarse en una villa tan expuesta á un golpe de mano como el que sufrió después, y no fué más disculpable error el no haber tomado y guarnecido á Simancas; omisión funesta que proporcionó á los imperiales un punto de apoyo, del cual ya no hubo medio de desalojarlos, y desde el que molestaban á mansalva á los comuneros, cortando su línea de operaciones y siendo un perpetuo estorbo para todos sus planes.

TOMO VIII

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