Nápoles y de Navarra, no intentaron la conquista de Portugal por la violencia, sino la incorporación por los enlaces, parece que quisieron enseñar á las generaciones futuras el camino suave por donde algún día se deberá marchar al término de la unidad material y política de la Península española. IX. Hasta aquí no hemos hecho sino bosquejar el inmenso ensanche que tomaron los dominios españoles, y las relaciones en que entró esta nación con el resto del mundo. Réstanos trazar en breves rasgos su trasformación interior en los diversos elementos que constituyen la vida social de un pueblo. Convertir en sumisa y dócil una nobleza turbulenta y procaz, hacer de magnates rebeldes auxiliares fieles del trono, volver el mejor ornamento de la majestad á los que antes más la habían escarnecido, reducir aquellos guerreros díscolos á generales obedientes, trocar en celosos servidores del Estado y de la autoridad real á tantos soberbios reyezuelos, lograr que señores tan opulentos y avaros consintieran resignados, ya que no gustosos, en la revocación de las mercedes que los privaba de tan pingües rentas, cercenar á los orgullosos próceres añejos privilegios sin excitar turbaciones, celebrar cortes con sólo el estado llano sin reclamación de la clase aristocrática, alcanzar que muchos de aquellos altivos señores de vasallos dejaran los alcázares por las aulas, y prefirieran los grados académicos á los viejos pergaminos, la toga á la espada, y las tranquilas glorias literarias á los ensangrentados laureles de los combates; fué una de las grandes obras de Fernando é Isabel, que pareció milagrosa, y fué debida á su prudente mezcla de dulzura y de severidad, de templanza y de rigor, de premio y de castigo. Muerta Isabel, una parte de aquella nobleza quiso recobrar con las armas su cercenada opulencia y sus menguados privilegios, pero sujetóla Fernando con brazo fuerte; la mano de hierro de Cisneros la tuvo después enfrenada, y antes que ceder á sus pretensiones prefirió el adusto regente entregarla al despotismo de Carlos V. Isabel necesitó apoyarse en el estado llano para robustecer la autoridad del trono, la mayor necesidad que habían dejado los débiles y corrompidos monarcas que la habían precedido, pero lo hizo con mesura. No convirtió la clase humilde en clase privilegiada, pero abrió al mérito, al talento y á la virtud los caminos de las riquezas y de los honores. Los hombres del pueblo podían llegar, y llegaron á ser doctores de las universidades, magistrados, consejeros, generales y obispos. Las leyes mantenían separadas las clases, pero el mérito podía nivelar á los individuos. Cuando se vió á un hombre del pueblo, pobre fraile mendicante, ser llamado al confesonario de la reina, y ensalzado después á la silla primada de España, reservada siempre á eclesiásticos de noble alcurnia, y que acababa de dejar un prelado de la más alta aristocracia de Castilla, se comprendió que no había puesto á que no pudieran arribar el talento y la virtud. Este hombre no ciñó la corona regia, porque no podía, pero llegó á ser regente del reino, nombrado por un monarca descendiente de treinta reyes; cosa desoída en los anales españoles. Mientras en otras naciones de Europa se levantaba la fuerte muralla del despotismo, en lo cual nos precedieron, como nosotros las habíamos precedido en el establecimiento de las libertades públicas, en España se respetaban los fueros populares, las cortes eran llamadas á hacer las leyes, y más de una vez, con aquiescencia de la nobleza, se reunió solo el estamento popular. El mismo Fernando, menos adicto que Isabel á estas reuniones, nunca se negó á congregarlas, ni dejó de someterse á sus prerrogativas. Si en los años del reinado de Isabel fueron convocadas con alguna menos frecuencia y se publicaron pragmáticas sin el concurso de los estamentos, el pueblo descansaba en la justicia de su reina, y descansaba porque veía que iban encaminadas al bien público. Tan pronto como el cetro de Castilla pasó á manos de don Felipe y doña Juana, las cortes de Valladolid pidieron que no se hiciesen ni se renovasen leyes sino en cortes. Faltó al pueblo la confianza, y reclamó sus derechos. La administración de justicia recibió una mejora incalculable con el establecimiento y organización de las chancillerías. La creación de los diferentes consejos fué la primera aplicación del fecundo principio de la división del trabajo á la ciencia de gobierno. Las consideraciones y recompensas dadas á los jurisconsultos y letrados crearon una clase media honrosa y acomodada, en que se confundieron las jerarquías; ya no se desdeñaban los nobles de descender al estudio, nuevo para ellos, de la legislación, y á ganar los honores de la magistratura, y los hombres del pueblo se estimulaban á subir á la elevada posición de magistrados, si otro estímulo hubieran podido necesitar que el de ver á la reina presidiendo los tribunales. Las ordenanzas reales de Montalvo y las pragmáticas de Ramírez manifiestan la solicitud de aquella gran reina por perfeccionar en lo posible y dar unidad á la embrollada legislación de Castilla, y lástima grande fué que no pudiera realizarse su pensamiento de hacer una general compilación de todas las leyes y reducirlas á un solo código. El gran número de las que se insertaron en la Recopilación que dos reinados más adelante se hizo, demuestra con cuánto acierto habían los Reyes Católicos acomodado sus providencias á las necesidades de actualidad. y aun á las que empezaban á nacer del espíritu de la época. Lo que influyó la prodigiosa multitud de ordenanzas, pragmáticas y provisiones de los Reyes Católicos en el restablecimiento del orden público, en el acrecimiento de las rentas de la corona, en la economía de los gastos del Estado, en el fomento de la agricultura, de la industria, del comercio, de todas las fuentes de la riqueza pública, en la moralidad de las costumbres, en la instrucción y cultura del pueblo, en la navegación, en la milicia, en todas las artes, lo dejamos ya expuesto en los capítulos que consagramos expresamente á estas materias en el precedente libro. ¿Tendremos necesidad de decir que en algunas medidas económicas de este reinado hubo menos acierto que celo, y que varias de las que se juzgaron más provechosas descubrió el tiempo haber sido graves errores económicos? Y sin embargo, muchas de las que más se censuran pueden bien disculparse, ya que no justificarse, con el espíritu de la época y con la práctica general de otras naciones. Si las leyes restrictivas servían más de embarazo que de desarrollo al comercio, no hay sino ver la colección de Estatutos de Inglaterra, de esa nación que marchó después á la cabeza de los adelantos mercantiles, y se hallarán muchas leyes de aquella épo ca, y aun de otras algo posteriores, tal vez más restrictivas que las de Fernando é Isabel. Si en las leyes de Toro se encuentra la perjudicial jurisprudencia de las vinculaciones y mayorazgos, causa del empobrecimiento del país y de la decadencia de la agricultura, compárese con la jurisprudencia feudal, mil veces más funesta, que se mantenía en otras naciones. Y en cambio de aquellos errores acaso ningún país en aquel tiempo tuvo una legislación en que se caracterizara tanto el espíritu de progreso como en la de España. La uniformidad de pesos y medidas en todo el reino, las providencias dirigidas á la extinción de los monopolios, las concesiones á extranjeros para estimularlos á domiciliarse en el país, las mejoras de caminos, canales, puertos y otras obras para facilitar las comunicaciones por tierra y por mar, el ornato público de las ciudades, todo mostraba la tendencia de los Reyes Católicos á avanzar por la vía del progreso social. Por más que la expulsión de los judíos perjudicara á la industria y al comercio, no creemos deber contar esta medida entre los errores económicos de este reinado. No podía ocultarse al claro talento de Fernando é Isabel el daño y diminución que á la riqueza pública había de causar la proscripción en masa de aquella población industriosa. Lo que sin duda hicieron fué sacrificar á sabiendas los intereses temporales al pensamiento religioso que formaba la base del pensamiento político, y á este sacrificio los empujaba además la fuerza de la opinión y el espíritu del pueblo. Cuanto más que la expulsión de la raza hebrea no fué una medida exclusiva del gobierno de España. Arrojada fué también, y con mucha más crueldad, de Portugal, de Italia, de Francia y de Inglaterra. La diferencia está en que los judíos volvieron con el tiempo á ser admitidos y tolerados en otras naciones, y España les cerró sus puertas para siempre. Mejor podría contarse entre los verdaderos errores económicos de que no se eximió la reina Isabel, si por otros medios no le hubiera hecho provechoso, el afán de las leyes suntuarias para la reforma del lujo, providencias que ó no surtían efecto ni remediaban nunca el mal, ó producían otro mayor y no menos contrario á la intención del legislador, ya dando un valor artificial y más elevado á los objetos prohibidos, ya haciendo que los hombres buscaran otro campo en que hacer esos alardes de ostentación y de vanidad á que es tan propensa la flaqueza humana. En verdad el desmedido lujo que se había desarrollado en España en los siglos XIV y XV y que formaba tan lamentable contraste con la miseria pública de aquellos tiempos, exigía de necesidad ser contenido y reformnado. El lector recordará el triste cuadro que en el capítulo XXIII del penúltimo libro presentamos del lujo escandaloso, loco y extravagante, que en los reinados de Enrique III, de Juan II y de Enrique IV se ostentaba en los trajes, en las mesas, en los espectáculos, en los festines, en las empresas caballerescas, en las bodas, en los bautizos, en las misas y hasta en los entierros: aquella profusión, aquellos dispendios, aquel desperdicio en los manjares, en las preseas y en las galas, en que se sacrificaba la fortuna ó la subsistencia de mil familias, ó al lucimiento de un día ó al vano deleite de algunas horas; lujo que naturalmente producía molicie y afeminación, relajación y corrupción en las costumbres, envidias y as piraciones inmoderadas en todas las clases, vicios y desarreglos en la corte y en las aldeas, miseria y penuria en el pueblo, apuros y descrédito en el gobierno, descontento, quejas y demasías en los gobernados. Imposible era que no intentaran poner fuertes correctivos á tan inmoderado y pernicioso lujo monarcas tan económicos, tan sobrios y tan modestos como Fernando é Isabel: como Isabel, que vestía las camisas hiladas por su mano; como Fernando, que renovaba más de una vez las gastadas mangas de un mismo jubón. De aquí las varias pragmáticas y provisiones suntuarias expedidas en diversas épocas en Barcelona, en Segovia, en Burgos, en Sevilla, en Granada y en Madrid, sobre telas de seda, de oro y de brocado, sobre joyas, tocados y adornos en los trajes, en los espectáculos, en el menaje de las casas, sobre jaeces de caballos y su uso, sobre limitación de gastos en bodas, en bautizos, en estrenos de casas, en misas nuevas, en lutos y funerales, todas encaminadas á moderar la profusión, á corregir el despilfarro y á contener la loca vanidad de que nacían. Si Fernando é Isabel se hubieran limitado á la promulgación de leyes suntuarias para la represión del desenfrenado lujo que hallaron dominando en todas las clases del reino, probablemente sus providencias hubieran sido tan ineficaces y tan infructuosas como todas las de igual índole de los reinados anteriores. Pero estos prudentes monarcas no se circunscribieron á publicar pragmáticas y leyes, sino que les dieron fuerza y vigor con el eficacísimo y saludable medio del ejemplo en sus propias personas. Isabel, sin faltar á la magnificencia que en ocasiones solemnes exigían, ó la dignidad real, ó el justo júbilo de los pueblos en los faustos acontecimientos, como las recepciones de los embajadores extranjeros (que en aquel tiempo, como cosa nueva, se hacían con gran ceremonia), los nacimientos y bodas de los príncipes, ó la celebridad de un hecho brillante y de gloria nacional, en su método ordinario de vida reducía sus gastos y los de su familia y palacio á lo que indispensablemente requería la calidad de las personas, á lo puramente decente y honesto. Indiferente al regalo, enemiga del boato y de la ostentación, los atavíos de su traje eran modestos y sencillos; y en las fiestas que se dieron á los embajadores franceses en Barcelona, ni ella ni sus damas estrenaron vestidos, y no se desdeñaban de confesar que se habían presentado con los mismos que les habían visto ya otros embajadores franceses. El gasto diario en la real casa era tan frugal que se sabe importaba la décima parte de la suma á que subió más adelante el de su nieto Carlos V. Quien estaba siempre dispuesta á empeñar sus ricas alhajas para la guerra de los moros, y para la empresa de Colón; quien las distribuía después entre sus hijas y las esposas de sus hijos cuando tomaban estado, harto mostraba su generoso desprendimiento, y el poco atractivo que tenían para ella estos signos de opulencia, de vanidad ó de lujo. Las damas de su corte seguían su ejemplo, y no era perdido para las demás clases, porque nunca es perdido el ejemplo que viene de lo alto. Poco dada á distracciones y espectáculos, hizo cesar principalmente aquellos que además de una vana y dispendiosa ostentación se ejecutaban con cierta peligrosa ferocidad, como los torneos con arneses de guerra y lanzas de puntas aceradas: y como las corridas de toros, de las cuales decía ella misma: De los toros..... propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran. Lo que había de gastar en costosos espectáculos de mero recreo, lo invertía en la construcción de hospitales é iglesias, de colegios, caminos, puentes ó mercados. A la severa parsimonia de los Reyes Católicos sucedió la dispendiosa etiqueta heredada de los duques de Borgoña, y la pomposa magnificencia de los príncipes de la casa de Austria; y las prudentes economías de Fernando é Isabel vinieron á ser un honroso, pero harto breve paréntesis, entre las locas prodigalidades de Enrique IV y las ceremoniosas profusiones de Carlos V. A los dos años de haber venido á España el austriaco, ya le suplicaban las cortes de Castilla «que ordenase su casa en la forma y manera que la habían tenido los Reyes Católicos, sus abuelos.»> X. Siendo el principio religioso el que unido al de independencia y libertad había inflamado el corazón de los españoles, y armado sus brazos y mantenido su maravillosa perseverancia para luchar sin cansarse por espacio de ocho siglos, naturalmente tenía que ser también el alma de la política y móvil de las acciones de unos monarcas que merecieron del jefe de la Iglesia el sobrenombre de Católicos, que trasmitieron á sus sucesores como una preciosa vinculación. ¿Correspondió siempre en Fernando al principio religioso la práctica de las virtudes cristianas? Al examinar, no ya sus acciones de hombre, que pudieran estar fuera de nuestra jurisdicción, sino sus actos de rey, la severidad histórica nos ha obligado más de una vez á ejercer una censura que no nos es grata á vueltas de las muchas y bien merecidas alabanzas que con sincero placer hemos tributado al esposo de Isabel, como rey de Aragón y de Nápoles, y como regente de Castilla. Jamás en Isabel hemos dejado de hallar en perfecta armonía el principio religioso con el ejercicio práctico de las virtudes evangélicas en toda su extensión y sin mezcla de hipocresía. Permítasenos aquí, siquiera nos expongamos á traspasar las atribuciones del historiador, dejar consignada una idea que mucho tiempo hace abrigamos. Al examinar la vida de Isabel desde su cuna de Madrigal ħasta su sepulcro de Medina del Campo, y al ver que á la luz de la más escrupulosa investigación no se descubre un solo acto de su vida pública y privada que no sea de piedad y de virtud, sentimos de corazón que no nos sea dado añadir á tantos gloriosos títulos como podemos aplicarle, el más honroso y venerando de todos los timbres, y confesamos no comprender cómo no se halla el nombre de la reina Isabel de Castilla en la nómina de los escogidos, al lado de los de San Hermenegildo y San Fernando. También el pueblo español conservaba puro el principio religioso. Mas con la creencia religiosa pueden por desgracia coexistir, por una parte la superstición y el fanatismo, por otra la relajación y licencia de las costumbres, y de todo había en el pueblo español al advenimiento de aquellos reyes. A morigerarle con las leyes y con el ejemplo propio se dirigieron los esfuerzos de los dos monarcas, principalmente de la reina Isabel, y de haberlo en gran parte conseguido hemos visto repetidas pruebas en la historia. |