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cuando viesen ocasión. Con esto los dos soldados se pusieron las bandas blancas que distinguían á los franceses, y pasaron como tales por los puestos enemigos hasta llegar al real, donde tuvieron medio de presentarse al rey Francisco y ofrecerle sus servicios, que el monarca recibió con mucho beneplácito, y más cuando manifestaron no querer recibir sueldo hasta acreditar que sabían ganarlo. En este concepto sirvieron varios días, y aun pelearon como si fuesen franceses con los de la plaza, siempre estudiando una ocasión y entendiéndose con los labriegos vendedores. Cuando creyeron llegada aquélla, con pretexto del frío cambiaron sus jubones por los de los labriegos en que estaban los tres mil escudos, diciéndoles al oído: «Si mañana antes de medio día oís tres cañonazos en la plaza, id á Lodi y decid al marqués de Pescara que el socorro está en poder de Antonio de Leiva; si no los oís, decidle que hemos muerto.» Hecho esto, tomaron sus alabardas, se dirigieron de noche á una mina, degollaron á los dos centinelas que guardaban su entrada y salieron cerca del muro de Pavía; á los de la plaza que se asomaron al ruido les hablaron en español pidiendo seguro, y como no eran más que dos, el capitán Pedrarias no tuvo dificultad en permitirles la entrada. Al día siguiente tres estampidos de cañón en Pavía anunciaron á los labradores que los tres mil escudos habían llegado á manos de Leiva, y ellos corrieron á llevar la noticia á los imperiales de Lodi. Con aquel socorro Antonio de Leiva pagó á los imperiales tudescos, y uno de sus capitanes, de quien todavía desconfiaba, murió envenenado: borrón que sentimos hallar en la vida del valeroso defensor de Pavía.

Dado el rey Francisco á los rasgos caballerescos y confiando en tanta y tan buena gente como tenía, envió otro reto al marqués de Pescara ofreciéndole veinte mil escudos y dándole el plazo de veinte días para que se presentase á dar la batalla, y que si dejaba de hacerlo por no tener tanta gente como él, se comprometía á que fuesen tantos á tantos. Contestóle Pescara, que estaba pronto á ello con el consentimiento que ya tenía de su general en jefe el virrey de Nápoles, y que dentro de diez días juntaría hasta diez y ocho mil hombres, con los cuales pelearía en campo igual; y que respecto á los veinte mil escudos, los guardara para una ocasión que esperaba había de venir. A esto respondió La Tremouille á nombre del rey, que era contento de salir con otra tanta gente, á condición que los fosos de una y otra parte fuesen allanados, pero que le aseguraba que con la gente de Pavía no esperara juntarse aunque el plazo fuera más largo. En fe de lo cual lo firmaba con su nombre y lo sellaba con su sello (13 de enero, 1525).

Preparáronse, pues, Lannoy, Pescara y Borbón á levantar el campo y á dar la batalla que tenía en expectación á todo el mundo, de la que dependía la suerte de Italia y de Francia, y que iba á decidir la preponderancia de uno de los dos soberanos rivales. La gran dificultad era la falta absoluta de dinero para pagar por lo menos á los alemanes, que sin esto no se esperaba poderlos reducir á que se moviesen. En tal apuro el marqués de Pescara juntó una tarde á todos los capitanes de la infantería española, y en una enérgica plática les expuso la condición de los tudescos y el conflicto en que con ellos se veía; que no solamente no había

sueldo que poderles dar, pero ni esperanza de recibir dinero de España ni de Nápoles, teniendo los franceses interceptados todos los caminos; que él mismo había mandado empeñar ó vender sus estados de Venecia, pero que nadie se había atrevido á realizarlo por temor á los franceses; que los jefes estaban prontos á dar todo su dinero, pero que esto era muy insufi ciente recurso para tan gran necesidad. Así pues, los exhortaba y pedía que en tan solemne ocasión dieran al mundo un brillante ejemplo de desprendimiento y patriotismo, ejemplo que sería tan glorioso á España como á ellos mismos que tenían la fortuna de haber sido puestos allí por el mayor monarca del mundo para sostener su poder, renunciando su propio salario, y lo que era más, dando cada cual una parte del dinero que tuviese para pagar á los alemanes; que bien se hacía cargo de que les proponía una cosa nueva y nunca vista, pero que harto se indemnizarían luego con el gran botín que tras la victoria les esperaba. «Por tanto, concluyó diciendo, yo os ruego que me respondáis lo que pensáis hacer en todo.>>

La respuesta de los soldados españoles, después de dar gracias á su digno general por la mucha estima que de ellos hacía, fué, que no sólo se prestaban gustosos á marchar al combate sin paga, aunque tuvieran que vender las camisas para comer, sino que darían á los tudescos ochenta de ciento, ó seis de diez, según lo que cada uno tuviese. Con lágrimas de placer oyó tan generosa contestación el de Pescara, se procedió á recoger los dineros con su cuenta y razón, llevada por el contador del ejército, y se recaudó lo bastante para dar á cada tudesco un ducado de socorro (1).

Al día siguiente se hizo un llamamiento general á todas las tropas, y en la mañana del 24 de enero, encomendado al duque de Milán el gobierno y la guarda de Lodi, se desplegaron banderas y se movió el campo con gran ruido de trompetas y tambores. Llevaba la vanguardia con la caballería ligera el marqués de Santángelo, caballero griego, gran servidor del emperador y muy estimado como guerrero. Seguía el virrey Carlos de Lannoy, general en jefe de todo el ejército, con su rey de armas delante y las insignias de su dignidad. El duque de Borbón con setecientas lanzas y muy lucida gente de armas. El marqués de Pescara, acompañado de su sobrino el del Vasto, con seis mil infantes españoles. Seguía un escuadrón de gente italiana, cuatro malas piezas de bronce y dos bombardillas de hierro, que era toda su artillería, y á retaguardia un escuadrón de tudescos muy bien provistos de hermosas picas. Aquella noche se alojaron en Marignano, lugar gloriosamente célebre para Francisco I por haber ganado en él en 1515 la famosa victoria contra los suizos, que se llamó el Combate de los Gigantes. De allí torciendo á la izquierda camino de Pavía, se detuvieron á combatir la villa fortificada de Santángelo, siendo el marqués de Pescara el primero que después de abierta la brecha entró al grito de ¡España! embrazada la rodela en que llevaba pintada la muerte. Tomado y saqueado el lugar y hecha prisionera su guarnición, movióse al

(1) Relación de Fr. Juan de Oznayo, sacada de un códice de la biblioteca del Escorial. Sandoval, lib. XI, párr. 16.-De este rasgo de patriótico desprendimiento de las tropas españolas, ó no dicen nada, ó se contentan con alguna ligera indicación los historiadores extranjeros.

día siguiente (30 de enero) el ejército imperial hasta ponerse cerca del francés, dando vista á Pavía.

Saludaron los franceses la aproximación de los imperiales con una salva de cincuenta cañonazos. El rey Francisco reunió su consejo de generales para resolver lo que debería hacerse. Los más opinaron por atrincherarse en algún punto bien defendido, esperando que la falta de recursos y la desesperación acabarían por disolver el ejército enemigo sin necesidad de combatirle. Pero Bonnivet, que parecía el hombre destinado á perder la Francia con sus consejos, insistió en que se diera el combate, representando el mal papel que hacía un rey de Francia retirándose á la vista de un enemigo inferior en fuerzas. El marqués de Pescara tomó el sistema de reposar de día é incomodar á los franceses todas las noches con rebatos, alarmas y falsos ataques que no los dejaban descansar. Así los tuvo cinco ó seis noches seguidas, hasta que llegaron á no inquietarse por aquellas aparentes embestidas, y cuando conoció que estaban ya desapercibidos por lo confiados, una noche los acometió de veras, penetró dentro de sus bastiones hasta su plaza principal de armas, mató mucha gente, recogió algún botín, y se volvió á salir con sus pocos españoles sin perder apenas un soldado. Estas acometidas las repitió algunas noches (1). Ya con esto empezó el monarca francés á temer aquellos mismos á quienes con tanta arrogancia había retado, y á fortificarse más y excusar la batalla, esperándolo todo de la falta de víveres y de dinero, así en el campo imperial como en Pavía.

En efecto, la escasez en el campo de los españoles llegó á ser tal, que no sólo faltaba al soldado lo indispensable para el sustento de la vida, sino que no había de dónde ni por dónde pudiera venirles, y en vano se destacaban gruesas partidas á buscar qué comer, pues volvían desfallecidos sin encontrar ningún género de vianda. En tal estado se celebró consejo general de capitanes. Los unos proponían ir á Cremona, donde hallarían vituallas, los otros dirigirse á Milán, y los otros marchar sobre Nápoles. Acudió entonces el marqués de Pescara á los recursos de su enérgica oratoria, que nunca habían dejado de ser eficaces, y les dijo: «Hijos míos, no tenemos más tierra amiga en el mundo que la que pisamos con nuestros pies; todo lo demás es contra nosotros: todo el poder del emperador no bastaría para darnos mañana un solo pan. ¿Sabéis dónde le hallaremos únicamente? En el campo de los franceses que veis allí. La otra noche en la entrada que hicimos pudisteis ver la abundancia de pan, de vino y de carne que había, y de truchas y carpiones del lago de Pesca

(1) «Una noche, viendo yo algunas banderas, aunque fortificadas, fuera de la frente de todo el ejército, pedí licencia para dar en ellas al duque y viso-rey; oviéronlo por mucho bueno; y así fuí con doce banderas de españoles, y creo que les matamos obra de ochocientos hombres, aunque por otra escribí á V. M. seiscientos. La noche tras-esta me llegué al aloxamiento de los tudescos con toda la arcabuzería española, y aunque no quise que entrasen, que bien lo pudieran hazer, desde su reparo les matamos obra de trescientos hombres á arcabuzazos: y algunos días antes los de Pavía dieron en cinco banderas de Juanin de Médicis, las quales tomaron, con muerte de mas de quinientos hombres de los suyos...» Parte de la batalla de Pavía, dado al emperador por el marqués de Pescara, el mismo día 24 de febrero.

TOMO VIII

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ra, y de los otros pescados para mañana viernes. Por tanto, hermanos míos, si mañana queremos tener qué comer, vamos á buscarlo allí; y si esto no os parece bien, decídmelo para que yo sepa vuestra voluntad.» «Esto es lo que deseamos, contestaron á una voz los soldados, y no debéis pedirlo con lágrimas, sino decirlo con regocijo, y no lo dilatéis más, que cada hora se nos harán mil años.>>

Aquella misma noche dió el marqués á todos los cuarteles la orden siguiente: que todos se vistieran la camisa sobre el uniforme; que los que tuvieran más de una les dieran las otras á los tudescos; que los demás se hicieran capotillos de las sábanas y de las tiendas, y sombreretes blancos. de papel los que pudiesen para que fueran todos conocidos (1); y que á una hora dada pusieran fuego á los pabellones y chozas, para que los franceses pensaran que huían y salieran de sus fuertes. Hecho todo así, movióse antes de amanecer y se puso en marcha el ejército. Avisado el rey Francisco de la grande hoguera que se veía en el campo de los imperiales, «<eso es que huyen, respondió; preparar las armas para cuando venga el día, y los seguiremos hasta desbaratarlos ó arrojarlos de todo el Estado de Milán » Cuando asomó el alba, ya los imperiales habían derribado parte de la tapia de un parque que había delante de Pavía, y colocádose en él viendo todo el campo de los franceses. Ordenados los escuadrones, y cuando el sol comenzaba á resplandecer, se divisó á la izquierda el grande ejército francés, en el cual iba el rey Francisco en persona, acompañado del príncipe de Escocia y del príncipe Enrique de Albret de Navarra, el duque de Alenzón, cuñado del rey, el almirante de Francia Bonnivet, el señor de La Paliza, el virrey de Borgoña, y otra multitud de príncipes y altos personajes, «tan aderezados de armas y atavíos, que lo de los nuestros, dice el autor de la relación, era muy gran pobreza.» El ejército que mandaban era tan numeroso, que al decir del mismo testigo ocular, «apareció estar allí todo el mundo junto.» «¿Pensáis, les dijo el marqués de

(1) En la citada Relación se dan muy curiosas noticias sobre las vestimentas que llevaba cada cuerpo del ejército, y sobre los trajes y divisas de sus caudillos y capitanes «Las camisas, dice, iban cogidas las mangas sobre el codo, y las haldas á las cinturas, y todos con bandas de tafetán colorado sobre las camisas.» La infantería alemana «<llevaba sobre el coselete é camisa una capilla de fraile francisco, de que mucho reian el viso-rey é aquellos señores.» El virrey «iba muy bien armado con unas armas doradas y blancas: en el almete un penacho muy hermoso, colorado y amarillo; llevaba un sayo de brocado é raso carmesí muy lucido, sobre un caballo ruano muy bien encubierto, é todo de la mesma devisa.» El duque de Borbón «llevaba un sayo de brocado sobre un fuerte arnés blanco sin otra devisa ninguna.» El marqués del Vasto, «uno de los más apuestos caballeros que en nuestro tiempo fué visto, iba armado de unas armas de veros azules y doradas muy bien labradas; una pluma en el almete, blanca y encarnada, muy hermosa, y un sayo de tela de plata, en un caballo castaño; una camisa muy rica con un collar de muchas piedras y perlas.» El señor de Alarcón «iba bien armado con unas sobrevestas de terciopelo negro, sin otra devisa ninguna.» El marqués de Civita de Santangel, «sobre las armas un sayo de carmesí pelo, y los paramentos del caballo lo mismo » El marqués de Pescara «iba armado de una celada borgoǹona sobre un hermoso caballo tordillo que llamaba el Mantuano: no llevaba otra devisa sino la común, y unas calzas de grana, y un jubón de carmesi raso, con una camisa rica de oro y perlas.»

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ESPADA Y ESCUDO DE FRANCISCO I (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA)

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