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miliano de Austria, como Fernando de España y como el mismo papa Julio II, todos se aliaban con la república mercantil cuando á sus intereses convenía, aunque fuese contra los amigos del día anterior.

La víctima de tan varias y tan inmorales confederaciones era siempre la desgraciada Italia, teatro escogido por las grandes potencias rivales para ventilar sus cuestiones en el rudo tribunal de las batallas. En vez de fertilizador rocío, regaba y enrojecía las amenas campiñas de Rávena, de Novara y de Vicenza la sangre de franceses, de suizos, de alemanes, de españoles y de italianos, para ver quién había de quedar dueño y señor del país de la cultura, de las letras y de las bellas artes.

En efecto (y es observación que inspira lamentables reflexiones), la 'Italia era el país en que habían hecho más progresos los conocimientos humanos, la literatura, la industria, todas las artes de la vida civil y sccial, todos los adelantos intelectuales: era la patria de Ariosto y de Miguel Ángel; era el país de la elegancia y del buen gusto, del saber y del genio; era el centro de la civilización. Mas por una deplorable fatalidad la antigua cuna de los Escipiones y de los Escévolas lo era ahora de Maquiavelo y de César Borgia. La sensualidad, el egoísmo, la inmoralidad más refinada habían reemplazado á las severas virtudes de sus mayores. El patriotismo había desaparecido, no había espíritu de nacionalidad, las instituciones políticas habían perdido su fuerza, dividida estaba en pequeños Estados envidiosos unos de otros, faltaba un centro de unión, y Roma, que podía haberlo sido, participaba por desgracia de la corrupción general. La Italia, en parte no sin fundamento, llamaba bárbaras á las otras naciones, como cuando Roma era la señora del mundo: mas ahora las naciones bárbaras hicieron presa y escarnio de la nación débil, y los guerreros de Europa se burlaban de los literatos y artistas de Italia. Y sin embargo, la nación oprimida civilizaba á las naciones opresoras.

El resultado material y político de aquellas alianzas y de aquellas guerras para España fué ganar el rey de Aragón en habilidad y sutileza á todos los príncipes, vencer las armas españolas á las de otras naciones, arrojar por tercera vez del suelo italiano á los franceses y quedar España dominando en Italia. Pero Luis de Francia y Fernando de España dejaron en aquellos países ancho campo abierto á las sangrientas rivalidades de sus sucesores Francisco I y Carlos V.

VI. Las conquistas de Aragón en Italia en este reinado no nos maravillan. Ya desde el siglo XIII había enseñado Pedro III el Grande á los aragoneses el camino de Sicilia y Alfonso V el Magnánimo á principios del XV les había franqueado la vía de Nápoles. Los reyes de Aragón habían sido ya soberanos de las dos Sicilias, y Fernando el Católico no hizo sino reconquistar lo que había sido patrimonio de sus mayores. Lo que nos asombra más es el ensanche que toma Castilla.

Castilla, concentrada en sí misma por espacio de siglos y siglos, la primera vez que rompe los límites naturales que la circunscriben es para extender su dominación á esa remotísima é ignorada parte del globo que se llamó América. La segunda vez que se arroja fuera de sí misma es para hacerse dueña de una gran porción de esa otra parte del orbe ya conocido que se nombra África. Franqueando primero el Océano y cruzando des

pués el Mediterráneo, la bandera de los castillos y los leones, respetada. ya en Europa, va á ondear con orgullo en América y en África. A los pocos años de haber sido arrojados los africanos del suelo español, les han sido arrancadas las mejores posesiones del suyo. La cruz que los sarracenos vieron brillar con asombro en el palacio árabe de Granada, la ven resplandecer á poco tiempo con espanto en los torreones y adarves de Mazalquivir, de Orán, de Bugía, de Argel, de Tremecén y de Trípoli.

El cardenal Cisneros rindiendo las fortificaciones de Orán nos trae á la imaginación la gran figura de Josué abatiendo los muros de Jericó El sumo sacerdote español cruzando las aguas del Estrecho al frente de una armada cristiana, arengando á los soldados de la fe desde lo alto de una colina de África, orando en el santuario de Mazalquivir mientras las trompetas de los guerreros castellanos retumban por los valles y cerros de la costa berberisca, y marchando con la cruz en procesión solemne á tomar posesión de la plaza ganada á los sarracenos, representa al jefe del pueblo hebreo cruzando las aguas del Jordán, marchando por el desierto, haciendo celebrar la pascua á los soldados, llevando el arca santa y circundando al son de las trompetas la ciudad de los amalecitas hasta hacer desplomarse sus murallas. De uno á otro suceso mediaron treinta siglos: la mano que los dirigió era la misma.

Lo demás lo hizo el conde Pedro Navarro con los veteranos de Italia formados en la escuela del Gran Capitán. España enseñoreó las dos riberas opuestas del Mediterráneo, y las flotas españolas servían como de puente entre Europa y África.

El desastre de los Gelbes que atajó los progresos de las armas cristianas en Berbería, se debió á un imprudente arrebato de fogosidad de un noble y valeroso caudillo castellano. Faltó á don García de Toledo en los abrasados arenales de la isla africana la paciente parsimonia de Gonzalo de Córdoba en las frías lagunas del Garillano. Malogróse la conquista de África, por tener Fernando relegado en injusto destierro al Gran Capitán. Esta falta, hija de su carácter suspicaz y receloso, es una de las que no pueden perdonarse á Fernando de Aragón.

VII. Dominaba ya la monarquía castellano-aragonesa en los tres grandes continentes del globo, y aun había dentro de la Península española un diminuto reino, en otro tiempo grande, pero ahora punto casi imperceptible en la inmensa carta geográfica de las posesiones españolas, y que, sin embargo, estaba siendo un estorbo al complemento de la grande obra de la unidad. El pequeño reino de Navarra, enclavado entre Francia y España, francés por sus últimas relaciones y enlaces, pero español por su origen, por su lengua, por sus costumbres, por su situación geográfica, estaba destinado á refundirse tarde ó temprano en la gran monarquía española. La ley de la unidad tenía que cumplirse, y una combinación de circunstancias, de que supo aprovecharse hábilmente Fernando, vino en ayuda de la ley de la naturaleza en esta época de general reorganización de la sociedad española.

Imposible sería negar á Fernando el mérito de la destreza con que supo conducirse como político y como guerrero en la conquista de Navarra y en su incorporación á la corona de Castilla. Los compromisos en que

acertó á colocar á Juan de Albret para aprovecharse de sus ligerezas é imprevisiones, la habilidad con que hizo servir á sus planes los intereses de la Santa Liga, la oportunidad con que se valió de la jurisprudencia económico-política de aquel tiempo para legalizar su empresa con una bula pontificia, la astucia con que se manejó con los reyes de Francia y de Inglaterra, la política que usó con los mismos navarros confirmándoles sus fueros para atraerse sus voluntades, y nombrándose primero depositario para acabar por llamarse rey sin repugnancia de los sometidos, todo contribuyó á dar tal color de legitimidad á la conquista y á la incorporación, que su misma conciencia llegó á sentirse tranquila hasta en el artículo de la muerte, y aunque hubo reclamaciones posteriores y la cuestión se renovó muchas veces, nunca aquéllas pudieron fundarse en buen derecho, y Navarra quedó para siempre refundida en la corona de Castilla como una provincia española.

VIII. ¿Qué faltaba ya á España para alcanzar su unidad completa? Restaba sólo Portugal, esa joya en mal hora dejada arrancar en el siglo XII de la corona de Castilla. ¿Quedaba Portugal desmembrado de España por culpa de los Reyes Católicos? Con harto afán habían procurado ellos su reincorporación, empleando para ello la más sabia y discreta política; pero siempre la Providencia frustró sus nobles y patrióticos designios. Con este fin habían hecho el enlace de la princesa Isabel de Castilla con el príncipe don Alfonso de Portugal. La muerte prematura y trágica del príncipe portugués fué el primer obstáculo á los planes de unión de los monarcas españoles. A igual objeto se encaminó el segundo enlace de Isabel con el rey don Manuel de Portugal. Mas cuando ya estos dos esposos habían sido reconocidos por las cortes castellanas como herederos de la corona de Castilla, el desgraciado fallecimiento de la hija de los Reyes Católicos vino á llenar de amargura á su esposo y á sus padres, y de aflicción á los dos reinos. Quedaba. no obstante, para consuelo de todos el fruto de aquel matrimonio, el tierno príncipe don Miguel, en quien todos miraban con placer el símbolo de la completa y apetecida unidad de la gran monarquía española. Veíase realizado, aunque en lontananza, el pensamiento de los Reyes Católicos. Jurado estaba ya el príncipe en las cortes de Portugal, de Castilla y de Aragón, como sucesor y heredero legítimo de los tres reinos con universal beneplácito, cuando la Providencia se opuso otra vez al laudable intento de aquellos monarcas, llevando precozmente al cielo al tierno niño á quien tan halagueño porvenir parecía estar reservado en la tierra. La voluntad divina contrarió en este punto la voluntad y los esfuerzos humanos, y Portugal quedó separado de Castilla, solo requisito que faltó al cumplimiento de la unidad española.

¿Deberá por esto desconfiarse de que se cumpla en España el destino que la geografía parece haber trazado á los pueblos? Creemos que no. Un monarca español hizo después por las armas lo que los Reyes Católicos no pudieron alcanzar por la política Pero la unión de Portugal hecha con ejércitos no sirvió sino para perderle después, dejando más vivas las rivalidades y los odios entre los dos pueblos. Cuando pensamos en que Fernando é Isabel, conquistadores de Granada, de América, de África, de

Nápoles y de Navarra, no intentaron la conquista de Portugal por la violencia, sino la incorporación por los enlaces, parece que quisieron enseñar á las generaciones futuras el camino suave por donde algún día se deberá marchar al término de la unidad material y política de la Península española.

IX. Hasta aquí no hemos hecho sino bosquejar el inmenso ensanche que tomaron los dominios españoles, y las relaciones en que entró esta nación con el resto del mundo. Réstanos trazar en breves rasgos su trasformación interior en los diversos elementos que constituyen la vida social de un pueblo.

Convertir en sumisa y dócil una nobleza turbulenta y procaz, hacer de magnates rebeldes auxiliares fieles del trono, volver el mejor ornamento de la majestad á los que antes más la habían escarnecido, reducir aquellos guerreros díscolos á generales obedientes, trocar en celosos servidores del Estado y de la autoridad real á tantos soberbios reyezuelos, lograr que señores tan opulentos y avaros consintieran resignados, ya que no gustosos, en la revocación de las mercedes que los privaba de tan pingües rentas, cercenar á los orgullosos próceres añejos privilegios sin excitar turbaciones, celebrar cortes con sólo el estado llano sin reclamación de la clase aristocrática, alcanzar que muchos de aquellos altivos señores de vasallos dejaran los alcázares por las aulas, y prefirieran los grados académicos á los viejos pergaminos, la toga á la espada, y las tranquilas glorias literarias á los ensangrentados laureles de los combates; fué una de las grandes obras de Fernando é Isabel, que pareció milagrosa, y fué debida á su prudente mezcla de dulzura y de severidad, de templanza y de rigor, de premio y de castigo. Muerta Isabel, una parte de aquella nobleza quiso recobrar con las armas su cercenada opulencia y sus menguados privilegios, pero sujetóla Fernando con brazo fuerte; la mano de hierro de Cisneros la tuvo después enfrenada, y antes que ceder á sus pretensiones prefirió el adusto regente entregarla al despotismo de Carlos V.

Isabel necesitó apoyarse en el estado llano para robustecer la autoridad del trono, la mayor necesidad que habían dejado los débiles y corrompidos monarcas que la habían precedido, pero lo hizo con mesura. No convirtió la clase humilde en clase privilegiada, pero abrió al mérito, al talento y á la virtud los caminos de las riquezas y de los honores. Los hombres del pueblo podían llegar, y llegaron á ser doctores de las universidades, magistrados, consejeros, generales y obispos. Las leyes mantenían separadas las clases, pero el mérito podía nivelar á los individuos. Cuando se vió á un hombre del pueblo, pobre fraile mendicante, ser llamado al confesonario de la reina, y ensalzado después á la silla primada de España, reservada siempre á eclesiásticos de noble alcurnia, y que acababa de dejar un prelado de la más alta aristocracia de Castilla, se comprendió que no había puesto á que no pudieran arribar el talento y la virtud. Este hombre no ciñó la corona regia, porque no podía, pero llegó á ser regente del reino, nombrado por un monarca descendiente de treinta reyes; cosa desoída en los anales españoles.

Mientras en otras naciones de Europa se levantaba la fuerte muralla del despotismo, en lo cual nos precedieron, como nosotros las habíamos

precedido en el establecimiento de las libertades públicas, en España se respetaban los fueros populares, las cortes eran llamadas á hacer las leyes, y más de una vez, con aquiescencia de la nobleza, se reunió solo el estamento popular. El mismo Fernando, menos adicto que Isabel á estas reuniones, nunca se negó á congregarlas, ni dejó de someterse á sus prerrogativas. Si en los años del reinado de Isabel fueron convocadas con alguna menos frecuencia y se publicaron pragmáticas sin el concurso de los estamentos, el pueblo descansaba en la justicia de su reina, y descansaba porque veía que iban encaminadas al bien público. Tan pronto como el cetro de Castilla pasó á manos de don Felipe y doña Juana, las cortes de Valladolid pidieron que no se hiciesen ni se renovasen leyes sino en cortes. Faltó al pueblo la confianza, y reclamó sus derechos.

La administración de justicia recibió una mejora incalculable con el establecimiento y organización de las chancillerías. La creación de los diferentes consejos fué la primera aplicación del fecundo principio de la división del trabajo á la ciencia de gobierno. Las consideraciones y recompensas dadas á los jurisconsultos y letrados crearon una clase media honrosa y acomodada, en que se confundieron las jerarquías; ya no se desdeñaban los nobles de descender al estudio, nuevo para ellos, de la legislación, y á ganar los honores de la magistratura, y los hombres del pueblo se estimulaban á subir á la elevada posición de magistrados, si otro estímulo hubieran podido necesitar que el de ver á la reina presidiendo los tribunales. Las ordenanzas reales de Montalvo y las pragmáticas de Ramírez manifiestan la solicitud de aquella gran reina por perfeccionar en lo posible y dar unidad á la embrollada legislación de Castilla, y lástima grande fué que no pudiera realizarse su pensamiento de hacer una general compilación de todas las leyes y reducirlas á un solo código. El gran número de las que se insertaron en la Recopilación que dos reinados más adelante se hizo, demuestra con cuánto acierto habían los Reyes Católicos acomodado sus providencias á las necesidades de actualidad, y aun á las que empezaban á nacer del espíritu de la época.

Lo que influyó la prodigiosa multitud de ordenanzas, pragmáticas y provisiones de los Reyes Católicos en el restablecimiento del orden públi co, en el acrecimiento de las rentas de la corona, en la economía de los gastos del Estado, en el fomento de la agricultura, de la industria, del comercio, de todas las fuentes de la riqueza pública, en la moralidad de las costumbres, en la instrucción y cultura del pueblo, en la navegación, en la milicia, en todas las artes, lo dejamos ya expuesto en los capítulos que consagramos expresamente á estas materias en el precedente libro.

¿Tendremos necesidad de decir que en algunas medidas económicas de este reinado hubo menos acierto que celo, y que varias de las que se juzgaron más provechosas descubrió el tiempo haber sido graves errores económicos? Y sin embargo, muchas de las que más se censuran pueden bien disculparse, ya que no justificarse, con el espíritu de la época y con la práctica general de otras naciones. Si las leyes restrictivas servían más de embarazo que de desarrollo al comercio, no hay sino ver la colección de Estatutos de Inglaterra, de esa nación que marchó después á la cabeza de los adelantos mercantiles, y se hallarán muchas leyes de aquella épo

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