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después cardenal obispo de Tortosa, maestro del emperador y regente de España. Todos se alegraron de la exaltación del cardenal. los unos porque veían premiadas sus virtudes, los otros porque la nueva dignidad le alejaba de Castilla. Acordó, pues, la ciudad solemnizar la elevación de Adriano con públicos y grandes festejos. Comuneros y realistas tomaron igual parte en aquellos vistosos espectáculos. Mezclados iban todos y no poco alborozados con las caprichosas mascaradas que á caballo recorrían las calles (2 de febrero), cuando hizo la mala suerte que á un muchacho, hijo de un artesano forastero, como había de dar otro grito de entusiasmo saltando con sus compañeros, le diera el fatal antojo de gritar / viva Padilla! Cogido el imprudente joven por un grupo de realistas, fué bárbaramente azotado. El padre, rebosando de cólera, la emprendió con los crueles maltratadores de su hijo: uniéronsele otros á vengar tan rudo ultraje, y enredáronse ya en formal pelea imperiales y comuneros, agrupándose éstos en derredor de la casa de la viuda de Padilla, los otros en la del gobernador arzobispo de Bari. Los populares fueron dispersados por los jinetes realistas, y preso el infeliz menestral, padre del incauto mancebo. Inútilmente apuró doña María Pacheco, en medio de la conflagración en que el pueblo ardía, mensajes, ruegos y súplicas al arzobispo, al cabildo y á los nobles, para que no se usara de rigor con el desgraciado artesano, exponiendo cuán natural cosa era en un padre irritarse de ver maltratado á su hijo. El desventurado menestral fué sentenciado á pena de horca, y sacado en medio del día al lugar del suplicio. A libertarle de las manos del verdugo acudieron grupos armados á la casa de doña María, pero el arzobispo á la cabeza de las tropas reales rechazó con la fuerza á los libertadores. Conatos tuvo la viuda de Padilla de salir en persona á librar la víctima, aunque fuese desde el pie mismo del cadalso, pero estorbáronselo la condesa de Monteagudo, su hermana, y su cuñado Gutierre López de Padilla, exponiéndole que era menos malo que se perdiese un hombre que ponerse en nuevo peligro ella y los suyos. Con trabajo se contuvo la piadosa y resuelta señora, no sin vaticinar que de todos modos ella y su gente corrían gran riesgo.

Su pronóstico se cumplió. Ahorcado que fué el supuesto delincuente, volvieron las tropas del arzobispo contra los populares que permanecían armados en las bocas-calles. Al verse éstos acometidos dispararon la artillería haciendo grande estrago en las filas de sus contrarios; por largo espacio continuaron después la refriega con los aceros. El hermano de Juan de Padilla, Gutierre López, con la más loable resolución corría de unos en otros, colocándose á veces con grave peligro entre los combatientes, exhortándolos á que cesasen en la pelea. Oída fué su voz de los comuneros, los cuales se conformaron á soltar las armas, á condición de que se les permitiría salir libres de la ciudad aquella misma noche, y ofreciendo que de no hacerlo así, desde el otro día quedarían sus vidas y haciendas á merced del rey y de los oficiales de su justicia. Quedó, pues, de hecho anulada la concordia y capitulación de la Sisla, y los comuneros rendidos evacuaron la ciudad todos por una misma puerta, no sin que necesitara Gutierre López de Padilla protegerlos de los insultos de los vencedores (3 de febrero).

Este Gutierre López, que, aunque enemigo de los comuneros, al cabo sentía correr por sus venas la noble sangre de los Padillas (1), se condujo en Toledo con la nobleza heredada de su familia. La viuda de su hermano fué puesta por él en seguridad en el convento de Santo Domingo, con el cual se comunicaba su casa, y él mismo ayudó á la desconsolada doña María Pacheco á salir clandestinamente de una ciudad en que por horas corría peligro su persona. Merced á su auxilio, la mujer fuerte que por espacio de diez meses había mantenido con honra enarbolado el estandarte de las comunidades dentro de los muros de una ciudad aislada, logró salir de aquella ciudad disfrazada de labradora, con saya, basquiña y calzado de aldeana y con un viejo sombrero en la cabeza. Cuéntase que al trasponer la puerta del Cambrón, la reconoció un soldado, y que el generoso guerrero disimuló, entretuvo á sus compañeros de guardia, é hizo espaldas á la dama fugitiva. Luego que se vió en la vega, montó en una mula que la condesa de Monteagudo le tenía preparada. Acompañábanla el alcalde de Almazán, Hernando Dávalos, y una esclava negra que siempre tuvo consigo y á quien la fama vulgar calificaba de hechicera. Con no poco riesgo pudo eludir la pequeña comitiva la vigilancia de un destacamento de imperiales que guardaba un paso á la orilla del río, y sin más tropiezo llegaron de noche á Escalona, pueblo del marqués de Villena, su tío. Negóse bruscamente el rudo magnate á dar hospedaje á su desgraciada sobrina. «Que se vaya en buen hora, dijo ásperamente, donde fuere de su agrado.... y bueno es que sufra por haber desoído mis instancias cuando estuve á tratar con ella de la paz y asiento de las cosas.» Dotada de más piadosas entrañas la marquesa su esposa, le envió una buena mula, con trescientos ducados en oro y algunas cajas de conserva para el camino, con lo que llegaron con alguna menos incomodidad á la Puebla de Sanabria, donde otro tío de doña María, hermano del marqués, le franqueó una hospitalidad benévola, y estuvo con su sobrina tan agasajador y galante como desabrido y áspero había estado su hermano en Escalona.

Tomado allí el necesario reposo á la fatigas del viaje, y dado algún alivio al espíritu, prosiguió la ilustre heroína su peregrinación por la vía de Portugal, traspuso la frontera á los ocho días de haber salido de Toledo, y después de gratificar generosamente á los guías que la habían puesto en salvo, respiró ya más desahogadamente al verse en seguridad, y se internó en el reino lusitano.

Mientras así se ponía en cobro doña María Pacheco, su persona era objeto de escrupulosas pesquisas en Toledo. Buscábanla con afán por todas partes, sin quedar rincón que no escudriñaran los agentes del prior de San Juan, del gobernador arzobispo, y del oidor Zumel, y no pudiéndola hallar, desahogaron su encono en lo que había sido su morada. Derribaron, pues, la casa de Padilla, demoliéronla hasta los cimientos. araron el suelo, le sembraron de sal, «para que no pudiera producir ni aún hierbas silvestres,» y en medio del solar que había ocupado pusieron un pilar con un letrero, en que se expresaban las causas, para que fuese padrón de

(1) Su anciano y apenado padre, don Pero López, había muerto hacía cinco

meses.

infamia (1). A tal extremo llevaron su sañudo furor los que en el monasterio de la Sisla habían accedido á todas las condiciones que les impuso una ciudad mandada por una mujer.

Así acabó el levantamiento de las comunidades (2).

CAPÍTULO VII

SUPLICIOS. PERDÓN DEL EMPERADOR

1522

Venida del emperador á España.-Su conducta con los comuneros vencidos.-Medidas de rigor: suplicios.—Quejas del almirante sobre la calidad de los jueces y la forma de los procedimientos.- Perdón general.-Son exceptuados del perdón cerca de trescientos.-Injustas y apasionadas alabanzas de los historiadores á la clemencia del emperador.-Sentida desaprobación de su rigor por parte del almirante.-Suplicio del conde de Salvatierra.-Severidad de don Carlos.-Piadosos consejos del padre Guevara.-Suplicio del obispo Acuña.

Aparte de los suplicios de Padilla, Bravo y Maldonado en Villalar, y de algunas ejecuciones con que el prior de San Juan ensangrentó el cadalso levantado en Toledo, los virreyes y los magnates vencedores no habían hecho alarde de crueldad después de vencidos los populares y sosegado el reino. Muchos comuneros notables se hallaban presos en varias ciudades y fortalezas, pero aplazado habían su castigo los gobernadores,

(1) La inscripción en verdad no pecaba de corta: decía: «Aquesta fué la casa de Juan de Padilla y doña María Pacheco, su mujer, en la cual por ellos é por otros, que á su dañado propósito se allegaron, se ordenaron todos los levantamientos, alborotos y traiciones que en esta ciudad é en estos reinos se ficieron en deservicio de S. M. los años de 1521. Mandóla derribar el muy noble señor don Juan de Zumel, oidor de S. M. é su justicia mayor en esta ciudad, é por su especial mandado porque fueron contra su rey é reyna é contra su ciudad, é la engañaron so color de bien público por su interese é ambicion particular, por los males que en ella sucedieron; é porque despues del pasado perdon fecho por SS. MM. á los vecinos de esta ciudad, que fueron en lo susodicho, se tornaron á juntar en la dicha casa con la dicha doña María Pacheco, queriendo tornar á levantar esta ciudad é matar todos los ministros de justicia é servidores de S. M. Sobre ello pelearon contra la dicha justicia é pendon real, y fueron vencidos los traidores el lúnes dia de San Blas 3 de febrero de 1522 años.»

Posteriormente por orden de Felipe II se trasladó esta columna á la puerta de San Martín, y se le añadió la inscripción siguiente: «Este padrón mandó S. M. quitar á las casas que fueron de Pedro López de Padilla donde solía estar, y ponerlo en este lugar, y que ninguna persona sea osada de le quitar so pena de muerte y perdimiento de bienes.» MS. de la Real Academia de la Historia.

(2) Extrañamos que Fr. Prudencio de Sandoval, tan prolijo en la relación de la guerra de las Comunidades, nos dé tan escasas y diminutas noticias de los últimos sucesos de Toledo durante el mando y la defensa de la viuda de Padilla, omitiendo muchos de los más característicos é importantes. El que mejor y con más extensión trata este período es Ferrer del Río en el cap. XI de su Historia del Levantamiento, con arreglo á los datos sacados de Alcocer, Relación de las Comunidades, de las Probanzas de Gutierre Gómez de Padilla, de una relación escrita por un criado de doña María Pacheco y de la Colección de documentos inéditos.

TOMO VIII

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ó por innecesario ya, ó por apartar de sí la odiosidad del rigor, ó tal vez con la intención noble de que el emperador se acreditara de clemente usando con ellos la prerrogativa de perdonar. Faltaba saber si Carlos de Alemania y de España, que no había corrido como ellos personalmente los peligros de la guerra, optaría por el camino de la indulgencia ó por el de la severidad.

Si hubiéramos de guiarnos por los encomios que le prodigan los historiadores sus panegiristas, le calificaríamos nosotros, como ellos, de clementísimo (1). Mas los documentos, que son la verdadera luz histórica, nos obligan con sentimiento nuestro á separarnos en esta parte de lo que han trasmitido escritores por otro lado muy respetables, pero que escribiendo bajo la influencia de aquel monarca ó de sus hijos y sucesores, ó tuvieron la flaqueza ó se vieron en la necesidad de tributar inmerecidas alabanzas al que tenía en su mano el poder, ó al menos dejaron correr sus plumas con menos imparcialidad de la que fuera de apetecer. De clemencia y de rigor, de todo usó Carlos V. Los hechos nos dirán cuál de estos dos medios fué el que preponderó.

Presos, ocultos, fugitivos ó atemorizados hacía meses los comuneros, sufrieron en todas partes la suerte de los vencidos: sometidas las ciudades, aterrados los pueblos y sin fuerza moral, muchos de los populares habían peleado ya en las filas del ejército real contra los franceses en Navarra, cuando por las causas que en otro lugar explicaremos regresó Carlos V á España, desembarcando en Santander (16 de julio de 1522), y trayendo consigo bastantes flamencos y un cuerpo de cuatro mil alemanes, contra las peticiones tantas veces hechas por las cortes y por las ciudades españolas. De Vitoria partieron sus virreyes á besarle la mano y á darle cuenta de su administración, y después de haber conferenciado se trasladó el emperador á Palencia (6 de agosto). Allí se ocupó en tomar medidas para castigar á los que resultara haber tenido más parte en el movimiento de las comunidades, ó excitado á él, ó acaudillado tropa de los populares. Consecuencia inmediata de estas medidas fueron los procesos que se formaron, y las sentencias que llevaron al patíbulo á Alonso de Sarabia, procurador de Valladolid, á Pedro Maldonado Pimentel, al licenciado Bernardino y á Francisco de Mercado, capitán de la gente de caballería de Medina del Campo (2).

En Maldonado Pimentel mediaba la circunstancia de haberse librado del suplicio de Villalar por intercesión y particular empeño de su pariente el conde de Benavente. No le valió ahora ni el deudo ni la recomendación de uno de los magnates que más ardientemente habían peleado contra los comuneros y en defensa del emperador. Enviado fué al patíbulo como los otros (3). Igual fin tuvieron otras muchas personas notables; en

(1) El obispo Sandoval encabeza el párrafo ó número 21 del libro IX de su Historia con el epígrafe: Notable clemencia del emperador.

(2) Archivo de Simancas, Comunidades de Castilla, núm. 6, donde se hallan las copias de las sentencias y los testimonios de las ejecuciones.

(3) Su sentencia decía: «Debemos condenar y condenamos al dicho don Pedro Pimentel... á pena de muerte natural, la cual le sea dada desta manera: que sea sacado

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tre ellas siete procuradores de los aprehendidos en Tordesillas, que fueron ajusticiados en Medina del Campo. Ni en el nombramiento de jueces, ni en la forma y trámites de los procedimientos debió haber grande imparcialidad ni escrúpulo, cuando el mismo almirante, uno de los gobernadores del reino, le decía al emperador: «En otra parte que no se aconsejó bien V. M. fué en no hacer que sentenciasen los procesos personas con quienes el reino no tuviese necesidad ninguna, porque convenia dalles á entender que habian errado, y hasta quitalles esta credulidad podia pasar algun tiempo, segun la informacion que les daban legistas y teólogos, y otros que ellos tenian por buenos. Y pues los condenados lo habian de ser de cualquier manera que fuesen sentenciados, ¿por qué no miraron esto en que tanto iba, y agora los del reino no dudaran que los justiciados padecieron por sus culpas, sino porque con enemistad se les hizo justicia? Y aunque los del consejo son buenos y no lo hacen sino como deben, no quita su bondad que el que quiso matallos y fué en prendellos no los tenga por sospechosos. Así que en esto no fué el consejo sano y bueno, como lo fuera si el reino conociera en esta ejecucion su culpa (1).»

A 26 de agosto se presentó el emperador en Valladolid, desde donde pasó á Tordesillas á visitar á la reina doña Juana, su madre, y se volvió á aquella ciudad. A los dos meses de su estancia en dicha población, más de año y medio después de la derrota de los comuneros en Villalar, cerca de uno de la rendición de Toledo, último asiento de la revolución, decapitados los principales caudillos, tranquilo y sosegado todo el reino, y sin que nadie pensara ni pudiera pensar en moverse, entonces se presentó un día el emperador Carlos V (28 de octubre) vestido de ropas talares, rodeado de los grandes y del Consejo en la plaza de Valladolid, y subiendo todos á un estrado, cubierto de ricos paños bordados de oro y plata, hizo leer á un escribano de cámara la famosa carta de perdón general, que ha dado motivo á los historiadores para apellidarle clementísimo y levantar hasta las nubes su generosidad y su indulgencia (2). Pero mirando fría y desapasionadamente este célebre documento, no nos es posible conformarnos con tan desmedidas alabanzas. Muy cerca de trescientos eran los exceptuados (3). Entre ellos figuraban todos los comuneros de alguna

de la cárcel donde está preso en la villa de Simancas á caballo en una mula, atados los pies y las manos con una cadena al pie, y sea traído por las calles acostumbradas de la dicha villa con voz de pregonero que publique sus delitos, é sea llevado á la plaza de la dicha villa, é allí le sea cortada la cabeza con cuchillo de fierro y acero, por manera que muera naturalmente y le salga el ánima de las carnes, etc.» - La ejecución se verificó el 16 de agosto. Las de Bernardino y Mercado fueron acompañadas de circunstancias más atroces.-Archivo de Simancas, ubi sup. – Colección de documentos inéditos, tomo I.

(1) Cartas y advertencias del almirante de Castilla

(2) Esta carta ó cédula de perdón es muy conocida, y la insertan varios autores. Cópiala también don José de Quevedo en la nota 17.a á la obra del presbítero Maldonado: El Movimiento de España.

(3) Por consecuencia se equivoca mucho Sandoval cuando dice: «Fueron hasta doscientas personas de toda suerte las que en el perdón general se exceptuaron.» Y mucho más todavía cuando añade: «pues bien, de todas ellas no se castigaron dos, y casi

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