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la libertad á su patria y redimirla del alternativo dominio de franceses y españoles, presentóse atrevidamente con sus galeras delante de la ciudad. A su vista se retira Barbezieux con las naves francesas; Doria desembarca con un puñado de hombres; la ciudad le saluda y aclama como á su libertador; la guarnición francesa, contagiada de la peste, se refugia en la ciudadela, donde la falta absoluta de víveres la obliga á capitular, y los ciudadanos genoveses arrasan tumultuariamente hasta los cimientos de la ciudadela como un monumento odioso de su servidumbre, y otro tanto ejecutan con las fortificaciones de Savona, abandonada por los franceses. Aquí fué donde mostró el patricio Andrés Doria toda su abnegación y toda la grandeza de su alma. Pudiendo ser príncipe soberano de Génova por el emperador, ni siquiera vacila en rehusar esta alta dignidad, y anuncia á sus conciudadanos que, libres ya como eran, elijan la forma de gobierno que sea más de su agrado. Esto era poco todavía para su magnanimidad. Génova se erige nuevamente en república, y los ciudadanos admirados y conmovidos aclaman con frenético entusiasmo á Doria, que rechazando noblemente toda preeminencia, les manifiesta que no quiere ni admite para sí otro título que el de simple ciudadano, ni otra gloria ni recompensa que la satisfacción de haber restituído la libertad á su patria. Una estatua de mármol con la inscripción: Al restaurador de la libertad genovesa, recordó por siglos enteros la grata memoria de aquel insigne patricio, y por siglos enteros duró también el gobierno que con tan magnánimo desprendimiento supo dar á sus compatriotas (1). La ciudad natal de Cristóbal Colón tuvo también la fortuna de producir un Andrés Doria.

A la destrucción del ejército francés de Lautrec en Nápoles por el príncipe de Orange siguió la de las tropas francesas que obraban en el Milanesado al mando del conde de Saint-Pol, por el español Antonio de Leiva. El heroico y hábil defensor de Pavía, que atacado, doliente y casi postrado de la gota, se hacía conducir en una litera á los combates, supo triunfar con unos pocos imperiales de los esfuerzos aunados del duque de Urbino, de Sforza y de Saint-Pol á fuerza de actividad y de inteligencia. El gotoso general hizo prisionero al robusto y ágil Saint-Pol con lo más florido de sus oficiales, y las reliquias del ejército francés de Milán volvieron á Francia casi en tan miserable estado como las de Nápoles, para no volver en mucho tiempo á Italia. Tal fué y tan desastroso para Francisco I el resultado de las campañas de 1527 y 1528 en Nápoles y en Milán, mientras él vivía como de costumbre entre fiestas y placeres (2).

Había, no obstante, un deseo y una necesidad general de paz, y vencidos y vencedores la apetecían y anhelaban, cáda cual por su particular interés. No hay que decir cuánto interesaría á Francisco I ver si rescataba por tratos á sus hijos, ya que tan desgraciado había sido en las guerras.

(1) Sigonii, Vita Doria.-Guicciard, lib. XIX, y todos los historiadores italianos. (2) Fué tan grande, dice con razón el obispo Sandoval, la reputación y crédito que con esta victoria y prisión del general francés ganó Antonio de Leiva, que ninguno de los capitanes de aquel tiempo tuvo más fama, así en tomar consejo, como en el valor para ejecutarlo, y decían que si tuviera salud se igualara con el Gran Capitán, su maestro.» Lib. XVII, párr. 19.

La Italia, y principalmente Lombardía, consumida y aniquilada por españoles, alemanes y franceses, no podía ya ni mantenerse á sí misma, cuanto más sostener ejércitos. El papa, resentido de los aliados, que en vez de prestarle auxilios, se habían ido repartiendo el patrimonio de la Iglesia, esperaba recobrar más por medio de tratados con el emperador que de unos confederados á quienes tan poco había debido en la ocasión más crítica. Y el mismo Carlos V, el más ganancioso en las pasadas luchas, que sin moverse de España había vencido á todos sus enemigos por medio de sus generales, tenía también graves motivos para desear la paz. Faltábanle los recursos, porque España no podía ni tenía voluntad de subvenir á los gastos de tantas y tan costosas guerras. Alarmábanle además los progresos de la reforma en Alemania y de los turcos en Hungría, y se susurraba ya que el rey de Francia andaba en tratos con Solimán contra él. Quería por otra parte pasar á Italia á recibir la corona de oro de manos del pontífice, y por todas estas razones le convenía la paz.

Las negociaciones entre el papa y Carlos V fueron las que más pronto llegaron á concierto. El jefe de la Iglesia creyó deber olvidar los insultos recibidos de los imperiales á trueque de recobrar el patrimonio de San Pedro, usurpado y dividido por sus malos aliados; y Carlos V, cuyos soldados habían saqueado á Roma y ultrajado la dignidad pontificia, quería justificarse de aquellos escándalos á los ojos de la cristiandad, reconciliándose con el papa y favoreciéndole, y como poner á Dios de su parte para combatir á reformistas y á infieles. Con esto, hallándose el emperador en Barcelona, se ajustó entre los dos un tratado de alianza (20 de junio, 1529), por el cual, entre otros capítulos, se acordó: que el papa dejara paso libre por sus tierras al ejército imperial de Nápoles; que pondría por su mano en la frente de Carlos la corona imperial; que le daría la investidura del reino de Nápoles sin otro feudo que el de la hacanea blanca cada año; que la causa del duque Sforza de Milán se sometería al fallo de jueces imparciales; que serían absueltos todos los que habían tomado parte en el asalto y saco de Roma; que el emperador, su hermano Fernando y el papa Clemente traerían de grado ó por fuerza á los luteranos á la verdadera fe católica; que en cambio el emperador haría devolver al dominio de la Santa Sede todas las ciudades que le habían sido usurpadas por los venecianos y el duque de Ferrara; que restablecería en Florencia el gobierno de los Médicis, y daría en matrimonio su hija natural Margarita al bastardo Alejandro Médicis, jefe de la familia, que tomaría título y soberanía de duque (1).

Mientras esto pasaba, dos ilustres damas habían tomado á su cargo la noble y santa obra de dar á Europa la paz que tanto anhelaba; y habiendo convenido en avistarse en Cambray, ellas solas, sin intermediarios, sin ruido y sin ceremonias ni formalidades, celebraban sus conferencias encaminadas á tan loable fin. Eran éstas Margarita de Austria, viuda de Saboya, tía del emperador, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I de Francia, mujeres ambas de eminente talento, y ambas versadas en los negocios

(1) Guicciard., lib. XIX.-Varchi, págs. 224 y sigs.-Robertson, lib. V.-Sandoval, lib. XVII.

públicos y en los secretos de sus respectivas cortes. La noticia del tratado de Barcelona les hizo abreviar sus negociaciones amistosas, que dieron por resultado la Paz de Cambray (5 de agosto, 1529), por otro nombre llamada Paz de las Damas. Sirvióles de base para este tratado la Concordia de Madrid, de la cual vino á ser una modificación la de Cambray. En ella se estipuló que Francisco pagaría dos millones de escudos de oro por el rescate de sus hijos, entregando antes todo lo que poseía todavía en el Milanesado; que cedería sus derechos á la soberanía de Flandes y de Artois, renunciando igualmente sus pretensiones á Milán, Nápoles, Génova y demás ciudades de allende los Alpes; y que Carlos no demandaría por entonces la restitución de Borgoña, mas con reserva de hacer valer algún día sus derechos, contentándose con el Charolais, que volvería después de su muerte á la corona de Francia (1).

Por este tratado, poco menos ignominioso al monarca francés y á su reino que el de Madrid, quedó Francisco desacreditado á los ojos de Europa, é indignó á sus aliados, por quienes nada hizo, dejándolos comprometidos y sacrificados; pues mientras el emperador cuidó de asegurar los intereses de todos sus amigos, sin olvidar á los herederos del duque de Borbón, á quienes se habían de restituir todos sus bienes, Francisco no mencionó á nadie, como abandonándolos todos á merced de su rival, y aun se humilló hasta el punto de comprometerse á no dar asilo en sus Estados á los que hubieran hecho armas contra el emperador. «La Francia misma, dice un moderno historiador francés, abatida por tantos desastres, había muerto como su rey al sentimiento del honor, tan vivo comunmente en ella. La paz la indemnizaba de todas sus afrentas, y ningún precio le parecía caro para comprarla. Los pueblos, como los individuos, se pervierten en la adversidad, y el sentido moral, borrado en el monarca, dormitaba también en el país. De todos los historiadores nacionales no hay uno sólo que proteste, en nombre de la antigua lealtad de la Francia, contra este innoble abandono de todos sus aliados. La impaciencia de Francisco por ver á sus hijos y por dar la paz á su reino lo disculpa todo á sus ojos.»>

Comprendemos el justo dolor que á un francés ha debido causar un tratado en que el rey de Francia, después de nueve años de guerra, se despojaba de todo, mientras su victorioso rival, después de haberle vencido con las armas, le humillaba con capítulos, quedaba árbitro de los países disputados, y le imponía condiciones como señor. Pero en el estado á que habían llegado las cosas, ¿podía resolverse la cuestión de un modo más ventajoso á la Francia? Culpa era de Francisco ó de su carácter la tibieza y flojedad con que proseguía siempre planes y operaciones comenzadas con vigorosa energía, y distraerse con cortesanas y palaciegos mientras sus soldados morían de hambre ó de peste, ó á las descargas de los arcabuces enemigos. Culpa suya era haber puesto á sus mejores generales en el trance de abandonarle por despecho, y de vengar sus injurias, yendo á servir de poderosos auxiliares á un contrario que sabía explotar con destreza las injusticias de su rival y los resentimientos de sus grandes vasa

(1) Tratados de paz-Rimer, Færder.-Sandoval inserta la letra del tratado, que consta de cuarenta y cuatro capítulos, y es larguísimo.

llos. Culpa sería de la reina de Francia, madre de Francisco, si es cierto que guardaba en sus cofres un millón y quinientos mil escudos, mientras Milán se perdía por no haber con qué pagar á los soldados franceses, y el ejército de Lautrec perecía de miseria bajo los muros de Nápoles.

Mérito fué de Carlos haber sido siempre enérgico en sus resoluciones y no haber aflojado nunca en sus planes; haber dirigido la política de Europa desde España; haberse aprovechado con sagacidad de los menores descuidos ó errores de sus adversarios, y no haber malogrado ninguna coyuntura de que pudiera sacar ventaja. Desgracia fué de Francisco y fortuna de Carlos la diferencia de las prendas y talentos de los generales con que contaba cada uno para la ejecución de sus designios políticos y para la dirección de las campañas: porque si La Tremouille y Lautrec eran entendidos y esforzados capitanes, ni Chabannes, ni Bonnivet, ni Saluzzo, ni Urbino, ni Saint-Pol reunían al valor, la prudencia y la astucia, como Pescara, Lannoy, Leiva, el del Vasto, Orange y Moncada. Desgracia fué de Francisco y fortuna de Carlos que los mismos tránsfugas de las banderas francesas, Morón, Borbón y Doria, fuesen los más decididos campeones de la causa del emperador, los más terribles adversarios del francés, y dos de ellos consecuentes siempre y admirablemente leales á las banderas del imperio.

Tales diferencias no podían menos de conducir á resultados como la Concordia de Madrid y como la Paz de Cambray.

CAPÍTULO XIV

ESPAÑA

SUCESOS INTERIORES

De 1524 á 1528

Sublevación de los moros en Valencia.-Sus causas.-Medidas y providencias del emperador para reducirlos.- Conversiones ficticias.- Rebelión y sumisión de los de Benaguacil.-Gran levantamiento de moros en la sierra de Espadán.— Dificultades para someterlos.-Son vencidos y subyugados.-Movimiento de los moros de Aragón.-Quejas de los de Granada.-Providencias para traerlos á la fe.--Reclamaciones que hicieron, y gracias que se les otorgaron.-El palacio de Carlos V en Granada. -Carácter de las cortes de Castilla en este tiempo.-Las de Toledo y Valladolid: firmeza é independencia con que obraron.-Las cortes en Aragón.-Cortes de Monzón.-Peticiones notables.-Situación de los príncipes franceses en Castilla: cómo eran tratados los hijos de Francisco I.-Prepárase el emperador á salir de España. -Carlos V en Zaragoza.—Canal imperial de Aragón.-Pasa el emperador á Barcelona.- Embárcase para Italia.

De tal magnitud é interés eran los acontecimientos europeos, en que el emperador Carlos V aparecía como el principal movedor ó agente, que los historiadores de este reinado, en general, olvidando la España por Europa, al reino por el imperio, y por el emperador al rey, apenas apuntan ligeramente lo que aquí acontecía y pertenece á la vida propia y especial de nuestra nación. Nosotros, historiadores de España, que vemos aquí

siempre el centro natural y perenne de su vitalidad, por más que parezca derramarse toda fuera y salirse por largos períodos de sí misma, no podemos menos de concentrarnos también de tiempo en tiempo para no perder de vista el enlace de su pasado, de su presente y de su futuro dentro de sus límites naturales, á que al fin habrá de tener que reducirse. Anudaremos pues los principales sucesos interiores que aquí acontecieron desde que Carlos regresó de Flandes hasta su marcha á Italia, para la cual quedaba preparándose en Barcelona después de su concierto con el pontífice Clemente.

Terminadas durante su ausencia las alteraciones de las comunidades de Castilla y de las germanías de Valencia, todavía llegó á tiempo de tener que presenciar y buscar remedio á otras turbaciones, consecuencias y restos de la gran lucha pasada de los españoles con los musulmanes, que él habría oído solamente contar desde lejos, y de la más reciente de las germanías, que tampoco había presenciado.

El lector recordará (1) que los agermanados de Valencia hicieron recibir por fuerza el bautismo á los moros de aquel reino que se habían alzado en defensa del partido de los nobles, de quienes dependían. Pues bien, aquellos moriscos así bautizados, como que sólo cediendo á la violencia habían abjurado la fe de sus padres á que interiormente estaban muy adheridos, abandonaron pronto el culto y las prácticas cristianas, y volvieron inmediatamente á sus ritos y ceremonias muslímicas (1524), contentos con pagar doble tributo á sus señores á trueque de no renunciar á sus creencias, y tolerándolos los caballeros, así porque habían sido sus defensores, como porque eran los vasallos que más rentas les pagaban. Noticioso de esto el emperador por diferentes conductos, reunió una junta de teólogos en unión con los Consejos de Castilla y de la Inquisición, que se congregaron en el convento de San Francisco de Madrid, para consultarles si á los moros así bautizados por fuerza los podría compeler á hacerse cristianos ó salir de España. Todos contestaron afirmativamente, á excepción de fray Jaime Benet, varón eminente y docto, que por espacio de treinta y ocho años había enseñado derecho canónico y civil en la universidad de Lérida, el cual opinó que no debía forzárselos á recibir el bautismo, porque si antes eran moros, después serían apóstatas. Este prudente consejo fué desestimado, y siguiendo el de la mayoría, expidió una real cédula (4 de abril, 1525) declarando cristianos y con las obligaciones de tales á los que de aquella manera se habían bautizado, y envió á Valencia al obispo de Guadix, comisario del inquisidor general, con oficiales del Santo Oficio y con dos predicadores, uno de ellos el célebre fray Antonio de Guevara (mayo). Estos, en cumplimiento de su comisión, hicieron pregonar y citar por carteles á todos los moros, para que en el término de treinta días viniesen á la obediencia de la Iglesia, bajo la pena de muerte y confiscación de bienes á los rebeldes y contumaces.

Los más de los moros, en vez de acudir á la citación, se subieron en número de quince á diez y seis mil á la sierra de Bernia, donde se mantuvieron algunos meses, al cabo de los cuales, movidos por todo género

(1) Véase nuestro cap. VIII de este mismo libro.

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