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no es extraño; porque menos difícil parecía averiguar cómo teniendo todos los hombres un mismo origen, se habían segregado, y en qué época, y de qué manera, las razas pobladoras de les dos mundos, y sin embargo, á pesar de tantas y tan exquisitas investigaciones geológicas, históricas y filosóficas, aun no se ha logrado sacar este punto de la esfera de las verdades desconocidas, aun no se cuenta en el número de los hechos incuestionables.

Es cierto que el siglo XV fué destinado para que se hiciera en él el descubrimiento de este mundo que impropiamente se llamó nuevo, sólo porque hasta entonces no se había conocido. Los hombres de aquel siglo se hallaban preparados para este grande acontecimiento sin saberlo ellos. mismos. Sentíase una general tendencia á descubrir nuevas regiones; un instinto secreto inclinaba á los hombres á inventar y extender las relaciones y los medios de comunicación; el espíritu público parecía como empujado por una fuerza misteriosa hacia los adelantos industriales y mer. cantiles; había hecho grandes progresos la náutica: se habían descubierto la brújula y la imprenta. ¿Para qué eran estos dos poderosos elementos, capaces por sí solos de trasmitir los conocimientos humanos y derramarlos por los pueblos más apartados del globo? Los hombres de aquel tiempo no lo sabían. Lo sabía solamente el que prepara secreta é insensiblemente la humanidad cuando quiere obrar una gran trasformación en el mundo por medio de los hombres mismos.

Pero hubo uno entre ellos, ingenio privilegiado, que alcanzó más que todos, y que á través de las nieblas en que se envolvían todavía los conocimientos geográficos, á favor de un destello de su claro entendimiento que se asemejaba á la luz de la revelación, comprendió la posibilidad de atravesar los mares de Occidente, y de poner en comunicación el mundo conocido con el desconocido. Hombre de ciencia y de fe, de creencias y de convicciones, de religión y de cálculo, estudia á Dios en la naturaleza, levanta el pensamiento al cielo y penetra en los misterios de la tierra, medita en la obra de la creación, y trazando mapas con su mano descubre que falta conocer la mitad del globo terrestre. Convencido más cada día de la posibilidad del descubrimiento, fijo y constante años y años en esta idea, trató de realizarla; pero necesitaba de recursos y se encontró pobre; sacó su idea al mercado público, ofreciendo la posesión de inmensos reinos al que le diera algunas naves y le prestara algunos escudos; pero los igno. rantes no le comprendieron y le despreciaron, los príncipes le tomaron por un engañador y le cerraron sus oídos y sus arcas, los llamados sabios dijeron que deliraba y se burlaron, y el hombre de genio no se desalentó, porque tenía fe en Dios y en su ciencia, aunque faltaran fe y ciencia á los demás hombres.

Nada permite Dios sin algún fin, y fué necesario que Colón encontrara sordos á los soberanos á quienes propuso su pensamiento, para que una secreta inspiración le moviera á acudir á la única potestad de la tierra capaz de comprenderle; y fué conveniente que el mundo supiera que el cosmógrafo genovés había implorado en vano la protección de otros monarcas, para que resaltara más la acogida que había de encontrar en la reina de Castilla.

Si el que había concebido una empresa al parecer temeraria por lo inmensa, é inverosímil por lo grandiosa, necesitaba de fe y de corazón, ¿quién podía creer y proteger al autor, y aceptar y prohijar su designio, sino quien tuviera tanta fe como él y tan gran corazón como él, y tan gran alma como él? Cristóbal Colón necesitaba una Isabel de Castilla, y sólo Isabel de Castilla merecía un Cristóbal Colón. Los genios se necesitaron, se merecieron y se encontraron.

Es imposible dejar de ver en la venida de Colón á Castilla algo más que el viaje de un aventurero. Un navegante de profesión caminando á pie por la tierra sin otro equipaje que las sandalias del apóstol y el báculo del peregrino, con unas cartas geográficas debajo del brazo, seguramente debió parecer ó un mentecato ó un profeta. El que iba á hacer el presente de un mundo entero tuvo que pedir un pan de caridad para sí y para su hijo á la portería de una solitaria casa religiosa, porque quien había de enviar flotas de oro y plata de las regiones que pensaba descubrir no llevaba en su bolsa un solo escudo. Y sin embargo, pobre y extranjero como era, halló en aquella misma casa protectores generosos: la religión vino en auxilio del genio, y Colón, vencidas algunas dificultades, fué presentado á la reina Isabel..... ¡Momento solemne aquel en que por primera vez se pusieron en contacto los dos genios!

No era de esperar que Isabel comprendiera las razones científicas en que Colón apoyaba su teoría, y con que desenvolvía su sistema: pero el talento y la penetración que se revelaba en la fisonomía del hombre, el fuego y la elocuencia con que se expresaba, la fe ardiente que se descubría en su corazón, la convicción de que se mostraba poseído, y algo de simpático que hay siempre entre las grandes almas, todo cooperó á que la reina viera en el humilde extranjero al hombre inspirado, y tal vez al instrumento de la Divinidad para la ejecución de una grande obra. Si entonces no adoptó todavía de lleno su proyecto, le acogió al menos con benevolencia. Isabel nunca tuvo á Colón por un extravagante ó un iluso, y el marino genovés había encontrado quien por lo menos no le menospreciara. ¿Extrañaremos que tuviera que ejercitar todavía su paciencia por espacio de ocho años, alternando entre dificultades, obstáculos, consultas, dilaciones, zozobras, negativas y esperanzas? Nunca una gran verdad ha triunfado en el mundo de repente; y además la ocasión en que Colón había venido á Castilla no era la más oportuna para la realización de sus planes. ¿Pero fueron perdidos estos ocho años? En este intervalo Colón recibió consideraciones y favores de los reyes de España, entró á su servicio, contrajo relaciones y amistades útiles, halló á quien consagrar su corazón y sus más íntimas afecciones, su segundo hijo nació en Castilla, y al cabo de ocho años Colón había dejado de ser extranjero en España, y el genovés se había hecho castellano.

Este fué el momento en que Isabel prohijó de lleno la empresa de Colón; entonces fué cuando pronunció aquellas memorables palabras: «Yo tomaré esta empresa á cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir á sus gastos.» Palabras sublimes, que no hubiera podido pronunciar cuando tenía sus joyas empeñadas para los gastos de la guerra de los moros. Entonces fué cuando le

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dijo: «Anda y descubre esas regiones desconocidas, y lleva el cristianismo. civilizador del otro lado de los mares, y difunde la fe divina entre los desgraciados habitantes de esta parte ignorada del universo.» Palabras grandiosas, que Isabel no había podido proferir hasta asegurar el triunfo del cristianismo en España, y hasta arrojar á los infieles de sus naturales y hereditarios dominios.

Adoptada y protegida la empresa por Isabel, pronto iba á saberse si el proyectista era en efecto un visionario digno de lástima, ó si era el más sabio y el más calculista de los hombres. Seguido de un puñado de atrevidos aventureros, el náutico genovés se lanza en tres frágiles leños por los desconocidos mares de Occidente. «¡ Pobre temerario!» quedaban diciendo España y Europa. Y Colón, lleno de fe en su Dios y en su ciencia, en sus mapas y en su brújula, no decía más que: «¡Adelante!» España y Europa suponían, pero ignoraban sus peligros y trabajos, sus conflictos y penalidades. ¿Qué habrá sido del pobre aventurero?

Trascurridos algunos meses volvió el aventurero á España á dar la respuesta. Nada necesitó decir. La respuesta la daban por él los habitantes y los objetos que consigo traía de las regiones trasatlánticas en que nadie había creído. El testimonio no admitía dudas. ¡ El Nuevo Mundo había sido descubierto! El miserable visionario, el desdeñado de los doctos, el rechazado por los monarcas, el peregrino de la tierra, el mendigo del convento de la Rábida era el más insigne cosmógrafo, el gran almirante de los mares de Occidente, el virrey de Indias, el más envidiable y el más esclarecido de los mortales. España y Europa se quedaron absortas, y para que en este extraordinario acontecimiento todo fuese singular, asombró á los sabios aún más que á los ignorantes.

La unidad del globo ha comenzado á realizarse; la humanidad entera ha empezado á entrar en comunicación. Ya se comprendió por qué habían sido inventadas la brújula y la imprenta; porque era menester hallar caminos seguros por entre las inmensidades del Océano para poner en relación á los moradores de remotísimas tierras; porque era necesario un medio rápido y fácil para trasmitir y difundir los conocimientos humanos del mundo antiguo á los pobladores de las apartadísimas regiones del nuevo universo. Si más adelante el vapor acorta estas inmensas distancias; si andando el tiempo la electricidad las hace casi desaparecer, progresos serán del entendimiento humano, y en ello no hará sino cumplirse la ley providencial de la unidad, la ley del progresivo mejoramiento social. Mas no se olvide que á España se debió el que se pusieran por primera vez en contacto las razas humanas de los que entonces se llamaron dos mundos y no eran sino uno solo. Si con el trascurso de los tiempos aquellas razas, entonces groseras é inciviles, se convierten en naciones cultas, y se emancipan, y progresan, y trasmiten á su vez al viejo mundo nuevos gérmenes de civilización, no hará sino cumplirse la ley providencial que destina al género humano de todos los países á comunicarse recíprocamente sus adelantos, síntoma consolador y anuncio lisonjero de la fraternidad universal. Mas no por eso España pierde su derecho á que no se olvide que le pertenece la primacía de haber llevado el principio civilizador al Nuevo Mundo.

Repite Colón sus viajes y multiplica los descubrimientos. En cada expedición se desplegan á sus ojos ricas y vastísimas islas, extensísimas y fértiles regiones, cuyos límites ni conoce entonces él mismo, ni será dado á nadie saber en largos años. Todas estas inmensas posesiones vienen á acrecentar los dominios de la corona de Castilla; y España y sus reyes, en premio de su heroica perseverancia de ocho siglos, apenas ponen término i la obra de su emancipación y de su independencia se encuentran poseedores de multitud de provincias en otro hemisferio, cada una de las cuales es mayor que un gran reino. Nunca pueblo alguno llegó á merecer tanto, pero nunca pueblo alguno alcanzó galardón tan abundoso. Cuando se vuelve la vista á la monarquía encerrada en Covadonga y se la encuentra después dominando dos mundos, se siente estrecha la imaginación para abarcar tanto engrandecimiento. Ya no posee España aquellas vastas regiones: ¿qué importa? Los hijos que salen de la patria potestad, ¿dejarán por eso de ser la honra de los padres que les dieron el ser? Porque la codicia y la crueldad afearan después la obra de la conquista, ¿dejará de ser glorioso el hecho primitivo? Porque España no recogiera el fruto que debió de tan importantes adquisiciones, ¿habrá dejado de ser el suceso inmensamente provechoso á la humanidad?

El descubrimiento de América hubiera bastado por sí solo para hacer entrar á la sociedad entera, y señaladamente á España, en un nuevo desarrollo y en un nuevo período de su vida. Por sí solo hubiera hecho la transición de la edad media á la edad moderna, aunque tantos otros sucesos no hubieran cooperado en el último tercio del siglo XV y en el primero del XVI, á obrar una revolución radical en las ideas, en la política, en el comercio, en las artes, en la propiedad, en las necesidades y en las costumbres.

IV. Hasta aquí lo que en este reinado ha adquirido España ha sido para acrecentar la corona de Castilla, aunque ganado con el auxilio del rey de Aragón como esposo de Isabel. Ahora le toca á la corona de Aragón ensancharse y extenderse, aunque con auxilio de la reina de Castilla como esposa de Fernando. La armonía de los regios consortes trae el acrecentamiento de las dos monarquías. Isabel ha acreditado ser la mejor reina del mundo, y Fernando va á acreditar que es el monarca más político de Europa.

En mal hora concibió el ligero y aturdido Carlos VIII de Francia el imprudente proyecto de hacerse soberano de Nápoles, donde reinaba hacía. medio siglo la rama bastarda de los monarcas de Aragón. El político Fernando, con mejor derecho que él á la corona y con ánimo de reclamarla á su tiempo, le deja que se precipite. Por de pronto Carlos, para tenerle amigo. restituye á la corona de Aragón los importantes condados de Rosellón y Cerdaña, ricas agregaciones que sus mayores habían disputado con encarnizamiento. Fernando las recibe, y deja al francés que cruce los Alpes, que asuste á los débiles y desunidos príncipes italianos, que se apodere de Nápoles sin plantar una tienda ni romper una lanza, que se saboree por unos días con el pomposo título de rey de Sicilia y de Jerusalén, que sueñe en llamarse emperador de Constantinopla; y cuando el caballeroso conquistador se halla entregado á los placeres de la gloria y á los deleites

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del cuerpo, se encuentra cogido en una gran red tendida en silencio por el astuto Fernando. El aragonés había preparado contra él con admirable sigilo la famosa liga de Venecia, primera confederación de los príncipes de Europa para su defensa común, principio del sistema de mantenimiento del equilibrio europeo, y uno de los síntomas más característicos de la nueva política de la edad moderna. El insensato Carlos, rey de Nápoles una semana, al verse amenazado por el poder reunido de España, de Austria, de Roma, de Nápoles y de Milán, apenas tuvo tiempo para repasar los Alpes con la mitad de su ejército, dejando la otra mitad comprometida en Italia, para proporcionar á Gonzalo de Córdoba aquella serie de glo riosos triunfos que le valieron el merecido título de Gran Capitán. Los franceses son totalmente expulsados de Italia, las armas españolas que vencieron en Granada han asombrado á Europa, Gonzalo vuelve á España con un nombre que no había alcanzado ningún guerrero del mundo, y Fernando ha ganado fama de ser el soberano más político y sagaz de su tiempo.

Al ver al rey de Aragón colocar en el trono de Nápoles sucesivamente á sus dos primos Fernando y Fadrique, aparecía un generoso protector de sus parientes bastardos, y sin embargo, estaba firmemente resuelto á reclamar para sí aquella herencia como representante de la línea legítima de la casa de Aragón. Pero el astuto político estudia la situación de Europa, conoce los inconvenientes y peligros de emplear la violencia, y espera sin impacientarse, en la confianza de realizar su pensamiento por medios más lentos, pero más seguros. Es la diplomacia que empieza á reemplazar á la fuerza. Deja que Luis XII de Francia, sucesor de Carlos VIII y heredero de sus ambiciosos proyectos sobre Italia, penetre con grande ejército en Lombardía, se apodere de Milán y amenace á Nápoles. Deja que el desgraciado Fadrique de Nápoles se vea reducido á la desesperada situación de invocar el auxilio de los turcos contra el francés. Ya tiene Fernando un pretexto legal, un colorido cristiano y religioso con que perder á su pariente, á quien de intento no se ha comprometido á sostener, y para atajar los progresos del rey de Francia finge halagarle proponiéndole repartirse entre los dos el reino de Nápoles en iguales porciones. El francés se creyó aventajado en este repartimiento, y se dejó envolver en otra red por el de Aragón como su antecesor Carlos VIII. Fernando dejaba á Luis los riesgos de la conquista y la parte odiosa del despojo, y él se reservaba el fruto para más adelante. Para eso enviaba á Gonzalo de Córdoba con la flor de los guerreros castellanos á Sicilia, so pretexto de destinarlos á combatir á los turcos en defensa de Venecia. Luis se deja deslumbrar por el título de rey de Nápoles, y Fernando, contento con la modesta denominación de duque de Calabria, adormece á su rival para mejor vencerle.

El tratado de partición de Nápoles fué el pacto más inmoral y más hipócrita con que se inauguró la moderna diplomacia que enseñaba Maquiavelo y practicaban ya sin necesidad de sus lecciones los príncipes. ¿Pero será justo atribuir toda la inmoralidad de esta política á Fernando de Aragón? Nada sería más infundado. Fernando no hizo sino ganar en astucia á Luis, que á su vez creía ser el engañador de su rival. Los derechos del español al reino de Nápoles eran incontestablemente más fundados que TOMO VIII

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