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debía recibir. El duque de Ferrara satisfizo cincuenta mil, so pretexto de gastos de guerra. Lo mismo hicieron otras repúblicas y señorías; y hasta Venecia ofreció ochenta mil ducados de oro. Francia sin rey, sin tesoro, sin tropas y sin generales, aparecía en peligro de una ruina inminente, y se consideraba casi prisionera como su rey. La consternación era general. Todo, pues. parecía presentarse favorable al emperador y halagar el pensamiento de dominación universal, si en su mente hubiera entrado.

Mas bajo esta apariencia lisonjera se ocultaba mucho de adverso. Las rentas positivas del que tantos dominios poseía eran muy cortas, y el ejército imperial de Italia ascendía á poco más de veinte mil soldados. De ellos, los alemanes que tan briosamente habían defendido á Pavía, orgullosos y altivos con su victoria y sus servicios, siempre codiciosos de pagas, y prontos á indisciplinarse cuando no se les satisfacían con regularidad, á duras penas se acallaron mientras duró el dinero que Lannoy sacó al papa y á los otros príncipes. Después, temeroso siempre de que volvierar á amotinarse, el mismo virrey tuvo por bien licenciar los cuerpos alema nes é italianos. Apenas, pues, quedaban fuerzas imperiales en Italia. Por otra parte. recelosos tiempo hacía el papa y los venecianos del engrandecimiento desmedido del emperador, y considerándose los más expuestos á sufrir los efectos de su ilimitado poder, comenzaron á pensar seriamente en los medios de atajar sus progresos y de restablecer el equilibrio que formaba la base de su seguridad. El mismo Enrique VIII de Inglaterra conoció que había dado demasiado apoyo al emperador, y empezó á discu rrir que la superioridad de Carlos podría ser más peligrosa ó más fatal á Inglaterra que la de los mismos reyes de Francia sus vecinos; y el cardenal Wolsey, que ni olvidaba ni perdonaba haber sido burlado dos veces por el emperador, no perdía ocasión de apoyar é inculcar estas ideas á su

monarca.

De todas estas disposiciones supo aprovecharse bien la madre de Francisco I, que en lugar de abatirse y entregarse á la tristeza por la prisión de su hijo, no pensó sino en salvar el reino, ya que tanto en otras ocasiones le había perjudicado, y lo hizo obrando con la energía y la habilidad de un gran político. Ella se fué inmediatamente á Lyón, á fin de reunir y rehacer más pronto los restos del destrozado ejército de Italia: envió á Andrés Doria con una flota á buscar al duque de Albania que se hallaba en Civitavecchia, con cuyo auxilio pudo volver á Francia con su hueste poco disminuida: halagó á Enrique VIII, reconociéndose y haciendo que los parlamentos se reconociesen también deudores de dos millones de coronas de oro á la Inglaterra á nombre del rey prisionero; y ganó á Venecia y al papa, que reclutaron reservada y silenciosamente hasta diez mil suizos. Todo lo cual se manejaba con tal disimulo, que el papa estaba al mismo tiempo celebrando un pacto simulado con el emperador, y el rey de Inglaterra le enviaba embajadores á Madrid, dándole el parabién por la prosperidad de sus armas: si bien, invocando anteriores conciertos le requería que pusiese en su poder y á su disposición la persona del rey Francisco, y le hacía otras semejantes demandas y proposiciones á que le constaba no había de acceder, todo para tener un pretexto honroso de ligarse con la Francia. De este modo el emperador en los momentos de mayor prosperi

dad se veía abandonado de sus antiguos aliados, y todos estudiaban cómo engañarle.

Por lo que hace al rey prisionero, no extrañamos que el emperador vacilara en la conducta que debía observar con él, puesto que el consejo mismo á quien consultó se dividió también en tres diversos pareceres. Ciertamente lo más caballeroso y lo más galante hubiera sido adoptar el dictamen del obispo de Osma, confesor de Su Majestad Imperial, que proponía se pusiese inmediatamente en libertad al cautivo monarca, sin otra condición que la de que no volviera á hacer la guerra; pero dudamos que si era lo más noble, hubiera sido también lo más seguro, atendido el carácter del rey Francisco. Prevaleció, pues, el dictamen del duque de Alba, que sin oponerse á la libertad del prisionero, quería que antes de otorgársela se sacaran de su situación las condiciones más ventajosas posibles. Adhirióse á este consejo el emperador, y en su virtud despachó á Mr. de Croy, conde de Roeux, con la carta que transcribimos en el anterior capítulo para la reina madre de Francia, con el encargo de visitar al rey cautivo, y con la instrucción de las condiciones con que podría alcanzar su libertad. Las principales condiciones que se le imponían, y también las más duras, eran: la restitución del ducado de Borgoña al emperador, con todas sus tierras, condados y señoríos, en los términos que le había poseído el duque Carlos: la devolución de la parte de Artois que los reyes de Francia habían tomado á los predecesores del emperador: la cesión del Borbonés, la Provenza y el Delfinado al duque de Borbón, cuyos estados había de poseer éste con el título de rey: que diese al de Inglaterra la parte del territorio francés que decía corresponderle: que renunciara á todas sus pretensiones sobre Nápoles, Milán y demás Estados de Italia (28 de marzo, 1525). Condiciones eran en verdad sobradamente fuertes, y equivalían á exigirle la mutilación y desmembramiento de la Francia, despojándola de sus mejores provincias

Indignóse el prisionero al escuchar tales proposiciones «Decid á vuestro amo, le dijo con voz firme al mensajero, que prefiero morir á comprar mi libertad á tal precio .... Si el emperador quiere recurrir á tratos, es menester que emplee otro lenguaje (1).» Sin embargo, pasada esta primera impresión, todavía el rey Francisco y la reina Luisa su madre dirigieron á Carlos cartas de mensaje, contestando en varios capítulos á las proposiciones del emperador. En ellos accedían á renunciar para siempre toda acción ó derecho que pudiera tener al reino de Nápoles, al ducado de Milán, al señorío de Génova, á las tierras de Flandes y condado de Artois; á restituir al duque de Borbón sus estados y á pagar sus pensiones, y aun darle en matrimonio su hija; á costear la mitad del ejército y de la armada, si el emperador quisiese pasar á Italia ó á hacer la guerra á los infieles, y aun á acompañarle en persona. Pero negábase á la devolución de la Borgoña y á la cesión de las provincias de Francia, y proponía ciertos enlaces de familia para seguridad de una paz perpetua Produjo esto contestaciones y réplicas, siendo siempre el principal punto de desavenencia

(1) Dites à votre maitre, que j'aimeroys mieux mourir que ce faire... Si l'Empereur veut venir à traictés, il fault qu'il parle autre langage.»

y como la manzana de la discordia lo concerniente al ducado de Borgoña (1).

Mientras estas negociaciones corrían, el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, procuró persuadir hábilmente á Francisco que le sería más ventajoso entenderse personalmente con el emperador, venirse á Madrid, presentarse á él, y dándole esta prueba de confianza sacaría mejor partido y obtendría más suaves condiciones. Francisco, á cuyo carácter se acomodaban bien estos golpes caballerescos, se dejó fácilmente alucinar de las bellas palabras del virrey, y accedió á ello.

Sin comunicarlo al emperador y sin revelar sus intenciones ni á Borbón ni á Pescara, preparó Lannoy una flota en Marsella; las naves las suministraba el mismo rey de Francia, y las tropas de la escolta habían de ser españolas (2). So pretexto de trasladar á Francisco á Nápoles para mayor seguridad, fingió Lannoy llevarle por mar hacia Génova; más luego mandó á los pilotos virar hacia España, y á los pocos días arribó la escuadrilla al puerto de Rosas en Cataluña (8 de junio). Sorprendió agradablemente á Carlos la nueva de que su ilustre prisionero se hallaba en territorio español, y perdonando que se hubiese hecho sin su mandato á trueque de lisonjear su amor propio, dándole en espectáculo á una nación orgullosa, ordenó que se le condujera á Madrid. En Barcelona, en Valencia, en Guadalajara, en Alcalá, en todas las poblaciones del tránsito, fué agasajado y festejado el ilustre prisionero. Venían con él el virrey Lannoy y el encargado de su custodia don Fernando de Alarcón, y llegado que hubo á Madrid, se le aposentó en la torre de la casa llamada de los Lujanes, siempre bajo la vigilancia del mismo Alarcón (3).

(1) Colección de documentos relativos á la cautividad de Francisco I, hecha de orden del rey Luis Felipe de Francia. Núm. 59. Instrucciones de Carlos V á sus embajadores para tratar del rescate y libertad del rey de Francia con los de Madama la regente.-Núm. 66. Carta de Francisco I al emperador Carlos V (abril, 1525.) – Núm. 67. Respuestas del rey á los artículos propuestos por el emperador para tratar de su libertad, y comunicados por H. de Moncada. - Núm. 69. Los artículos de un tratado de Paz propuestos por el rey estando prisionero en Pizzighetone, y llevados al emperador por M. de Rieux. - Núm. 71. Primera instrucción á M. D'Embrun para tratar de la libertad de Francisco I.

De alguno de estos documentos manifiesta haber tenido noticia el obispo Sandoval: Robertson sin duda no los conoció.

(2) Concierto celebrado entre el virrey de Nápoles y el mariscal de Montmorency para trasportar á España al rey y la escolta española en galeras francesas (6 de junio, 1525) Colección de documentos relativos á la cautividad de Francisco I, núm. 88.

(3) Tres distintos lugares sirvieron sucesivamente de prisión á Francisco I en Madrid. Primeramente se le puso en la torre de la citada casa de los Lujanes, que está frente á la del ayuntamiento, ó sea la llamada de la Villa, cuya torre había sido en otro tiempo uno de los fuertes de la muralla que ceñía la antigua población. Allí estuvo hasta que se le preparó una habitación en el palacio del Arco, que hoy no existe: y últimamente se le trasladó á una torre del antiguo Alcázar, que ocupaba una parte del terreno en que se erigió después el magnífico palacio de nuestros reyes. - Informe dado por Mr. de Lussy, arquitecto, que residió mucho tiempo en Madrid, á Mr. Rey, autor de un volumen sobre la cautividad de Francisco I. - Quintana, Grandezas de Madrid, capítulo xxx, pág. 336.

Fuerza es confesar que no tuvo nada ni de generosa ni de galante la conducta de Carlos V con el real prisionero de Madrid. Le cumplimentaba por escrito, pero no le visitaba. Dado que se le otorgara cierto material ensanche en la prisión y que se le permitiera tal cual salida al campo con más o menos escolta, había una cosa más sensible que el encierro y más mortificante que los mismos grillos, que era el desaire de no haber sido visitado por el emperador. Pasaban días y semanas, y Carlos, so pretexto de tener que asistir á las cortes que se hallaban reunidas en Toledo (1), como si fuesen dos mil leguas y no doce las que separan á Toledo de Madrid, no hallaba ocasión de hacer una visita al infortunado monarca, tratando en este punto al huésped de Madrid como si fuese un prisionero vulgar. Cayósele con esto á Francisco de los ojos la venda de las ilusiones y de las esperanzas con que Lannoy le había traído á Madrid. Herido y mortificado en su amor propio, cayó en una profunda melancolía, que al fin le produjo una enfermedad grave, y en los accesos de la fiebre se le oía prorrumpir en amargas quejas, no tanto sobre el rigor de la prisión como sobre el desdén y menosprecio con que el emperador le trataba. La enfermedad se agravó en términos, que llegó á infundir serios temores así á los médicos como á Fernando de Alarcón, y unos y otros opinaron que la presencia del emperador podría serle de grande alivio, y así se lo avisaron y rogaron.

Había pasado el emperador una temporada, concluídas las cortes, distrayéndose en partidas de montería por la sierra de Buitrago, y cuando regresaba ya á Toledo alcanzóle en San Agustín, lugar del conde de Puñonrostro, un posta enviado por los médicos del rey, avisándole que si quería ver á su regio prisionero se diese prisa á caminar, porque estaba al cabo de su vida (18 de setiembre). Leyó Carlos la carta á los caballeros de su comitiva, y les dijo: El que quisiere quedarse, quédese; y el que quisie re ir conmigo, aguije. Y poniendo espuelas á su caballo, emprendió á todo galope camino de Madrid. Al llegar á Alcobendas, salióle al encuentro otro posta despachado por los médicos y por Alarcón, instándole á que apretara si quería hallar al rey de Francia vivo. De tal manera espoleó el emperador, que en dos horas y media salvó las seis leguas que separan á San Agustín de Madrid, y entre ocho y nueve de la noche entró en el aposento del acongojado enfermo. Llegó precisamente en momentos en que el doliente monarca experimentaba algún alivio y tenía la cabeza despejada. La escena fué interesante y tierna. Los dos monarcas se abrazaron al parecer afectuosamente, é incorporándose en la cama Francisco. Señor le dijo á Carlos, veis vuestro esclavo y prisionero. No, sino libre, le contestó el emperador, y mi buen hermano y verdadero amigo.-No sino vuestro esclavo, repuso el francés-No, sino libre, replicó Carlos, y mi

(1) En estas cortes de Toledo de 1525 se otorgó al emperador un servicio mayor que el de costumbre, en atención á los grandes gastos de la guerra que acababa de terminar: se hicieron algunas leyes de gobierno interior, y se le excitó á que pensara ya seriamente en casarse, para que pudiera dar pronto sucesión al reino, y se le propuso como el más conveniente enlace el de la infanta doña Isabel de Portugal, al cual se inclinó también el emperador y se empezó desde entonces á tratar de él.

TOMO VIII

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buen hermano y amigo: y lo que yo más deseo es vuestra salud; é á ésta se atienda, que en lo demás todo se ha de hacer como vos, señor, lo quisiéredes. No, sino como vos lo mandéis, volvió á replicar el francés: y lo que yo os ruego y suplico es que entre vos y mí no haya otro tercero. Estas últimas palabras las dijo ya turbado y casi sin sentido (1).

Al día siguiente repitió el emperador la visita. Pero lo que dió al postrado monarca más consuelo fué la llegada de su hermana la princesa Margarita, que noticiosa de su enfermedad venía á ofrecerle sus fraternales cuidados, vestida con el traje de luto por la reciente muerte de su esposo el duque de Alenzón, de resultas de heridas recibidas en la batalla de Pavía. Recibióla el emperador con mucha cortesía y afectuosidad, y la llevó él mismo de la mano hasta la cámara del rey. Oyó la ilustre princesa de boca del emperador no menos dulces palabras de esperanza y de consuelo que las que había dicho á su hermano. Pero la pronta marcha del César á Toledo hizo recelar á Francisco y á su hermana la duquesa de Alenzón de lo no muy dispuesto que aquél debería hallarse á cumplir sus bellas promesas de libertad, cuando consentía en dejar cautivo un rey moribundo.

En efecto, al día siguiente de la partida del emperador, se agravó tanto la enfermedad del rey, que la desconsolada princesa su hermana «le santiguó, le besó, y le cubrió el rostro con la sábana teniéndole ya por muerto. Mas el rey vivía. La princesa y sus damas y criados comulgaron todos, y dirigieron al cielo fervorosas preces por su salud. Al rey se le administraron también los sacramentos, y desde aquel día (24 de setiembre) fué prodigiosamente aliviándose, en términos que no tardó en recobrar su salud. Durante el peligro de su enfermedad se habían hecho en Madrid, y aún en otros puntos del reino, rogativas y procesiones públicas por la salud del monarca francés, y el pueblo de Madrid. muy señaladamente mostró en esta ocasión el mayor interés por su restablecimiento, y aún por su libertad, con la esperanza de ver asegurar una concordia entre los dos soberanos, y con ella la paz universal.

(1) Tomamos todos estos pormenores de un precioso libro manuscrito de la Biblioteca nacional (X, 227), compuesto por el ilustre Gonzalo Fernández de Oviedo, el célebre historiador de Indias, con el título de: Relacion de lo sucedido en la prision del rey Francisco de Francia, desde que fué trahido á España, y por todo el tiempo que estuvo en ella, hasta que el emperador le dió libertad y volvió á Francia.-El autor de este libro estuvo, como él mismo dice, todo este tiempo en Toledo y en Madrid, y su posición en la corte le proporcionó ser testigo de todo lo que aconteció relativamente á la prisión y estancia de Francisco I en esta villa. Da por lo tanto curiosísimos y muy interesantes pormenores sobre todo lo que ocurrió en este asunto, y su narración tiene todo el sello y todos los caracteres de verídica.

De manera que con esta obra y con la copiosa Colección de documentos hecha de orden del rey Luis Felipe de Francia, que varias veces hemos ya citado. podemos decir que conocemos lo acaecido en este notable período de nuestra historia. Sentimos que la índole de una Historia general no nos permita detenernos en multitud de incidentes curiosos y que no carecen de interés. Sin embargo, nuestros lectores podrán todavía notar en nuestra narración algo que no habrán visto en los historiadores que nos han precedido.

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