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á los palaciegos y aduladores de la corte del rey Francisco, y les dió ocasión y pretexto para malquistar al monarca con el almirante genovés, y para que éste recibiese desatenciones, desaires y aun injusticias. Francisco, como si quisiera humillar á Génova, hizo traspasar muchos de sus ramos y establecimientos mercantiles á Savona, ciudad que entonces fortificaban los franceses. Génova invocó el patriotismo de Doria apelando á él como á un protector, el almirante abogó por su patria con energía, y aun con

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dureza, y Francisco, ofendido de aquel atrevimiento é instigado por sus cortesanos, confirió el mando de las naves genovesas á Barbezieux, y le dió orden para que prendiese á Doria, orden no tan secreta que el almirante no la supiese antes de poderse poner en ejecución.

Tiempo hacía que el marqués del Vasto su prisionero, conociendo el resentimiento de Doria, le andaba mañosamente catequizando y ofreciéndole ventajosos partidos para que entrase al servicio del emperador. Y Carlos, que sabía el valor de Doria, y estaba siempre listo para aprovecharse de los errores y de las imprudencias de su rival Francisco, había entrado en negociaciones con el genovés, prometiéndole entre otras cosas la libertad de su patria y la dependencia de Savona. En tal estado tuvo

TOMO VIII

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noticia Doria de la orden de su prisión; ya no vaciló más; se retiró á lugar seguro, devolvió lealmente á Francia las galeras francesas, pasóse al servicio de Carlos V con doce genovesas mediante la suma de sesenta mil du cados por año, y dió la vela á Nápoles, no ya para ayudar al bloqueo de los franceses, sino para libertarla de ellos. La situación de Lautrec era de plorable: de los treinta mil hombres que había llevado, apenas le había dejado la peste cuatro mil útiles. El príncipe de Orange le hostilizaba desde la ciudad, y Doria se puso en comunicación con la plaza. Era imposible á los franceses sostener el sitio: sin embargo, resistió Lautrec cuanto

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pudo, hasta que atacado él mismo segunda vez de la epidemia. sucumbió lamentando la negligencia de su rey y el abandono de los aliados (16 de agosto).

Muerto Lautrec, tomó el mando del abatido y apestado ejército el marqués de Saluzzo. A cualquier otro general más hábil que él le hubiera sido casi imposible prolongar una situación tan angustiosa; el marqués hizo una desastrosa retirada á Aversa, abandonando la artillería, los enfermos y los bagajes: lanzóse el príncipe de Orange en su persecución, hizo prisionero al famoso tránsfuga español Pedro Navarro que mandaba la retaguardia (1), y atacó á Saluzzo en Aversa. Herido éste mortalmente en

(1) El conde Pedro Navarro, el valeroso conquistador de Orán y de Bugía, fué conducido al castillo del Ovo de Nápoles, que él en otro tiempo había conq uistado

el primer asalto, hizo una vergonzosa capitulación, rindiendo sus miserables tropas y entregándose él mismo prisionero al de Orange (setiembre, 1528). El marqués fué llevado á Nápoles, donde dejó pronto de existir, y los restos de su ejército conducidos á Francia por el enemigo, sin armas ni bagajes, conforme á lo capitulado. Así acabó uno de los más brillantes ejércitos que la Francia había lanzado sobre Italia. La defección del duque de Borbón había costado á Francisco I la pérdida de Milán, la de sus me

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jores generales y su prisión misma; la defección de Doria valió á Carlos V la conservación de Nápoles, y costó á Francisco dos de sus generales y todo un ejército. Francisco resentía y exasperaba á sus mejores caudillos, y Carlos sabía atraerlos y utilizarlos. El emperador vencía al rey con sus propios súbditos (1).

Y no le costó esto sólo, sino también la pérdida de Génova. Que aprovechando Doria tan buena ocasión para realizar su constante deseo de dar

también á los franceses como compañero del Gran Capitán, y allí acabó sus días condenado á muerte por Carlos V. Tal fué el lamentable fin á que arrastró á aquel insigne y bravo caudillo español la infidelidad á su patria y á sus reyes.

(1) Du Bellay, Mem. 114 y sigs.-Guicciard., lib. XVIII.-Heuter, Rer. Austr., libro X-Herbert, pág. 90.-Robertson, lib. V.-Sandoval, lib. XVIII.

la libertad á su patria y redimirla del alternativo dominio de franceses y españoles, presentóse atrevidamente con sus galeras delante de la ciudad. A su vista se retira Barbezieux con las naves francesas; Doria desembarca con un puñado de hombres; la ciudad le saluda y aclama como á su libertador; la guarnición francesa, contagiada de la peste, se refugia en la ciudadela, donde la falta absoluta de víveres la obliga á capitular, y los ciudadanos genoveses arrasan tumultuariamente hasta los cimientos de la ciudadela como un monumento odioso de su servidumbre, y otro tanto ejecutan con las fortificaciones de Savona, abandonada por los franceses. Aquí fué donde mostró el patricio Andrés Doria toda su abnegación y toda la grandeza de su alma. Pudiendo ser príncipe soberano de Génova por el emperador, ni siquiera vacila en rehusar esta alta dignidad, y anuncia á sus conciudadanos que, libres ya como eran, elijan la forma de gobierno que sea más de su agrado. Esto era poco todavía para su magnanimidad. Génova se erige nuevamente en república, y los ciudadanos admirados y conmovidos aclaman con frenético entusiasmo á Doria, que rechazando noblemente toda preeminencia, les manifiesta que no quiere ni admite para sí otro título que el de simple ciudadano, ni otra gloria ni recompensa que la satisfacción de haber restituído la libertad á su patria. Una estatua de mármol con la inscripción: Al restaurador de la libertad genovesa, recordó por siglos enteros la grata memoria de aquel insigne patricio, y por siglos enteros duró también el gobierno que con tan magnánimo desprendimiento supo dar á sus compatriotas (1). La ciudad natal de Cristóbal Colón tuvo también la fortuna de producir un Andrés Doria.

A la destrucción del ejército francés de Lautrec en Nápoles por el príncipe de Orange siguió la de las tropas francesas que obraban en el Milanesado al mando del conde de Saint-Pol, por el español Antonio de Leiva. El heroico y hábil defensor de Pavía, que atacado, doliente y casi postrado de la gota, se hacía conducir en una litera á los combates, supo triunfar con unos pocos imperiales de los esfuerzos aunados del duque de Urbino, de Sforza y de Saint-Pol á fuerza de actividad y de inteligencia. El gotoso general hizo prisionero al robusto y ágil Saint-Pol con lo más florido de sus oficiales, y las reliquias del ejército francés de Milán volvieron á Francia casi en tan miserable estado como las de Nápoles, para no volver en mucho tiempo á Italia. Tal fué y tan desastroso para Francisco I el resultado de las campañas de 1527 y 1528 en Nápoles y en Milán, mientras él vivía como de costumbre entre fiestas y placeres (2).

Había, no obstante, un deseo y una necesidad general de paz, y vencidos y vencedores la apetecían y anhelaban, cáda cual por su particular interés. No hay que decir cuánto interesaría á Francisco I ver si rescataba por tratos á sus hijos, ya que tan desgraciado había sido en las guerras.

(1) Sigonii, Vita Doria.-Guicciard., lib. XIX, y todos los historiadores italianos. (2) Fué tan grande, dice con razón el obispo Sandoval, la reputación y crédito que con esta victoria y prisión del general francés ganó Antonio de Leiva, que ninguno de los capitanes de aquel tiempo tuvo más fama, así en tomar consejo, como en el valor para ejecutarlo, y decían que si tuviera salud se igualara con el Gran Capitán, su maestro. Lib. XVII, párr. 19.

La Italia, y principalmente Lombardía, consumida y aniquilada por españoles, alemanes y franceses, no podía ya ni mantenerse á sí misma, cuanto más sostener ejércitos. El papa, resentido de los aliados, que en vez de prestarle auxilios, se habían ido repartiendo el patrimonio de la Iglesia, esperaba recobrar más por medio de tratados con el emperador que de unos confederados á quienes tan poco había debido en la ocasión más crítica. Y el mismo Carlos V, el más ganancioso en las pasadas luchas, que sin moverse de España había vencido á todos sus enemigos por medio de sus generales, tenía también graves motivos para desear la paz. Faltábanle los recursos, porque España no podía ni tenía voluntad de subvenir á los gastos de tantas y tan costosas guerras. Alarmábanle además los progresos de la reforma en Alemania y de los turcos en Hungría, y se susurraba ya que el rey de Francia andaba en tratos con Solimán contra él. Quería por otra parte pasar á Italia á recibir la corona de oro de manos del pontífice, y por todas estas razones le convenía la paz.

Las negociaciones entre el papa y Carlos V fueron las que más pronto llegaron á concierto. El jefe de la Iglesia creyó deber olvidar los insultos recibidos de los imperiales á trueque de recobrar el patrimonio de San Pedro, usurpado y dividido por sus malos aliados; y Carlos V, cuyos soldados habían saqueado á Roma y ultrajado la dignidad pontificia, quería justificarse de aquellos escándalos á los ojos de la cristiandad, reconciliándose con el papa y favoreciéndole, y como poner á Dios de su parte para combatir á reformistas y á infieles. Con esto, hallándose el emperador en Barcelona, se ajustó entre los dos un tratado de alianza (20 de junio, 1529), por el cual, entre otros capítulos, se acordó: que el papa dejara paso libre por sus tierras al ejército imperial de Nápoles; que pondría por su mano en la frente de Carlos la corona imperial; que le daría la investidura del reino de Nápoles sin otro feudo que el de la hacanea blanca cada año; que la causa del duque Sforza de Milán se sometería al fallo de jueces imparciales; que serían absueltos todos los que habían tomado parte en el asalto y saco de Roma; que el emperador, su hermano Fernando y el papa Clemente traerían de grado ó por fuerza á los luteranos á la verdadera fe católica; que en cambio el emperador haría devolver al dominio de la Santa Sede todas las ciudades que le habían sido usurpadas por los venecianos y el duque de Ferrara ; que restablecería en Florencia el gobierno de los Médicis, y daría en matrimonio su hija natural Margarita al bastardo Alejandro Médicis, jefe de la familia, que tomaría título y soberanía de duque (1).

Mientras esto pasaba, dos ilustres damas habían tomado á su cargo la noble y santa obra de dar á Europa la paz que tanto anhelaba; y habiendo convenido en avistarse en Cambray, ellas solas, sin intermediarios, sin ruido y sin ceremonias ni formalidades, celebraban sus conferencias encaminadas á tan loable fin. Eran éstas Margarita de Austria, viuda de Saboya, tía del emperador, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I de Francia, mujeres ambas de eminente talento, y ambas versadas en los negocios

(1) Guicciard., lib. XIX.-Varchi, págs. 224 y sigs.-Robertson, lib. V.-Sandoval, lib. XVII.

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