los centinelas del muro le decía á otro: No sé qué cosas blancas veo moverse hacia aquella parte.-Serán, contestaba el otro centinela, los árboles nevados que se menean con el viento. En esto se oyó dentro de la población el sonido de un clarín que tocaba á montar. Entonces el de Pescara se volvió á su gente, y dijo con mucho donaire: Razón es, amigos, pues estos caballeros quieren cabalgar, que nosotros como infantes vayamos á calzarles las espuelas. Y alentándolos á escalar el muro, cruzando el foso con el agua el pecho, él y el marqués del Vasto delante siempre, comenzaron los españoles á porfía á trepar la muralla apoyándose en las picas. Luego que hubieron subido varios, abrieron una puerta, por donde fueron entrando los demás en tropel á los gritos de ¡España y Santiago! que se confundían con los toques de las trompetas que sonaban en la plaza, El capitán de los de Melzo, Jerónimo Tribulcis, se encontró con el español Santillana, alférez del capitán Ribera, el que más se había distinguido en la batalla de Bicoca, y cuyas hazañas no había en Italia quien no conociera (1). Rindió Santillana al conde Jerónimo Tribulcis después de haberle herido mortalmente. Los demás fueron cogidos en la plaza y en la iglesia, muriendo pocos, pero sin escapar ninguno. Inmediatamente dispuso Pescara regresar á Lodi por el mismo camino, con los despojos, los caballos y los prisioneros de Melzo, á los cuales dejó pronto ir libres donde quisieran, para enseñar al rey de Francia cómo trataba él á los prisioneros, y ver si avergonzándole con este ejemplo templaba la rudeza y mal trato que usaba con los españoles que caían en su poder. A los pocos días recibió el marqués de Pescara un mensaje del rey Francisco, diciéndole que le daría doscientos mil escudos porque saliese á darle la batalla. Decid al rey, contestó el de Pescara al mensajero, que si dineros tiene, que los guarde, que yo sé que los habrá menester para su rescate. No tardó en verse que lo que pareció sólo una jactancia había sido una profecía. Cuando se supo en Roma la aventura de los encamisados, se puso otro pasquín que decía: Los que por perdido tenían el campo del emperador, sepan que es parecido en camisa y muy helado, y con doscientos hombres de armas presos y otros tantos infantes: ¿qué harán cuando ya vestidos y armadɔs salgan al campo? Entretanto continuaba el sitio de Pavía, sin que apenas hubieran adelantado nada los franceses, gracias á la entereza, á las enérgicas medidas y al indomable valor de Antonio de Leiva. Sin embargo, todo el mundo opinaba que la plaza tendría que rendirse por falta de recursos, y porque Francisco I dominaba todo el país con un ejército brillante de cincuenta ó sesenta mil hombres. El papa Clemente VII, con color de ser medianero entre Carlos y Francisco, enviaba emisarios al rey de Francia y al campo de los imperiales, para que se informaran de las fuerzas y de las probabilidades de triunfo de cada uno, para decidirse en favor de quien más viera convenirle, y entreteniendo á unos y á otros con buenas palabras, concluyó por favorecer con capa de neutralidad al francés, envolviendo en la (1) Había en Italia un refrán que decía: Un capitán Juan de Urbina y un alférez Santillana. misma conducta á la república de Florencia, y privando así al emperador de sus más importantes aliados. Afortunadamente esta misma confianza inspiró á Francisco I la loca idea de distraer su ejército en expediciones imprudentes, enviando al marqués de Saluzzo á reconocer á Génova, y al duque de Albany con diez mil hombres á Nápoles, expedición que consideró el virrey Lannoy tan poco peligrosa, que no quiso destacar un soldado para impedirla, diciendo: «la suerte de Nápoles se decidirá ante los muros de Pavía.» En todo esto no hacía Francisco sino seguir como antes las inspiraciones de su favorito Bonnivet, menospreciando los consejos de La Tremouille, La Paliza y otros generales veteranos en las guerras de Italia; los cuales se asustaban de verse colocados entre el ejército imperial y la guarnición de Pavía, é instaban al rey á que renunciara al sitio. Pero el rey-caballero juró morir antes que abandonarle, porque como decía Bonnivet: Un rey de Francia no retrocede nunca delante de sus enemigos, ni abandona las plazas que ha resuelto tomar. Pronto iba á pagar la Francia entera la presunción, y las imprudencias y locuras de su rey (1). Mientras él había desmembrado de este modo sus fuerzas en expediciones insensatas, el duque de Borbón entraba en Lombardía con los doce mil lansquenetes reclutados en Alemania con el favor del infante don Fernando, hermano del emperador, y se incorporaba á los imperiales en Lodi (enero, 1525). La mayor dificultad para los imperiales, y especialmente para la guarnición de Pavía, era la extrema escasez de víveres, de dinero y de municiones. Los tudescos, que constituían la mayor parte y eran los menos sufridos, amenazaban entregar la ciudad, y sólo la sagacidad y firmeza de Leiva pudieron impedir una rebelión. En este conflicto, y con noticia que del apuro tuvieron Lannoy y Pescara, discurrieron cierto arbitrio para enviar algún socorro á los de Pavía, de que merece darse cuenta. Dos intrépidos españoles, el alférez Cisneros y su amigo Francisco Romero, se encargaron de esta peligrosa comisión, ofreciéndose el primero á cumplirla con tal que le indultaran de la muerte que había dado á un soldado, y por cuyo delito andaba prófugo. Puestos de acuerdo los dos, convinieron con el marqués de Pescara en que irían al campo francés y fingirían querer ponerse al servicio del rey Francisco por las causas que llevarían estudiadas: dos labradores del país, de su confianza, que irían á los reales franceses á vender ciertos víveres, llevarían cosidos á sus jubones los tres mil escudos que se quería enviar á los de Pavía, y con ellos se entenderían para tomar el dinero y meterse con él en la plaza (1) Sismondi, Hist. des Français, t. XVI, pág. 320. – Sin embargo, ChampolliónFigeac (Captivité du Roi, Introduction, pág. XIV) sostiene que el rey, así para el sitio de Pavía como para aceptar la batalla, consultó y oyó á los viejos generales, fundándose para ello en las palabras de unas cartas patentes de la duquesa de Angulema, gobernadora del reino (fecha 10 de setiembre), que así lo expresan. No sabemos hasta qué punto influiría en el texto de las letras patentes de la regente el interés de que no cargara sobre su hijo toda la responsabilidad de aquellos desgraciados sucesos (Captivité, página 312). Garnier, Sismondi, Sandoval, Robertson y otros historiadores convienen en lo primero. cuando viesen ocasión. Con esto los dos soldados se pusieron las bandas blancas que distinguían á los franceses, y pasaron como tales por los puestos enemigos hasta llegar al real, donde tuvieron medio de presentarse al rey Francisco y ofrecerle sus servicios, que el monarca recibió con mucho beneplácito, y más cuando manifestaron no querer recibir sueldo hasta acreditar que sabían ganarlo. En este concepto sirvieron varios días, y aun pelearon como si fuesen franceses con los de la plaza, siempre estudiando una ocasión y entendiéndose con los labriegos vendedores. Cuando creyeron llegada aquélla, con pretexto del frío cambiaron sus jubones por los de los labriegos en que estaban los tres mil escudos, diciéndoles al oído: «Si mañana antes de medio día oís tres cañonazos en la plaza, id á Lodi y decid al marqués de Pescara que el socorro está en poder de Antonio de Leiva; si no los oís, decidle que hemos muerto.» Hecho esto, tomaron sus alabardas, se dirigieron de noche á una mina, degollaron á los dos centinelas que guardaban su entrada y salieron cerca del muro de Pavía; á los de la plaza que se asomaron al ruido les hablaron en español pidiendo seguro, y como no eran más que dos, el capitán Pedrarias no tuvo dificultad en permitirles la entrada. Al día siguiente tres estampidos de cañón en Pavía anunciaron á los labradores que los tres mil escudos habían llegado á manos de Leiva, y ellos corrieron á llevar la noticia á los imperiales de Lodi. Con aquel socorro Antonio de Leiva pagó á los imperiales tudescos, y uno de sus capitanes, de quien todavía desconfiaba, murió envenenado: borrón que sentimos hallar en la vida del valeroso defensor de Pavía. Dado el rey Francisco á los rasgos caballerescos y confiando en tanta y tan buena gente como tenía, envió otro reto al marqués de Pescara ofreciéndole veinte mil escudos y dándole el plazo de veinte días para que se presentase á dar la batalla, y que si dejaba de hacerlo por no tener tanta gente como él, se comprometía á que fuesen tantos á tantos. Contestóle Pescara, que estaba pronto á ello con el consentimiento que ya tenía de su general en jefe el virrey de Nápoles, y que dentro de diez días juntaría hasta diez y ocho mil hombres, con los cuales pelearía en campo igual; y que respecto á los veinte mil escudos, los guardara para una ocasión que esperaba había de venir. A esto respondió La Tremouille á nombre del rey, que era contento de salir con otra tanta gente, á condición que los fosos de una y otra parte fuesen allanados, pero que le aseguraba que con la gente de Pavía no esperara juntarse aunque el plazo fuera más largo. En fe de lo cual lo firmaba con su nombre y lo sellaba con su sello (13 de enero, 1525). Preparáronse, pues, Lannoy, Pescara y Borbón á levantar el campo y á dar la batalla que tenía en expectación á todo el mundo, de la que dependía la suerte de Italia y de Francia, y que iba á decidir la preponderancia de uno de los dos soberanos rivales. La gran dificultad era la falta absoluta de dinero para pagar por lo menos á los alemanes, que sin esto no se esperaba poderlos reducir á que se moviesen. En tal apuro el marqués de Pescara juntó una tarde á todos los capitanes de la infantería española, y en una enérgica plática les expuso la condición de los tudescos y el conflicto en que con ellos se veía; que no solamente no había sueldo que poderles dar, pero ni esperanza de recibir dinero de España ni de Nápoles, teniendo los franceses interceptados todos los caminos; que él mismo había mandado empeñar ó vender sus estados de Venecia, pero que nadie se había atrevido á realizarlo por temor á los franceses; que los jefes estaban prontos á dar todo su dinero, pero que esto era muy insuficiente recurso para tan gran necesidad. Así pues, los exhortaba y pedía que en tan solemne ocasión dieran al mundo un brillante ejemplo de desprendimiento y patriotismo, ejemplo que sería tan glorioso á España como á ellos mismos que tenían la fortuna de haber sido puestos allí por el mayor monarca del mundo para sostener su poder, renunciando su propio salario, y lo que era más, dando cada cual una parte del dinero que tuviese para pagar á los alemanes; que bien se hacía cargo de que les proponía una cosa nueva y nunca vista, pero que harto se indemnizarían luego con el gran botín que tras la victoria les esperaba. «Por tanto, concluyó diciendo, yo os ruego que me respondáis lo que pensáis hacer en todo.» La respuesta de los soldados españoles, después de dar gracias á su digno general por la mucha estima que de ellos hacía, fué, que no sólo se prestaban gustosos á marchar al combate sin paga, aunque tuvieran que vender las camisas para comer, sino que darían á los tudescos ochenta de ciento, ó seis de diez, según lo que cada uno tuviese. Con lágrimas de placer oyó tan generosa contestación el de Pescara, se procedió á recoger los dineros con su cuenta y razón, llevada por el contador del ejército, y se recaudó lo bastante para dar á cada tudesco un ducado de socorro (1). Al día siguiente se hizo un llamamiento general á todas las tropas, y en la mañana del 24 de enero, encomendado al duque de Milán el gobierno y la guarda de Lodi, se desplegaron banderas y se movió el campo con gran ruido de trompetas y tambores. Llevaba la vanguardia con la caballería ligera el marqués de Santángelo, caballero griego, gran servidor del emperador y muy estimado como guerrero. Seguía el virrey Carlos de Lannoy, general en jefe de todo el ejército, con su rey de armas delante y las insignias de su dignidad. El duque de Borbón con setecientas lanzas y muy lucida gente de armas. El marqués de Pescara, acompañado de su sobrino el del Vasto, con seis mil infantes españoles. Seguía un escuadrón de gente italiana, cuatro malas piezas de bronce y dos bombardillas de hierro, que era toda su artillería, y á retaguardia un escuadrón de tudescos muy bien provistos de hermosas picas. Aquella noche se alojaron en Marignano, lugar gloriosamente célebre para Francisco I por haber ganado en él en 1515 la famosa victoria contra los suizos, que se llamó el Combate de los Gigantes. De allí torciendo á la izquierda camino de Pavía, se detuvieron á combatir la villa fortificada de Santángelo, siendo el marqués de Pescara el primero que después de abierta la brecha entró al grito de ¡España! embrazada la rodela en que llevaba pintada la muerte. Tomado y saqueado el lugar y hecha prisionera su guarnición, movióse al (1) Relación de Fr. Juan de Oznayo, sacada de un códice de la biblioteca del Escorial. - Sandoval, lib. XI, párr. 16.—De este rasgo de patriótico desprendimiento de las tropas españolas, ó no dicen nada, ó se contentan con alguna ligera indicación los historiadores extranjeros. día siguiente (30 de enero) el ejército imperial hasta ponerse cerca del francés, dando vista á Pavía. Saludaron los franceses la aproximación de los imperiales con una salva de cincuenta cañonazos. El rey Francisco reunió su consejo de generales para resolver lo que debería hacerse. Los más opinaron por atrincherarse en algún punto bien defendido, esperando que la falta de recursos y la desesperación acabarían por disolver el ejército enemigo sin necesidad de combatirle. Pero Bonnivet, que parecía el hombre destinado á perder la Francia con sus consejos, insistió en que se diera el combate, representando el mal papel que hacía un rey de Francia retirándose á la vista de un enemigo inferior en fuerzas. El marqués de Pescara tomó el sistema de reposar de día é incomodar á los franceses todas las noches con rebatos, alarmas y falsos ataques que no los dejaban descansar. Así los tuvo cinco ó seis noches seguidas, hasta que llegaron á no inquietarse por aquellas aparentes embestidas, y cuando conoció que estaban ya desapercibidos por lo confiados, una noche los acometió de veras, penetró dentro de sus bastiones hasta su plaza principal de armas, mató mucha gente, recogió algún botín, y se volvió á salir con sus pocos españoles sin perder apenas un soldado. Estas acometidas las repitió algunas noches (1). Ya con esto empezó el monarca francés á temer aquellos mismos á quienes con tanta arrogancia había retado, y á fortificarse más y excusar la batalla, esperándolo todo de la falta de víveres y de dinero, así en el campo imperial como en Pavía. En efecto, la escasez en el campo de los españoles llegó á ser tal, que no sólo faltaba al soldado lo indispensable para el sustento de la vida, sino que no había de dónde ni por dónde pudiera venirles, y en vano se destacaban gruesas partidas á buscar qué comer, pues volvían desfallecidos sin encontrar ningún género de vianda. En tal estado se celebró consejo general de capitanes. Los unos proponían ir á Cremona, donde hallarían vituallas, los otros dirigirse á Milán, y los otros marchar sobre Nápoles. Acudió entonces el marqués de Pescara á los recursos de su enérgica oratoria, que nunca habían dejado de ser eficaces, y les dijo: «Hijos míos, no tenemos más tierra amiga en el mundo que la que pisamos con nuestros pies; todo lo demás es contra nosotros: todo el poder del emperador no bastaría para darnos mañana un solo pan. ¿Sabéis dónde le hallaremos únicamente? En el campo de los franceses que veis allí. La otra noche en la entrada que hicimos pudisteis ver la abundancia de pan, de vino y de carne que había, y de truchas y carpiones del lago de Pesca (1) «Una noche, viendo yo algunas banderas, aunque fortificadas, fuera de la frente de todo el ejército, pedí licencia para dar en ellas al duque y viso-rey; oviéronlo por mucho bueno; y así fuí con doce banderas de españoles, y creo que les matamos obra de ochocientos hombres, aunque por otra escribí á V. M. seiscientos. La noche tras-esta me llegué al aloxamiento de los tudescos con toda la arcabuzería española, y aunque no quise que entrasen, que bien lo pudieran hazer, desde su reparo les matamos obra de trescientos hombres á arcabuzazos: y algunos días antes los de Pavía dieron en cinco banderas de Juanin de Médicis, las quales tomaron, con muerte de mas de quinientos hombres de los suyos...» Parte de la batalla de Pavía, dado al emperador por el marqués de Pescara, el mismo día 24 de febrero. TOMO VIII 12 |