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CAPÍTULO IX

CORONACIÓN DE CARLOS V.-PRIMERAS GUERRAS DE ITALIA

De 1520 á 1522

Salida de Carlos de España.-Va á Inglaterra.—Situación, carácter y relaciones de los reyes de Francia é Inglaterra.-El cardenal Wolsey.-Alianza de Carlos con Enrique VIII.-Coronación de Carlos V en Aix-la-Chapelle.-Entrevista de Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra en el Campo de la Tela de Oro.-Relaciones entre los monarcas y príncipes de Europa.-Guerra del Luxemburgo.-Rompimiento entre Carlos V y Francisco I.— Guerra de Navarra.—Toman los franceses á Pamplona y sitian á Logroño.-Son rechazados.-Guerra de Milán.— Alianza entre el emperador, el papa y Enrique VIII.-Los franceses expulsados de Milán.Muerte del papa León X.-Elección de Adriano, regente de Castilla.-Nueva guerra y derrota de franceses en Lombardía.-Vuelve Carlos V á Inglaterra.—Guerra entre ingleses y franceses.-Regresa el emperador á Castilla.

Gana y deseo vehemente teníamos ya de dar algún desahogo al espíritu fatigado del sombrío cuadro de las guerras civiles, y de apartar nuestra vista de los campos de Castilla y de Valencia regados con sangre española, vertida por españoles mismos en batallas y cadalsos, y de esparcirla por más ancho horizonte, y de distraer nuestro ánimo y el de nuestros lectores con espectáculos de otra índole que estaban representándose en otro más vasto teatro.

Y en verdad, tan pronto como se tienden al viento las velas de la nave que desde la Coruña conducía á Carlos de Gante á los dominios del imperio que acababa de heredar (mayo de 1520), desde aquel momento no puede menos de desplegarse á los ojos de nuestra imaginación el cuadro general de la Europa, en que el regio navegante está llamado á representar el primer papel. En efecto, el nieto de los Reyes Católicos, joven de veinte años, pero rey ya de Castilla, de Aragón, de Navarra, de Valencia, de Cataluña, de Mallorca, de Sicilia, de Nápoles, de los Países Bajos, de una parte de África, y de las vastas islas é ilimitados continentes del Nuevo Mundo, va á agregar á tan grandes y ricas coronas la del imperio alemán, cuya elevadísima posición le ha de obligar á entenderse con todos los soberanos de Europa, y á tomar una parte principalísima en todas las grandes cuestiones y en todos los grandes intereses del mundo y del siglo; de un mundo y de un siglo en que encontraba ya dominando príncipes tan grandes como Francisco I de Francia, como Enrique VIII de Inglaterra, como Solimán el Magnífico de Turquía, y como León X, que desde la silla de San Pedro regía y gobernaba la cristiandad; «cada uno de los cuales, hemos dicho en otra parte, hubiera bastado por sí solo para dar nombre á un siglo (1).»

Francisco I de Francia, rival ya de Carlos desde sus frustradas pretensiones al imperio, con todo el resentimiento de un pretendiente desairado,

(1) Discurso preliminar, t. I, pág. LIX.

y con toda la envidia que inspira el amor propio mortificado con la preponderancia alcanzada á los ojos de Europa por otro contendiente más feliz (1); soberano de un reino grande, enclavado en el centro de Europa, y fuerte por la unidad que acababa de alcanzar; dotado de un espíritu caballeresco, que no cuadraba ya á la época, pero alimentado por la lectura de los libros de caballería; dueño del Milanesado, que el imperio alemán miraba como feudo suyo, y cuya investidura no había logrado aún el monarca francés; con pretensiones todavía al reino de Nápoles, de que su antecesor había sido desposeído por Fernando el Católico; conservándolas Carlos al ducado de Borgoña, que el astuto Luis XI de Francia había desmembrado de la herencia de Carlos el Temerario; interesado Francisco en que se restituyera el reino de Navarra á Enrique de Albret, y con aspiraciones el rey de Francia á dominar sobre las dos vertientes de los Alpes, puédese descubrir cuán imposible era augurar ni prometerse que se mantuvieran amigos dos jóvenes príncipes, entre quienes tantos y tan graves y complicados motivos de rivalidad existían, á pesar del tratado. de paz de Noyón (2). Para un caso de rompimiento, Carlos contaba con mucho mayor poder y con mucho más vastos dominios que Francisco, pero de tal manera desparramados, que no le había de ser posible colocarse nunca en el centro, de modo que pudiera atender fácilmente á las necesidades que en los puntos extremos pudieran ocurrir. La Francia, mucho más pequeña que la totalidad de aquellos inmensos Estados, pero más fuerte que cada uno de ellos, estaba en más ventajosa posición para defenderse y para ofender.

Enrique VIII de Inglaterra, que había reunido en su persona los opuestos derechos de las familias de Yorck y de Lancaster; que había subido al trono en una de las épocas más felices para su pueblo; que había heredado paz y tesoros; activo, emprendedor, ambicioso, diestro en los ejercicios militares, y con un carácter acomodado á las inclinaciones de sus súbditos, se hallaba en una posición de todo punto diferente de la del monarca francés. Separada la Inglaterra del continente europeo, al abrigo de una invasión extraña, dueña del puerto de Calais, que le abría la entrada en Francia y le franqueaba el camino á los Países Bajos, hallábase el rey Enrique en disposición de mantenerse neutral, de poder ser mediador entre Carlos y Francisco, y de impedir el desequilibrio europeo que pudiera ocasionar la preponderancia de uno de los dos rivales. Pero no tenía Enrique ni la habilidad ni la calma para mantener tan ventajosa posición, y sobrábale pasión y vanidad para conocer como debiera sus verdaderos intereses y los de su reino. Verdad es que tanto como á su carácter culpa

(1) Cuéntase que decía el monarca francés cuando se agitaban las pretensiones: «Cortejamos á una misma dama; empleemos cada cual para lograrla todos nuestros esfuerzos; mas luego que ella haya designado al rival más dichoso, toca al otro conformarse y quedar tranquilo.» Pronto había de acreditar que tales propósitos se hacen mejor que se cumplen.

(2) En este célebre tratado (13 de agosto de 1516), se había concertado entre otras cosas el matrimonio de Carlos con Luisa hija de Francisco de Francia, niña de pocos meses; como en seguridad del auxilio y asistencia que se habían prometido, aun en sus respectivas conquistas.

la historia á los consejos y al influjo de su primer ministro y favorito el cardenal Wolsey, hombre devorado de la ambición y de la codicia, y lleno de orgullo por la solicitud con que los príncipes mismos buscaban su amistad y le adulaban, como el mejor medio para congraciarse con el rey (1).

Había logrado el rey de Francia granjearse el favor del cardenal inglés, halagando su codicia con una considerable pensión, y su vanidad consultándole en los más arduos é importantes negocios; y por su mediación había ajustado el casamiento del delfín con la hija de Enrique, y concertado tener los dos monarcas una solemne entrevista, á que asistiera todo lo más brillante de las cortes de Europa. Temiendo el rey Carlos de España las consecuencias de esta unión, determinó ganar á su rival por la mano, y desde la Coruña se dirigió á Inglaterra, desembarcando en Douvres (26 de mayo, 1520), sin avisar de ello á Enrique, á quien sorprendió y halagó tan inesperada visita. En solos cuatro días que permaneció Carlos en Inglaterra consiguió atraerse y separar de la amistad de la Francia al rey Enrique y á su ministro favorito; á éste prometiéndole todo su valimiento para que un día cambiara el capelo de cardenal por la tiara pontificia, que sabía ser el sueño dorado de Wolsey: á aquél ofreciendo hacerlo árbitro de todas sus diferencias con Francisco I. Seducidos ambos con tan bellas promesas, agasajaron á Carlos á competencia, y Enrique le dió palabra de pagarle su atención, volviéndole la visita en los Países Bajos, tan luego como tuviera la acordada entrevista con el francés.

Despidiéronse con esto afectuosamente ambos monarcas, y Carlos se reembarcó para Flandes, donde permaneció poco tiempo, y de allí partió á Aix-la-Chapelle, ciudad designada en la Bula de Oro para la coronación de los emperadores. Allí, con la más suntuosa magnificencia, y á presencia de la asamblea más brillante y más numerosa que jamás se había visto, vestido Carlos de una ropa talar de brocado, con un rico collar al cuello, se hizo la solemne ceremonia (23 de octubre), ungiendo sus manos y colocando la corona de Carlomagno en su cabeza los arzobispos de Colonia y de Tréveris (2).

(1) He aquí el retrato que hace Robertson de este prelado: «De la hez del pueblo, dice, había este hombre subido á una elevación que no había podido alcanzar vasallo alguno, pues dominaba como amo imperioso al más orgulloso é intratable de los reyes. Sus cualidades le hacían á propósito para sostener el doble papel de ministro y favorito. Un juicio profundo, una aplicación infatigable y un conocimiento cabal del estado del "reino, unido al de los intereses y miras de las cortes extranjeras, le hacían capaz de ejercer la autoridad absoluta que se le había confiado; mientras que sus finos modales, la gracia de su conversación, su insinuante genio, su gusto por la magnificencia y sus progresos en el género de literatura que más agradaba á Enrique le captaban la confianza y el afecto del joven rey. Lejos estaba Wolsey de emplear en bien de la nación, ó del verdadero engrandecimiento de su amo, la amplia y casi regia autoridad de que gozaba, antes codicioso y pródigo á la vez, nunca se saciaba de riquezas, etc.) Historia del emperador Carlos V, lib. II.

(2) El obispo Sandoval, en el lib. X de su Historia de Carlos V, trae todo el largo ceremonial de la entrada del emperador en Aix-la-Chapelle (Aquisgrán) y de su coro

nación

Antes de esto se había verificado ya en Ardres, ciudad de la costa de Francia, la célebre y fastuosa entrevista de Francisco I y Enrique VIII en la llanura llamada Campo de la Tela de Oro, famosa reunión, por el lujo, el boato y la esplendidez que ostentaron los nobles de ambos reinos, que como dice un escritor francés (1), «llevaban sobre sus cuerpos sus molinos, sus bosques y sus prados:» fiesta de placer y de etiqueta, solemnizada por espacio de diez y ocho días con juegos y ejercicios en que reinó la galantería, la elegancia y el buen gusto (2). Concluída aquella fiesta, Enrique VIII pasó á visitar á Carlos en Gravelines, donde estrecharon su alianza los dos soberanos, acompañando después Carlos á Enrique hasta el puer to de Calais.

Entre los graves negocios que reclamaban la presencia del recién coronado emperador en Alemania el más importante de todos era el de la reforma religiosa proclamada por Lutero. Interesaba á la cristiandad, y urgía atajar la revolución y el cisma que amenazaban producir las nuevas doctrinas difundidas por el fraile alemán, y á este efecto convocó el emperador la dieta imperial para el 6 de enero (1521) en la ciudad de Worms. Pero antes de informar á nuestros lectores de lo que se determinó en la dieta de Worms sobre la famosa Reforma, origen de grandes acontecimientos materiales y principio de una revolución en las ideas del mundo, piedra de toque de todos los principales sucesos y complicaciones de este reinado y de este siglo, de la cual por lo mismo nos proponemos hablar separadamente, cúmplenos para la mayor claridad histórica dar cuenta de las causas y de las primeras consecuencias del rompimiento que ya se temía entre los dos poderosos rivales Carlos V y Francisco I.

Temiendo ya este rompimiento, que la política del ministro Chièvres había podido retardar, cada uno de los dos monarcas había procurado hacerse aliados y amigos, en lo cual también se anticipó al francés el emperador, que desde su salida de España obraba con una previsión, una destreza y una energía, que el emperador de Alemania no parecía ser el rey de España, y en los asuntos generales de Europa mostrábase muy otro que en los negocios del reino español. De contado tuvo la habilidad de halagar la ambición de su hermano Fernando cediéndole el ducado hereditario de Austria, con lo que contaba un aliado seguro en aquella frontera. La amistad de Enrique VIII era un gran peso en la balanza de su poder, como lo significaba sobradamente la arrogante divisa no sin fundamento adoptada por el monarca inglés: Cui adhæreo, præest: «á quien yo me adhiero, aquel prevalece.» Una vez inclinado el rey de Inglaterra del lado del emperador, restábale á Francisco I de Francia ganar el favor del papa León X, que había empleado todo su estudio en mante

(1) Du Bellay.

(2) Cuéntase que en estas fiestas, habiéndose retirado ambos reyes á una tienda de campaña, donde bebieron juntos, asió Enrique del cuello á Francisco y le dijo: Hermano, es menester que luchemos los dos: y que se esforzó una ó dos veces para echarle la zancadilla: pero Francisco, que era más diestro luchador, le cogió por la mitad del cuerpo y con prodigiosa violencia le tiró al suelo: que quiso Enrique renovar la lucha, mas no se lo permitieron. Mem. de Fleuranges, cit. por Robertson.

ner cuanto le fué posible su neutralidad y en diferir la hora de decidirse por uno de los dos soberanos. Llegado el momento de resolverse, logró el de Francia pactar con él un tratado de partición de Nápoles. Pero bajo este pacto ostensible celebró secretamente otro más serio con el emperador, en que concertaron unirse para arrojar los franceses de Italia, dando el Milanesado en usufructo al duque Francisco Sforza, y comprometiéndose el emperador á devolver á la Iglesia los ducados de Parma y Plasencia, á sostener en Florencia los Médicis, y aumentar el tributo que con el feudo de Nápoles pagaba á la Santa Sede. Así se apartó León X de la prudente neutralidad que tanto le hubiera convenido, ya que no tenía el genio y la osadía de Julio II. Venecia seguía su acostumbrada política expectante, y las demás repúblicas y príncipes de Italia estaban más para guardarse y defenderse lo mejor que pudieran, que para moverse y ofender á otros.

No pudiendo sufrir Francisco I, aunque desprovisto de aliados, el engrandecimiento de su rival, y deseando tener motivo ó pretexto para romper el tratado de Noyón, discurrió, á guisa de rey-caballero, cuyo dictado se daba, ayudar á su infortunado pariente Enrique de Albret en sus pretensiones á la corona de Navarra, incorporada desde Fernando el Católico á la de Castilla. Pero era menester cohonestar la ruptura con Carlos, para lo cual se le deparó la ocasión siguiente. Roberto de la Marca, que estaba al servicio del emperador, por un desaire que sufrió en sus pretensiones á un castillo del ducado de Luxemburgo se despidió de Carlos, y pasando á Francia levantó gente y se metió por las tierras del Luxemburgo que pertenecían al imperio. Comprendió luego el emperador de dónde podía venirle aquel golpe, y quién era quien había promovido ó alentado la agresión, y sin dejar de enviar contra el rebelde Roberto al duque de Nassau, despachó un mensaje al rey de Francia haciéndole cargo de haber roto la paz de Noyón, cargo de que procuró excusarse Francisco I. Mas como á los pocos días continuasen las hostilidades, á pesar de la mediación y de las conferencias de paz abiertas por Enrique de Inglaterra en Calais, la guerra prosiguió por Luxemburgo y las fronteras de Flandes, sosteniéndola por parte del emperador el duque de Nassau, por la del rey de Francia La Marca, Bayard y el condestable de Borbón: guerra que hizo al emperador ponerse en marcha para los Países Bajos, que dió por resultado una alianza secreta entre el emperador, el papa y el rey de Inglaterra contra el de Francia, y que fué como el pequeño preludio de otros más graves acontecimientos.

Rotas ya entre los dos monarcas las hostilidades, que habían de durar toda su vida con pocos intervalos, parecióle á Francisco que las alteraciones en que España andaba por aquel tiempo envuelta con motivo de las guerras de las comunidades de Castilla y de las germanías de Valencia, ofrecían oportuna ocasión para acometer la Navarra en auxilio de Enrique de Albret. Envió, pues, de este lado de los Pirineos un ejército al mando de Andrés de Foix, señor de Lesparre (1), hermano de Mr. de Lautrec, virrey de Milán. Navarra estaba en efecto desguarnecida de tropas,

(1) El Mr. de Asparrós, que dicen Sandoval y nuestros historiadores.

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