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y no les fué difícil á los franceses apoderarse de Pamplona, que el virrey duque de Nájera había desamparado; y pasando el Ebro y siguiendo adelante casi sin resistencia pusieron sitio á Logroño. Por fortuną para el emperador los gobernadores de Castilla acababan de quedar desembarazados de la guerra de las comunidades con la derrota de los comuneros en Villalar, y convocando y allegando cuanta gente pudieron, y ofrecién dose á servirles para rechazar la invasión extranjera muchos de los mismos que habían peleado en favor de los populares, acudieron todos al peligro, obligaron á los franceses á levantar el sitio de Logroño (1), y continuaron rechazándolos y persiguiéndolos hasta lograr batirlos en un campo entre Esquiroz y Noaín. El señor de Lesparre tuvo la temeridad de aceptar allí la batalla sin esperar los refuerzos que le llevaba el de Albret. El resultado fué quedar derrotado y deshecho el ejército francés (30 de junio, 1521), con no poca gloria del condestable, del almirante, del duque de Nájera y demás caballeros castellanos que á aquella batalla concurrieron, siendo pocos los franceses que pudieron volver á su tierra, porque los montañeses navarros les atajaban, como de costumbre, los desfiladeros, y los mataban en aquellos peligrosos pasos tan funestos á los soldados de Francia.

Algunos meses más adelante (fines de setiembre) hicieron los franceses otra invasión en España: tomaron las fortalezas del Peñón y de Maya, y lo que fué más sensible, rindieron á Fuenterrabía en Guipúzcoa, que custodiaba el capitán Diego de Vera, y dejándola bien pertrechada se volvieron á Bayona (octubre). Causó mucho dolor esta pérdida en Castilla, y el fiscal real entabló acusación contra Diego de Vera, que tuvo necesidad de dar sus descargos. Para mantener en respeto á los franceses y contener sus progresos se destinó á San Sebastián con buenas compañías de guarnición á don Beltrán de la Cueva, primogénito del duque de Alburquerque, hombre reputado por valeroso; pero ni los franceses trataron ya de internarse más, ni se recobró Fuenterrabía. Harto tenían aquéllos que hacer por otro lado.

Como uno de los designios del emperador y del papa fuese arrojar de Italia á los franceses, cuya dominación había sido siempre repugnante y odiosa á los italianos más que la de otra nación alguna (2), extendióse también la guerra por el Milanesado, á la cual dió buena ocasión el carácter y conducta del mariscal de Lautrec, que mandaba en Milán, general experto y hábil, pero codicioso, altivo é insolente, que con sus exacciones y sus violencias tenía irritados á los milaneses y había hecho aborrecible

(1) En premio de sus servicios en esta guerra, el emperador declaró á la ciudad y habitantes de Logroño libres de servicios, pechos y armas, y al condestable le confirmó los diezmos del mar.

Por este tiempo había muerto ya el ministro y antiguo ayo de Carlos V, señor de Chievres, que tan funesto había sido á España. Dicen que aceleró su muerte el pesar de haberse hecho sin su consulta ni conocimiento la alianza entre el emperador, el papa y el rey de Inglaterra contra el de Francia.

(2) «La flema de los alemanes y la gravedad de los españoles, dice Robertson, se avenían mucho mejor con el celoso carácter y ceremoniosos modales de los italianos que la vivacidad francesa, sobrado galante y poco atenta al decoro.»>

y execrable el nombre francés. Uno de los que habían salido huyendo de sus tiranías, el vice-canciller Jerónimo Morón, se había refugiado en casa de Francisco Sforza, y reveládole un plan para sorprender muchas plazas en aquel ducado. El papa no sólo acogió y alentó este proyecto, sino que habiéndose atrevido el de Lautrec á acometer, aunque sin fruto, una plaza de los dominios pontificios (1), valióse de esta ocasión para declarar abiertamente la guerra al virrey de Francia en Milán de concierto con el emperador. Dióse el mando de las tropas imperiales y pontificias á Próspero Colona, general prudente y consumado, compañero en otro tiempo del Gran Capitán español, el segundo de Gonzalo de Córdoba y su émulo después. Sorprendió esta novedad comunicada por Lautrec al rey Francisco I, que teniendo una parte de sus tropas en los Países Bajos, otra en las fronteras de España, y no esperando tan repentino ataque por la parte de Italia, se apresuró á pedir auxilios á sus aliados los suizos, y á mandar á Lautrec que se retirase inmediatamente á su gobierno y cuidara de la defensa de Milán.

Lautrec, á pesar de las dificultades y entorpecimientos que experimentó, llegó á reunir un ejército respetable, con el cual pudo detener algún tiempo los progresos de las tropas confederadas y defender su Estado. Mas por una combinación artificiosa que supo emplear el cardenal de Lyón su enemigo, mientras que la legión suiza que militaba bajo las banderas imperiales continuó al servicio del emperador y del papa contra una orden de la dieta helvética, que le fué interceptada y no comunicada, los suizos auxiliares de Lautrec, que constituían su fuerza principal, obedeciendo aquella orden que les fué intimada, abandonaron las filas francesas retirándose á sus cantones. Disminuído así el ejército francés, el general de los imperiales Próspero Colona atravesó el Adda, y obligó á Lautrec á recogerse en Milán; un desconocido que salió de la ciudad al campamento de los aliados les reveló el modo y la hora en que podían sorprender la plaza; en su virtud de orden de Colona avanzó el marqués de Pescara con la infantería española, siguió á éste todo el ejército; al llegar á la puerta de la ciudad huye la guardia, prosigue internándose casi sin resistencia el ejército y se encuentra dueño de la población, sin tener tiempo Lautrec para otra cosa que para dejar guarnecida la ciudadela y retirarse él á territorio veneciano. El ejemplo de Milán es seguido por otras ciudades. Parma y Plasencia vuelven al dominio de la Santa Sede, y fuera de Cremona, del castillo de Milán y de algunos otros fuertes poco considerables, no queda nada á los franceses de todas sus conquistas en Lombardía.

Tal fué el trasporte de júbilo que causó al pontífice León X la noticia de este suceso feliz, que habiéndole cogido con una fiebre que estaba bien lejos de creerse peligrosa, le alteró de tal manera y agravó de tal modo su enfermedad, al decir de muchos historiadores, que en pocos días le condujo al sepulcro (2 de diciembre, 1521), en el vigor, de su edad y en los momentos que más le sonreía la fortuna. La muerte del papa trastornó

(1) Reggio, donde mandaba el célebre historiador Guicciardini, que rechazó á los franceses.

la marcha de los sucesos: los cardenales que seguían al ejército, dejaron los campamentos militares para asistir al conclave: los suizos, atrasados en sus pagas, se fueron á sus cantones, y para la defensa del Milanesado no quedaron más tropas que las españolas y algunos alemanes al servicio. del emperador. Buena ocasión para Lautrec, si no se hubiera hallado sin soldados y sin dinero, y si Colona y Morón no hubieran sido tan á propósito para frustrar sus débiles tentativas.

Reunióse el sacro colegio para la elección de pontífice. Fiado en la promesa del emperador, esperaba el cardenal Wolsey que sería para él la tiara en la primera vacante, pero su nombre apenas fué pronunciado en el conclave. Quien contaba con más probabilidades era Julio de Médicis, sobrino del papa difunto, y el más distinguido de los miembros del colegio; pero contrariado por los viejos cardenales, él y sus partidarios dieron sus votos al cardenal Adriano de Utrech, que gobernaba la España á nombre del emperador; en despique le dió también sus sufragios la otra fracción del conclave, y con sorpresa de todos salió electo por unanimidad (9 de enero, 1522) en tan delicadas circunstancias un extranjero, ausente, y desconocido de los mismos electores. Pero fuese casualidad, ó mañosa combinación de alguno, se vió elevado á la silla de San Pedro el antiguo preceptor de Carlos V, su regente en España y hechura suya, con lo cual creció grandemente el influjo, la importancia y el poder del emperador en Europa.

Pero esto mismo excitó más los celos y la envidia de su rival Francisco I, que determinado á hacer un esfuerzo para arrancar á Carlos sus últimas conquistas de Lombardía, reclutó otra vez diez mil suizos, y facilitó algún socorro de dinero á Lautrec, que con estos elementos hubiera podido poner en apuro á los conquistadores y defensores de Milán, si otra vez no hubieran sido funestos á los franceses los auxiliares de Suiza. Debíanseles ya á éstos algunas pagas; una escolta que iba de Francia con dinero fué detenida por el vigilante Morón; con esta noticia se agruparon los suizos en derredor de Lautrec, pidiendo tumultuariamente y á gritos ó las pagas ó el combate. En vano les expuso la imposibilidad de lo primero por falta de numerario, y la temeridad y peligro de lo segundo, atendidas las posiciones que Colona ocupaba en la Bicoca. Los suizos se obstinaron en dar la batalla para ver de salir de aquella situación, y fué menester llevarlos á la pelea al día siguiente (mayo, 1522). Ellos combatieron con desesperado arrojo, pero habiendo perdido sus más bravos oficiales y sus mejores soldados, tuvieron que retirarse del campo de batalla, y de allí los que quedaron se volvieron á los cantones de la Helvecia. Lautrec, abandonado de nuevo, tuvo por prudente regresar á Francia, dejando guarnecidos algunos puntos, que todos se fueron rindiendo, á excepción de la ciudadela de Cremona.

Alentado Colona con el éxito de las dos campañas de Milán, procedió á arrojar á los franceses de Génova, donde todavía dominaban, y era siempre un punto de apoyo para la reconquista del Milanesado. Los partidos. interiores de aquella importante ciudad le facilitaron su reducción casi sin resistencia, y la Francia se vió otra vez desposeída de todas sus conquistas y arrojada de Italia.

TOMO VIII

11

La feliz situación de los negocios en Italia y en España permitió al emperador pensar en su regreso á este último reino, y cumplir así la palabra que al partir había empeñado de volver antes de los tres años. Pero antes quiso visitar otra vez á su aliado el rey de Inglaterra, ya con el fin de estrechar los lazos de amistad que con él le unían y empeñarle en la guerra con Francia, ya con el de desenojar al cardenal Wolsey, á quien suponía resentido por el desaire del conclave en la elección de papa. Uno y otro objeto logró Carlos cumplidamente en su viaje á Inglaterra. Las muestras de consideración y deferencia, juntamente con el aumento de pensión que de Carlos recibió el cardenal, las nuevas promesas que aquél le hizo de apoyar sus pretensiones en otra vacante, y la esperanza de que ésta no tardaría mucho en ocurrir, atendidos los muchos años y no pocos achaques del nuevo pontífice, todo contribuyó á templar el enojo del altivo Wolsey, que continuó mostrándose tan propicio como antes al emperador. Enrique VIII, halagado con esta nueva visita de Carlos, se ligó con él más estrechamente, le prometió la mano de su hija María, y adoptó todos sus proyectos de guerra contra la Francia. El pueblo inglés, lisonjeado en su orgullo nacional con la elección que hizo el emperador del conde de Surrey para su primer almirante, se prestó con ardor á pelear contra los franceses.

Compréndese bien el mal humor con que recibiría Frascisco I la declaración de guerra de parte del inglés, después de sus recientes derrotas en Italia. Sin embargo, se preparó á recibir al nuevo enemigo; y como las guerras y los placeres le hubiesen agotado el tesoro, apeló á recursos extraordinarios, creó y vendió empleos, enajenó el patrimonio real, y convirtió en moneda la balaustrada de plata maciza con que Luis XI había cercado el sepulcro de San Martín. Con estos arbitrios levantó un buen ejército y fortificó sus ciudades fronterizas. Dueños los ingleses del puerto de Calais, metióse en él el rey Enrique con un ejército de diez y seis mil hombres, y penetró en Picardía uniéndose á las tropas flamencas; todo esto después de haber enviado una flota á cargo de Surrey á devastar las costas de Normandía y de Bretaña. Pero Surrey no pudo tomar ninguna plaza importante, y la táctica prudente y mesurada del duque de Vendome, general del ejército francés en Picardía, detuvo los progresos de los ingleses, que después de algunas desgraciadas escaramuzas, cansados, faltos de víveres y con sus filas diezmadas, tuvieron que volverse á su reino, sin que Francisco viera pasar á poder del enemigo una sola ciudad del suyo, ni una comarca de su territorio (1).

El emperador, apenas logró la satisfacción de ver el principio de las hostilidades entre Inglaterra y Francia, se despidió de Enrique y se dió á la vela para España, donde llegó el 17 de junio (1522), hallando su reino hereditario en la situación que le hemos visto en los capítulos anteriores, á consecuencia de las alteraciones que durante su ausencia habían ocurrido y que él había dejado como incoadas. Tal y tan prósperamente habían marchado sus negocios en Europa durante los dos largos años de su ausencia de Castilla.

(1) Guicciardini, Istor., lib. XIV. - Mem. de Du Bellay. - Sandoval, Historia del Emperador, lib. X.

CAPÍTULO X

GUERRAS DE ITALIA

PAVÍA

De 1522 á 1525

El papa Adriano VI.-Su carácter.-Tentativas inútiles en favor de la paz-Nueva confederación contra el francés.-Defección del duque de Borbón.- Sus causas y sus consecuencias. Invaden los franceses el Milanesado.- El almirante Bonnivet.— Muerte del papa Adriano VI y elección de Clemente VII.-Invasión de ingleses y españoles en Francia.-Cómo se salvó este reino.- Recobran los españoles á Fuenterrabía.—Los franceses expulsados otra vez de Milán.-Muerte del caballero Bayard.-Sitio de Marsella por los imperiales, y su resultado.-Repentina entrada de Francisco I en Milán.- Grande ejército francés en Italia.-Retíranse los imperiales á Lodi.-Sitio de Pavía.-Antonio de Leiva.-Apurada situación de los imperiales en Pavía y en Lodi.-Recursos de Antonio de Leiva y del marqués de Pescara.— Célebre sorpresa de Melzo: notable estratagema: los encamisados.-Continúa el sitio de Pavía.-Solapada conducta del papa.-Imprudencia y presunción de Francisco I.-Su reto al marqués de Pescara, y contestación de éste.--Admirable rasgo de desprendimiento de los españoles.-Famosa batalla de Pavia.-Incidentes notables.-Célebre derrota de los franceses.-Prisión de Francisco I.-Cartas del rey prisionero á su madre y al emperador.-Carta de Carlos V á la madre de Francisco I.

Coincidió la vuelta del emperador á España con la marcha del nuevo pontífice Adriano á Roma, decidido después de alguna vacilación á aceptar una dignidad que no había buscado. La presencia del antiguo deán de Lovaina en la capital del orbe católico (30 de agosto, 1522) produjo en el pueblo romano tan desagradable efecto, como el que había producido la noticia de su elección. Modesto y humilde en su porte, sencillo y austero en sus costumbres, enemigo de la ostentación, del boato y de la opulencia, fué muy severamente juzgado por un pueblo, que tenía tan reciente la memoria de la fascinadora grandeza marcial de Julio II, de la seductora brillantez artística de León X, y le hubiera disimulado mejor algunos vicios, que hasta gozaban de alguna boga en la época, que las oscuras virtudes que le adornaban, y que parecían una reprensión tácita de la culta corrupción de la corte (1). Sabían además los romanos que el honrado y virtuoso Adriano, como regente del emperador de Castilla, se había conducido con debilidad, y que no era á él á quien se debía haberse sofocado las insurrecciones populares. Por lo mismo, estaban muy lejos de creerle capaz de colocarse á la altura que las complicaciones políticas de Europa y la cuestión religiosa que agitaba entonces á la cristiandad exigían del jefe de la Iglesia.

(1) Adriano, ó por capricho ó por modestia, ni siquiera quiso dejar su nombre bautismal para tomar el pontificio, según era costumbre cinco siglos hacía. Así fué que siguió nombrándose Adriano VI.

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