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haberse hallado en España en tiempo de la guerra; quejábase de que no entendía sino en deshacer lo que sus gobernadores habían hecho, dando oídos á malos servidores, y le representaba con amargura el compromiso y conflicto en que le ponía, habiendo él prometido perdón á los procuradores de la Junta en los tratos que con ellos había hecho (1). La censura

El doctor don Francisco Álvarez y Zapata, maestre-escuela de Toledo.

Alonso de Pliego, deán de Avila.

Don Juan de Collados, maestre-escuela de Valladolid.

Don Francisco Zapata, arcediano de Madrid.

Rodrigo de Acebedo, canónigo de Toledo.

Don Alonso Fernández del Rincón, abad de Compludo y de Medina del Campo. Don Pedro de Fuentes, chantre de Palencia.

Gil Rodríguez Juntero, arcediano de Lorca.

Juan de Benavente, canónigo de León.

Don Pedro González de Valderas, abad de Toro.

Fray Alonso de Medina.

Fray Pablo y Fray Alonso de Villegas, y el maestro Bustillo, dominicos.

Fray Francisco de Santa Ana, de la orden de San Francisco.

Fray. . . . . . de la orden de los mínimos, y Fr. Juan de Bilbao, guardián de San Francisco de Salamanca.

Fray Bernardino de Flores, de la orden de San Agustín.

Francisco Pardo, vecino de Zamora, justiciado.

Juan Repollo, vecino de Toro, justiciado.

Juan de Bobadilla, tundidor, vecino de Medina del Campo, justiciado.

Valloria, pellejero, vecino de Salamanca, justiciado.

El alguacil Pacheco, y Francisco Gómez Delgado, vecino de Palencia, justiciados.

Gervas, artillero, vecino de Medina del Campo, justiciado.

Pedro Merino, vecino de Toro, justiciado.

Pedro Sánchez, vecino de Salamanca, justiciado.

El licenciado Úbeda, vecino de Toledo, alcaide que fué en el ejército de la junta. Antonio de Linares, escribano del número.

Francisco de San Miguel, Pero González, joyero.

El bachiller Andrés de Toro, escribano, y siete vecinos de Salamanca.

Alvaro de Bracamonte, y . . . . de Henao, capitán, y otros trece vecinos de Avila. El bachiller Alcalá, relator de la Audiencia, y otros seis vecinos de Valladolid. Bernaldo de Gil, y otros ocho vecinos de León.

Alonso de Beldredo, y otros diez vecinos de Medina del Campo.

García Gimeno, y otros catorce vecinos de Aranda.

Francisco Delada, y otros tres vecinos de Toro.

García de Esquina, y otros diez y ocho vecinos de Segovia.

Alonso de Arreo, vecino de Navalcarnero, tierra de Segovia.

Alonso, pescador, y otros seis vecinos de Zamora.

Diego de Villagrán, y otros veinticinco de la Puebla.

Ricote, Miguel de Aragón, batidor, Andrés de Villadiego, el mozo, vecinos de Palencia. Juan Negrete, y otros quince vecinos de Madrid.

García Cabrero, y otros siete vecinos de Murcia.

Martín Alonso, y otros siete vecinos de Cartagena.

Francisco de Santa María, y otros ocho vecinos de Huesca.

Juan de la Bastida, Juan de Losa, Juan González, criados y vasallos del duque de Nájera.»

(1) «A V. M. he suplicado muchas veces que quiera confirmar el perdón que yo prometí á los que saqué de la Junta, teniendo tanta necesidad, que se tomó por reme

de persona tan autorizada como el almirante de Castilla, regente del reino, y vencedor de las comunidades, nos ahorra el trabajo de dudar si en el llamado perdón general de Carlos V hubo ó no más de crueldad que de lo que han nombrado «notable clemencia » nuestros historiadores. Aparte de las consideraciones del almirante, no dejaba de ser una lista de proscripción de cerca de trescientas personas, después de año y medio de pacificado el reino.

Verdad es que, fuese porque hicieran mella en el ánimo del rey las sentidas quejas del respetable prócer, ó por otra causa, la mayor parte de los procesados no llegaron á sufrir la pena. Puede ser cierto que al darle cuenta de los que habían sido justiciados, dijo: «Basta ya, no se derrame más sangre.» Que habiéndole sido denunciado Hernando Dávalos, el cual desde Portugal había venido secretamente á la corte y andaba escondido negociando su perdón, le dijo al denunciante: «Mejor hubiérades hecho en avisar á Hernando Dávalos que se fuese, que no á mí que lo mandase prender.» Pero también es verdad que todavía dos años después del llamado perdón (en 1524) pedía con instancia al rey de Portugal que le entregara los comuneros que en su reino se habían refugiado. Que allá tuvo que morir desvalido el ilustre capitán y escritor Gonzalo de Ayora. Que el conde de Salvatierra, que cometió la indiscreción de venirse á Castilla con la esperanza de obtener su indulto, fué descubierto y sentenciado á muerte: diósele ésta abriéndole las venas en la cárcel hasta que espiró desangrado (1524). Llevósele á la sepultura en un ataúd hecho de forma que se le descubrieran los pies para que se vieran los grillos: ¡ singular alarde de crueldad (1)!

No es menos cierto que ni aún en celebridad de la famosa victoria de Pavía (1525), de que trataremos en su lugar, quiso el emperador ampliar el indulto y hacerle extensivo á los exceptuados. Puede inferirse cuál sería en este punto la severidad del rey á quien llamaron clementísimo, cuando en el sermón de albricias por aquella victoria el hombre más enemigo de los comuneros, el padre fray Antonio de Guevara, le decía excitándole á la compasión: «Más seguro es á los príncipes ser amados por la clemencia que no ser temidos por el castigo..... Los que á V. M. ofendieron en las alteraciones pasadas, dellos son muertos, dellos son enterrados, dellos están escondidos, y dellos están huídos: razón es, serenísimo príncipe, que en albricias de tan gran victoria se alaben de vuestra clemencia, y no se quejen de vuestro rigor. Las mujeres de los infelices hombres están pobres, las hijas están para perderse, los hijos huérfanos y los parientes están afrentados; por manera que la clemencia que se hiciere con pocos redundará en remedio de muchos..... (2).»

dio ofrecelles perdon y mas, lo cual fué causa de que estuviesen las cosas en el estado que hoy están, pues á no tomarse este trabajo, la batalla fuera muy dudosa.» Cartas y advertencias del almirante de Castilla á Carlos V.

(1) Pasó el conde muchas miserias durante su prisión. Para alimentarle tuvo su hijo, que era paje del emperador, que vender su caballo. Súpolo el rey, y mandó dar á aquel buen hijo cuarenta mil maravedis, mas no por eso se libró su padre de la sangría suelta.-Sandoval, lib. IX, párr. 29.

(2) Cartas familiares de Fr. Antonio de Guevara, part. 1.a

Un año después de este sermón, y á los cinco de haberse acabado la guerra de las Comunidades, expiaba el obispo Acuña sus extravíos y ex

Creeríamos dejar incompleta la relación del levantamiento, guerra y fin de las comunidades, si no diéramos una breve noticia de la suerte que corrieron algunos de los principales personajes que sobrevivieron á su terminación.

Doña María Pacheco, viuda de Padilla.-Después que esta ilustre y desgraciada heroína se refugió en Portugal, anduvo algunos meses como errante de población en población, á causa de las reclamaciones que el emperador hacía al monarca de aquel reino para que hiciese salir de él á los comuneros refugiados, hasta que pudo alcanzar del portugués que la permitiese subsistir allí, y entonces fijó su residencia en Braga, cuyo arzobispo le dió un magnífico hospedaje. Allí permaneció de tres á cuatro años, hasta que lo delicado de su salud la obligó á trasladarse á Oporto, y se hospedó en las casas del obispo don Pedro de Acosta, que se hallaba en Castilla de capellán mayor de la emperatriz. Este prelado trabajó por espacio de tres años consecutivos para alcanzar el indulto imperial para doña María; le obtuvo para sus criades, pero no le fué posible conseguirle para la viuda de Padilla, que al fin falleció agoviada de disgustos y llena de achaques, en marzo de 1531.

Dejó encargado en su testamento que se la enterrase en San Jerónimo de Oporto, y que después de consumido su cuerpo se llevasen sus huesos á Villalar, para unirlos con los de su malogrado esposo. Mas esto no pudo tener efecto, á pesar de las vivas diligencias que para ello practicó el bachiller Juan de Losa, su capellán.-Dícese que era muy versada en la Sagrada Escritura, en historia y en matemáticas, y muy docta en latín y en griego.

Don Pedro Girón. - Hemos visto este personaje que tan poco envidiable papel hizo en la guerra de las Comunidades, entre los exceptuados del perdón, sin que hubiera sido bastante recomendación para con el monarca su innoble comportamiento con los populares. Sin embargo, debió después tenérsele en cuenta este servicio, puesto que fué el único que alcanzó el indulto y logró reconciliarse con el emperador. Verdad es que había abrazado con ardor la causa imperial en la guerra de Navarra, en la cual salió herido, y valiéronle además los empeños y ruegos del conde de Ureña, su padre, y la intercesión del almirante, su deudo, que fué más afortunado con él que el conde de Benavente con Maldonado. Don Carlos le perdonó á condición de que fuese á Orán á hacer la guerra á los turcos. Hízolo así Girón; en ella recibió una herida peligrosísima en la cabeza; y una sorpresa importante que hizo á los turcos le volvió á la gracia del emperador, el cual le permitió regresar á España, y le colmó de gracias y mercedes, de que disfrutó poco tiempo, pues murió en Sevilla en abril de 1531, muy poco después que dona María Pacheco.-Gudiel, Historia de los Girones, fol. 151 y siguientes.

El obispo Acuña. - Preso, como dijimos, este famoso y turbulento prelado antes de ganar la frontera de Navarra cuando se fugó de Toledo, y encerrado á cargo del duque de Nájera en la fortaleza de Navarrete, fué después trasladado de orden del emperador á la de Simancas, de lo cual se sintió no poco aquel magnate, tomándolo como una señal de desconfianza, y como un agravio hecho á su persona. Encargó el emperador el proceso del obispo de Zamora al de Oviedo. Pero elevado el cardenal Adriano, regente de Castilla, al pontificado, admitió á su gracia y clemencia al procesado obispo, y le hizo remisión de todos sus crímenes cometidos en tiempo de las comunidades. Muerto por su desgracia el papa Adriano (setiembre, 1523), fué de nuevo encausado por el obispo de Burgos, de cuyo proceso salió triunfante. Otra vez, sin embargo, se procedió contra él por breve del papa Clemente VII (abril, 1524), que encomendó las actuaciones al arzobispo don Antonio de Rojas, presidente del Consejo. A los pocos días se presentó contra él una terrible acusación como promovedor principal de las revueltas pasadas, como desleal á su patria y á su rey, y como mal ministro de la Iglesia. Notificósele el auto del presidente para que en el término de 15 días diera sus

cesos en un patíbulo y era colgado de una almena en la fortaleza de Si

mancas.

descargos por medio de procuradores: alegó el obispo haber sido perdonado ya por el pontífice, pero acusado en rebeldía, tuvo que nombrar sus procuradores.

Durante este tercero, ó cuarto proceso, no perdonó medio el obispo para ver de ablandar la cólera del emperador. Dirigíale frecuentes cartas y exposiciones recordando sus antiguos padecimientos por servicios á su abuelo y padre don Fernando y don Felipe, y en una de ellas le traía á la memoria que por obra suya se habían sostenido Fuenterrabía Ꭹ San Sebastián. Otras veces ponía por intercesor al duque de Nassau. Ni las súplicas del preso, ni los motivos de júbilo que al emperador deparaba la prosperidad de sus armas, alcanzaban á ablandar el corazón de Carlos. Ni siquiera la alegría de sus bodas con doña Isabel de Portugal inspiró al emperador un rasgo de clemencia para con Acuña, por más gestiones que éste hizo con ocasión de tan fausto aconteci

miento.

El proceso parecía haberse estancado; el obispo llevaba ya cinco años de prisión, insoportable para un genio inquieto, vivo y bullicioso como el suyo, y no viendo el término que podría tener, y cansado de la inutilidad de los ruegos, le entró la desesperación, y meditó recurrir á su propia industria para ver de lograr por la violencia lo que ya por otros medios había perdido toda esperanza de conseguir. Al efecto procuró entenderse con el alcaide Mendo de Noguerol, y con otras personas de las que habitaban en la fortaleza ó entraban en ella, como una esclava de aquél llamada María, un criado del mismo, nombrado Esteban, y el clérigo don Bartolomé Ortega que celebraba misa en el castillo, decidido á emplear para su evasión el soborno, y cuando éste no alcanzase, la fuerza. Con el capellán llegó á cartearse, y con los otros á tener entrevistas y entenderse. Así logró proveerse de tres armas, una especie de maza y dos cuchillos, uno de los cuales había sujetado á la punta de un palo con clavos y cuerdas á manera de pica, y además un guijarro que guardaba en una bolsa de cuero como si fuese el breviario. Sus medios de seducción parece que se estrellaron contra la incorruptibilidad del alcalde Noguerol, que sin faltar á los miramientos que debía á la alta dignidad del preso, no se olvidaba de su deber como guardador y responsable de su persona.

Una tarde (25 de febrero, 1526), en una larga conferencia entre el obispo y su guarda, parece que aquél esforzó sus artificios para obtener de éste alguna más libertad y desahogo en la prisión, y que éste se mantuvo inaccesible á los halagos, que versaban principalmente sobre cesión de beneficios que Noguerol deseaba para sus dos hijos Francisco y Leonardo. Entonces el obispo ya no pudo reprimir su arrebatado genio, y con el guijarro que guardaba en la bolsa descargó un terrible golpe en la cabeza del alcaide, que le dejó aturdido, derribóle al suelo, y con uno de los cuchillos le remató á puñaladas, echándole después encima el brasero para asegurar más su muerte, y por último le ató al pie de su cama. Hecho esto, aprestó el prelado homicida sus dos cuchillos, sonó una campanilla, á cuyo llamamiento subió el hijo del alcaide, Leonardo: Entra le dijo el prelado, saliéndole al encuentro, porque tu padre está escribiendo necesita. En el azoramiento de Acuña y más todavía en alguna mancha de sangre que observó en su vestido, comprendió el mancebo algo de lo que había pasado, corrió por una espada, volvió á subir á la prisión y acometió al obispo. Defendióse éste con su pica, y después de alguna lucha retrocedió el joven, bajó la escalera, tras él marchó Acuña, pero los 65 años y la poca agilidad de sus piernas después de tanto tiempo de prisión no le permitieron alcanzarle: el fugitivo mancebo cerró tras sí la puerta del castillo y se dió á vocear por el pueblo, dejando al obispo encerrado: el cual se dirigió á las almenas del castillo, con el intento de arrojarse fuera de la fortaleza y emprender su fuga.

y te

A caballo en el adarve le encontraron los vecinos de Simancas, que á las voces del hijo de Noguerol acudieron corriendo desde la iglesia. Rogáronle los alcaldes que se

Tai fué la clemencia del emperador con los comuneros, y tales las consecuencias de su funesto perdón general.

volviera al cubo, y bajo el seguro y la confianza de sus personas lo ejecutó el prelado, no sin que el hijo de su víctima se tomara el atrevimiento de poner su mano con violencia en las espaldas del obispo. Juntos se encaminaron á la prisión, donde hallaron caliente todavía el cadáver. Inmediatamente pasaron de Valladolid á instruir el correspondiente proceso los alcaldes Menchaca y Zárate. En las declaraciones pintó el obispo el suceso de la manera mejor y menos desfavorable que le sugirió su maña; tomadas estaban también las confesiones á sus cómplices, y en tal estado, muy adelantado ya el proceso, no pareciendo á la corte del rey bastante rígidos en sus actuaciones los alcaldes Menchaca y Zárate, se envió á Simancas de real orden al terrible y famoso alcalde Ronquillo con un asignado de mil quinientos maravedís al día, y con un escribano y dos alguaciles, para que fallara sumariamente la causa. Sabido es que el feroz Ronquillo, sobre ser el más furioso enemigo de los comuneros, lo era personal de Acuña, y deseaba vengarse de haberle tenido preso en el castillo de Fermoselle.

Indignó á Acuña verse sometido á un juez como Ronquillo, y tener que comparecer á su presencia con grillos en los pies y sujetas con esposas las manos. A todas las preguntas del nuevo magistrado ó contestó negando ó respondió con evasivas. Examinados los cómplices y testigos, y puestos á tormento y martirizados, nada averiguó Ronquillo que no hubiesen confesado ya á los otros alcaldes. Procedió en seguida á dar tormento al prelado: lo que tengo dicho es la verdad, dijo éste al prepararse á sufrirle, y no se más: pero en el tormento diré lo que sepa y lo que no sepa. En efecto, de orden del alcalde el verdugo de Valladolid, Bartolomé Zaratán, ató las manos y los pies al obispo, sujetó además éstos con grillos y con una cadena á una pesa de hierro de cuatro arrobas, y de las manos subía una maroma colgada de una garrucha. Por tres veces tiró el verdugo de ella hasta levantar al obispo del suelo: á cada tirón prometía decir la verdad, y luego respondía evasivamente. Sintió al fin que se le desconyuntaba el cuerpo, y no pudiendo sufrir aquel dolor horrible, hizo algunas declaraciones incompletas y vagas, concluyendo por suplicar al alcalde que se abstuviese de hacerle más preguntas, pues serían inútiles. Pidió un abogado y un procurador, conforme á derecho y le fué negado. Lleváronle al fin á la cama, donde había de pasar la última noche de su agitada y azarosa vida.

A la mañana siguiente (23 de marzo), entró el escribano con los alguaciles á notificarle la sentencia del alcalde, que le condenaba, así por haber movido escándalos y bullicios en Castilla en ausencia del rey, como por haber dado muerte al alcaide de la fortaleza de Simancas Mendo Noguerol, á ser agarrotado á una de las almenas por donde quiso fugarse. En la misma mañana otorgó Acuña su testamento, en que ordenó se le enterrara en San Ildefonso de Zamora, é hizo bastantes mandas á varias iglesias, entre ellas á la de Simancas, á la cual dejó una renta anual de doce mil maravedís, con cargo de una misa todos los viernes por su ánima y las de sus bienhechores, y de Mendo Noguerol. Concluído el cual se preparó á bien morir, y todo se hizo con tal precipitación, que antes de la tarde se le sacó al suplicio. Acompañáronle todos los clérigos de Simancas, atribulados de verle en tan terrible trance, y asombrados de la presencia de ánimo con que marchaba al patíbulo, entonando con más entera voz que ellos el salmo de David. Al llegar al lugar de la ejecución se prosternó el obispo, oró con devoción, puso la cabeza sobre el repostero, y le dijo al verdugo: Yo te perdono, y empezando tu oficio, procura apretar recio. El ejecutor le echó al cuello el lazo fatal, y le dejó colgado de una almena.

Tal fué y tan desastroso el fin del famoso don Antonio Acuña, obispo de Zamora. De los cómplices en su tentativa de fuga, el criado del alcaide, Esteban, fué condenado en ausencia á ser ahorcado dondequiera que fuese habido: el presbítero don Bartolomé Ortega, fué puesto bajo la jurisdicción eclesiástica por aquel mismo Ronquillo,

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