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dico Sorolla que les sería negada su petición: Pues bien, exclamó, habrá dos jurados plebeyos, ó la sangre inundará el pavimento de esta casa. Llegó en esto la víspera de la elección de los seis jurados (25 de mayo), y comenzaron los preparativos amenazantes de la gente popular. Intercedieron varios religiosos para que se accediera á la petición de los plebeyos en obsequio á la tranquilidad pública: el virrey se mantenía en su negati va, escudado en las últimas instrucciones que decía tener del monarca. Por último, se hizo la elección, y resultaron nombrados los que proponían los Trece, sin que obtuvieran un solo voto los propuestos á nombre del rey. Recibióse el juramento á los nombrados, pero el virrey se obstinó en no reconocerlos, exasperando con este desaire al pueblo y á la Junta de los Trece, que protestaron vengarse en la primera ocasión; y por de pronto aquel mismo día hicieron un alarde de sus fuerzas, pasando una gran revista, y descargando al tiempo de desfilar algunos arcabuzazos á las puertas del palacio del virrey.

Las ocasiones vienen pronto cuando se desean y se estudian pretextos para buscarlas, y así sucedió á los agermanados. A los pocos días, por sentencia del tribunal y mandamiento del virrey, era llevado al patíbulo un malhechor con el aparato de costumbre: hízose cundir la voz de que aquel infeliz, en contravención á los fueros, había sido condenado sin darle tiempo para su defensa, y lanzándose el atrevido Sorolla con gente de su bando sobre la comitiva fúnebre, arrebató al reo de manos de la justicia y le llevó á la catedral diciendo que era tonsurado. Puesto después el Sorolla á la cabeza de tres mil hombres, se dirigió al palacio del virrey conde de Mélito, con ánimo de apoderarse de su persona. Mas no habiendo salido con su intento á causa de la resistencia que por más de dos horas halló en la guardia del conde, se escabulló por entre los suyos, se escondió en su casa, y encargó á su amigo Bartolomé Domínguez hiciese correr la voz de que el virrey le había hecho asesinar secretamente.

El diabólico artificio del sagaz artesano surtió todo el efecto que se proponía. Difundida aquella falsa voz, se alarmaron todos los plebeyos, batieron cajas, sacaron los estandartes de las cofradías, y á los gritos de ¡muera el virrey! ¡mueran los caballeros! se encaminaron en espantoso tumulto al palacio del conde. Defendióse éste vigorosamente con su corta guardia: su familia se puso en salvo pasando de casa en casa con los mayores peligros: los amotinados pedían que pareciese Sorolla, ó degollarían al conde y á cuantas personas se encerraban en el palacio. En tal conflicto el obispo de Segorbe que se hallaba accidentalmente en Valencia, y que acaso supo ó sospechó que Sorolla estaba escondido, se fué á su casa, preguntó por él á su mujer y nególe ésta la verdad. Insistió el anciano prelado; redobló y esforzó sus súplicas, hasta echarse á los pies de aquella mujer, que al fin confesó la verdad del caso. Presentóse entonces Sorolla, el obispo le abrazó cariñosamente, le hizo cargos sobre las calamidades que estaba ocasionando, y le redujo á que montado á la grupa de su mula se presentara con él al pueblo. Era de noche, y á la luz de unas hachas que el obispo hizo encender marcharon los dos al lugar del combate. La presencia y la voz de Sorolla hicieron prorrumpir al pueblo en los gritos de ¡viva el rey! ¡viva Sorolla! Con la alegría de su aparición cesó como

por encanto el tumulto, y el virrey aprovechó aquellos momentos para salir muy de madrugada de Valencia y retirarse á Concentaina, y de allí á Játiva, llamado por los nobles de esta ciudad, que al fin tuvo que abandonar expulsado por los plebeyos, refugiándose por último en Denia.

Con la cobarde retirada del conde de Mélito los nobles de Valencia, sin protección y sin apoyo, tuvieron que salir de la ciudad con sus familias y criados, quedaron los Trece dueños absolutos de ella, dejando únicamente al marqués de Zenete, hermano del virrey, que gozaba de mucha popularidad. En mal hora, cuando tan poderosa quedaba la germanía en Valencia, le ocurrió al vizconde de Chelva hacer ahorcar á un jefe de germanía de otra villa inmediata. Los valencianos enviaron allí una hueste, la cual, después de saquear y destruir cuanto le sugirió su furor de venganza, volvió ufana y victoriosa á la ciudad. Los Trece publicaron entonces una orden mandando que en adelante no se impusiese la pena de horca á ningún plebeyo, aunque fuera delincuente, sin que antes fuera ahorcado algún caballero, que fuese también criminal (julio, 1520).

Mientras los nobles concertaban con el capitán general refugiado en Denia los medios de conjurar tan deshecha borrasca, se proclamaban en germanía multitud de poblaciones; levantáronse en hermandad Elche, Mogente, Jérica, Segorbe, Onda, Orihuela, y muchas otras villas y lugares del reino, con más o menos desórdenes, y con más ó menos resistencia de los nobles y de las autoridades. Sólo el pueblo de Morella se mantenía resuelto y firme contra las germanías, al modo que en Castilla se había mantenido Simancas contra las comunidades. Los de Morella se habían obligado con juramento hasta á matar á sus propios hijos, si menester fuese, si se atrevían á hablar en favor de los agermanados. ¡A tal extremo exaltan los ánimos las contiendas políticas, cualquiera que sea el partido por que se decidan los hombres! Allí no fué oída la voz del orador popular Guillem Sorolla, que pasó comisionado por la Junta de los Trece á exhortar á los morellanos á que se adhirieran á la germanía; antes bien fueron obligados á salir inmediatamente de la población el tejedor de lana y sus compañeros, y Morella se puso en un estado de defensa imponente, por cuya decisión escribió el emperador á sus vecinos desde Aquisgrán una carta sumamente honorífica y laudatoria (22 de octubre, 1520). Pero esta distinción imperial exasperó más á los plebeyos de Valencia, de Játiva y de otros puntos, multiplicándose con este motivo los desmanes y los excesos de la plebe. En Játiva se puso fuera de la ley á los nobles; las casas del gobernador y asesor fueron allanadas, y el tumulto penetró en la ciudad en busca de los jurados, arrollando una procesión religiosa que para impedir tamaña tropelía había salido con grande acompañamiento de sacerdotes, llevando uno en sus manos el Santísimo Sacramento.

En Valencia era ya impotente para reprimir las demasías la autoridad de los Trece. Un infeliz llamado Francín, salinero de oficio, cometió la imprudencia de decir que el medio más derecho de acabar con la germanía sería pegar fuego á la población. No bien tan indiscreta imprecación había salido de su boca, cuando se lanzó sobre él un grupo de agermanados. Cerca estaban ya de acabar con su vida, cuando se presentó un sacerdote rogándoles que por lo menos le permitieran confesarse antes de

TOMO VIII

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morir; y con objeto de ganar tiempo y dar treguas para ver si podía templar el furor de los agresores hizo que de la inmediata iglesia le llevasen el Santo Viático. El desgraciado moribundo se abrazó en su agonía con el sacerdote y procuró cubrirse con sus vestiduras. El pueblo pedía desaforadamente que le entregaran la víctima; el vicario, que lo era Mosén Antonio Bonet, enseñó la sagrada forma y cubrió con la estola el objeto de las iras populares, como para mostrar que estaba bajo la salvaguardia de la religión. Nada bastó á contener los ímpetus de la plebe, que se abalanzó sobre el acompañamiento, derramó por el suelo las formas sagradas, hirió y maltrató al vicario manchando con sangre sus vestiduras sacerdotales, y acabó de asesinar bárbaramente á Francín. No se sabe lo que habrían hecho con el cadáver de aquel desventurado, si no los hubiera contenido Juan Lorenzo que llegó á la sazón, é impidió que aquella gente desalmada diera todavía otro escándalo. Con su muerte acreditó este comunero que era hombre de buen corazón, pues le afectó tanto aquella horrible escena, que murió á las pocas horas de haber vuelto á su casa poseído de terror, y lleno tal vez de remordimientos por haber impulsado una revolución que así se desbordaba (1).

Habían los Trece suprimido varios impuestos y repartido entre los plebeyos los cargos públicos. El tejedor Sorolla fué nombrado gobernador de Paterna, Benaguacil y la Pobla. El carpintero Miguel Estellés marchó al frente de quinientos hombres en socorro del Maestrazgo, cuyo país amenazaba ser dominado por los realistas de Morella, que acababan de apoderarse por asalto de San Mateo, y de ahorcar seis de los principales agermanados de aquella villa, y repartidose sus bienes en castigo de haber ellos asesinado al gobernador cuando se alzaron en germanía. Por su parte los nobles reunidos en Albatera, viendo los pocos resultados de sus embajadas y reclamaciones al emperador, habían celebrado á propuesta del almirante de Aragón don Alonso de Cardona una junta en Gandía, á que asistió el virrey, y acordado en ella convocar á todos los caballeros del reino, y facultar al señor de Albatera para que organizara un cuerpo de ejército que comenzara á obrar por la parte de Orihuela. También el duque de Segorbe, don Alonso de Aragón, hijo del infante don Enrique, se ofreció voluntariamente á socorrer con gente de su reino á los de Morella, hacia donde avanzaba con sus comuneros el carpintero Estellés. Después de algunos movimientos se encontraron las tropas de Estellés con las del duque de Segorbe en Oropesa, y empeñada allí una acción, bien sostenida por ambas partes, fueron al fin vencidos los agermanados, y presos Estellés y sus oficiales, y conducidos á Castellón, fueron ahorcados él y doce más de los principales entre los suyos.

Algunas ventajas obtenidas en otros puntos por las germanías no bastaron á atenuar la irritación que produjo en Valencia la derrota de la división de Estellés y los suplicios de sus jefes. Sonó la campana de rebato,

(1) «Nunca para esto se inventó la germanía,» había dicho Juan Lorenzo al presenciar el sacrilegio y la atrocidad: y volviéndose á Vicente Peris y á uno de los asesinos les dijo: «Vosotros dos seréis la perdición de Valencia.» El pronóstico de Juan Lorenzo se cumplió. - Escolano, lib. X, cap. 1x.

congregáronse en la plaza de San Francisco más de dos mil hombres, y sin que los ruegos de la clerecía, ni las lágrimas de las mujeres y ancianos fueran bastantes á contenerlos, salieron animosos de la ciudad y se alojaron aquella noche en Catarroja, donde por renuncia del jurado Jaime Ros que los mandaba nombraron general al confitero Juan Caro. Reforzados en su marcha por gente de las germanías que se les allegaba, entraron en Alcira, desde cuyo punto, en número ya de cuatro mil hombres, hicieron una excursión y emprendieron el ataque del castillo de Corbera defendido por caballeros. Después de algunos combates infructuosos, marchó Juan Caro hacia Játiva, cuyo castillo estaba por los nobles, con noticia que tuvo de que el virrey se disponía á sitiar la ciudad. Pero antes tuvo Juan Caro que acudir á Mogente, para impedir que el señor de esta villa se incorporase al virrey. También aquí fueron inútiles los asaltos que por cinco veces dió al castillo, si bien en uno de ellos consiguió clavar dos banderas en lo alto del muro. Avanzó, en fin, sobre Játiva, decidido á libertar la ciudad rindiendo la fortaleza. Resistieron por algunos días los caballeros que la guardaban, mas por último tuvieron que entregarse á los populares á condición de que los dejaran ir libres. Sin embargo, uno de ellos, llamado don Guillén Crespi, fué asesinado al salir de la ciudad. En este sitio murió el jefe de la germanía de Alcira Tomás Urgellés, siendo reemplazado por Vicente Peris, terciopelero de oficio y no menos audaz que Juan Caro.

Mientras este último rendía el castillo de Játiva, entraba en Valencia un comisionado de la germanía de Murviedro á pedir socorro á los Trece, no sólo contra el duque de Segorbe que los hostigaba con correrías, sino también contra dos mil moros del país que se habían levantado en favor de la nobleza. Para concitar más los ánimos llevaba el mensajero sobre dos caballos los cadáveres de dos jóvenes que se encontraron ahogados en la acequia de Murviedro, de cuyo crimen se culpaba á los moros que se habían alzado por el partido de los nobles. Al rumor de la noticia y á la vista del espectáculo se armó instantáneamente el pueblo; un fraile agustino, llamado fray Lucas Bonet, corría las calles con un crucifijo en la mano arengando al pueblo y excitándole á vengar la muerte de los dos jóvenes, que llamaba mártires de Jesucristo. A la cabeza de la muchedumbre se dirigió el fraile á la catedral en busca del estandarte de la cruzada, que se negó á entregarle el cabildo. Entonces un mancebo, hijo de un escribano, se comprometió á sacar de la casa municipal la bandera que se enarbolaba en las guerras contra los moros, y así lo ejecutó entre los aplausos de la multitud, colocándola en la puerta de Serranos. Por su parte el religioso fray Lucas puso á la ventana de su casa un crucifijo entre dos banderas, como símbolo de la guerra santa que los exhortaba á emprender. Al día siguiente salían de Valencia en dirección de la antigua Sagunto cinco mil agermanados, mandados por el jurado Jaime Ros, llevando la bandera de la ciudad el cardador Miguel Marza, y haciendo de maestre de campo el mesonero Juan Siso. Era ya el verano de 1521.

Con la gente que se les agregó de Murviedro ascendía la legión de los agermanados hasta siete ú ocho mil hombres. El duque de Segorbe, que se hallaba en Almenara con una mitad de gente, de la cual acaso la mayor

parte era de los moros allegados, supo atraer los enemigos á la llanura donde pudiera maniobrar la caballería, en que llevaba gran ventaja á los de Valencia. Así fué que á pesar de la inferioridad numérica de los realistas, fueron los de la germanía destrozados, dejando en el campo cerca de dos mil hombres, si bien costó también al duque la pérdida de muchos caballeros de distinción (18 de julio, 1521). Recayeron sospechas de traición en el mesonero Juan Siso, y en su virtud fué alanceado en la plaza pública de Murviedro. No fué tan feliz el virrey, conde de Mélito, que alentado con la victoria del duque de Segorbe, acometió con cuatro mil quinientos hombres los agermanados que acaudillaba el intrépido y brioso Vicente Peris en Biar, y tuvo que retirarse vergonzosamente vencido y con no pocas bajas en sus filas; y aun de los nobles que se hallaron en la batalla, unos se retiraron con el virrey á Denia, otros se embarcaron á Peñíscola, y otros se internaron en Castilla (1).

Vicente Peris era el terror de los nobles en aquella comarca, y de los moros que auxiliaban al virrey. Cerca de seiscientos de éstos, refugiados en el castillo de Polop, se rindieron á las tropas de Peris, que les ofrecieron perdón con tal que recibieran el bautismo. Fiados en esta palabra y accediendo á la condición, salieron aquellos infelices y se dejaron bautizar. Mas no bien se verificó la ceremonia cristiana, se arrojaron sobre ellos los agermanados y los degollaron á todos bárbaramente, diciendo que aquello «era echar muchas almas al cielo y mucho dinero en las bolsas. >>

Para ver de abatir á los populares que tan pujantes y soberbios se ostentaban, y de poner término á tan desastrosa lucha, se avistó el duque de Gandía con el condestable y el almirante de Castilla, gobernadores á la sazón de este reino, y acordaron que la gente que los caballeros castellanos reclutaban en Andalucía fuese en auxilio del virrey de Valencia, y que el marqués de los Vélez obraría también en combinación con los señores valencianos por la parte de Orihuela. Tan oportunamente acudió el de los Vélez, que no sólo llegó á tiempo de apoderarse de Elche, donde los agermanados estaban dando harto que hacer al almirante de Aragón y á los magnates del país, sino que tomando sucesivamente á Aspe, Crevillente y Alicante, libertó también el castillo de Orihuela que defendía don Jaime Despuig, próximo ya á rendirse á los plebeyos. No esquivaron éstos presentar batalla á los nobles reunidos, confiando la dirección de su hueste al escribano Pedro Palomares. Pero el resultado de la batalla fué calamitoso y terrible para los agermanados (20 de agosto). Contáronse en ella hasta cuatro mil muertos; con los cadáveres se cubrió una acequia, en términos de pasar por encima de ellos como por un puente la caballería de los vencedores: el caudillo Palomares fué preso y decapitado, y los Trece que formaban la Junta de la ciudad fueron también ahorcados en la plaza. De resultas de la derrota de Orihuela se sometieron á los nobles, abandonando la causa de las germanías, casi todos los pueblos situados entre Orihuela y Játiva.

(1) Cuando le preguntaron los nobles qué harían, respondió el virrey: «Que se dé cada uno cobro: batalla han querido, buena batalla les queda.» Y picó su caballo y se partió volando á Denia á poner en salvo su mujer y sus hijos.

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