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hacer vida conyugal con el gran reformista de Alemania. A pesar de la libertad y ensanche de ideas que él mismo había logrado introducir en materias religiosas, este hecho escandalizó hasta á sus mismos amigos (1).

La ausencia del emperador, sus debates con Francisco I, las guerras de Italia, la prisión y la libertad del monarca francés, la nueva liga contra Carlos, las campañas de Milán, el asalto de Roma, las contiendas con el papa, la guerra de Nápoles, y otros muchos asuntos ocuparon á Carlos de Austria y de España en términos de no permitirle atender como quisiera á la cuestión religiosa de los dominios imperiales. Con esto el luteranismo siguió creciendo, y muchos príncipes no sólo le adoptaron en sus Estados y abolieron los ritos de la Iglesia romana, sino que se confederaron para su mutua defensa en el caso de que se quisiera obligarlos á ejecutar el edicto de Worms. Y aunque había muerto en 1526 el elector Federico de Sajonia, su hermano Juan no se mostró menos celoso protector de Lutero y de los reformistas. Por su parte los príncipes católicos reunidos en Leipsick para defender sus países contra la propagación de las nuevas doctrinas, reclamaban con urgencia la presencia del emperador, el cual. no pudiendo trasladarse allá todavía, convocó desde España una Dieta provisional en Spira, para que se procediese á una resolución vigorosa contra la reforma (1529). Prevaleció todavía en esta Dieta el partido cató lico, y por mayoría de votos se determinó en ella que se acataran los decretos de la de Worms; que se conservara la misa rezada; que en este y otros puntos relativos al culto los Estados mismos reformistas se abstuvieran de hacer innovaciones, por lo menos hasta la reunión de un concilio general.

Poco satisfechos con este acuerdo los partidarios de la reforma, concertáronse el elector de Sajonia, el landgrave de Hesse, el margrave de Brandeburgo, y varios otros príncipes, junto con las catorce ciudades libres de Alemania para oponerse al decreto de Spira, y redactaron contra él una protesta solemne, de donde tomaron la denominación de Protestantes, nombre con que se designa todavía á todos los que se han separado de la Iglesia católica romana, y con que los nombraremos en lo sucesivo en nuestra historia.

Llegó al fin el caso tan deseado por todos de que el emperador Carlos V, vencido el poder de la Francia, concertado con el pontífice, en paz con el francés, dada también la paz universal á Italia, y coronado rey de Romanos en Bolonia, volviera al cabo de ocho años á los agitadísimos dominios imperiales de Alemania, y pudiera asistir personalmente á la Dieta general que estaba convocada en Augsburgo para tratar la ya famosa y gravísima contienda de la reforma (junio, 1530). La presencia majestuosa de Carlos, su digno continente, la grande idea que se tenía de su inmenso poder y de la vasta extensión de sus miras políticas, hizo una sensación favorable en la asamblea y arrancó la admiración y los elogios de algunos de sus mismos adversarios. Hiciéronle, sin embargo, los protestantes una oposi ción firme, y negáronsele abiertamente los príncipes reformistas á asistir á la procesión del Corpus que se celebraba al día siguiente, siendo uno de

(1) Robertson, Hist. de Carlos V, lib. IV.

los que resistieron con más tesón á todo género de sugestiones y amenazas el elector de Sajonia, Juan, digno hermano y sucesor de Federico, cuya firmeza le valió el sobrenombre de Juan el Testarudo. Allí acordaron los protestantes hacer una profesión de su fe, comprensiva de todos los puntos en que la nueva doctrina se separaba de la antigua de la Iglesia, cuya redacción se encargó á Melancton, el hombre más distinguido por su ciencia, y el más templado. más comedido y de más fina educación de todos. El escrito de Melancton es el conocido con el nombre de la Confesión de Augsburgo, y que hoy constituye todavía la base de las doctrinas de la Iglesia protestante. El emperador respondió que le tomaría en consideración y comunicaría su resolución imperial.

Dividiéronse los pareceres de los católicos y de los consejeros de Carlos sobre lo que convendría hacer para reducir á los protestantes, opinando unos por el rigor, otros por la dulzura, según el carácter de cada uno y el temor que cada cual tenía á las turbaciones que podrían seguirse en el imperio y en toda la cristiandad. Redactóse al fin una contraconfesión, ó sea una forma católica harto templada, á la cual se exigía que se conformaran los protestantes. Los más moderados de uno y otro partido no veían imposible venir á un acomodamiento, pero los exaltados de ambas partes se obstinaron en no ceder en varios puntos, y después de varias tentativas de reconciliación se separaron más divididos que antes. Entonces el emperador declaró á los protestantes (noviembre, 1530), que les daba de plazo hasta 15 de abril próximo para reflexionar, que les prohibía entretanto alterar en sus países el culto de la Iglesia católica, y la impresión y propagación de todo escrito en defensa de la nueva doctrina; y que con respecto á los desórdenes y abusos introducidos en la Iglesia, procuraría del papa y de todos los príncipes de Europa que se convocara un concilio general en el término de medio año, ó de uno á lo más tarde.

Lejos de acomodarse los príncipes protestantes á esta resolución, salieron de Augsburgo y se reunieron en Smalkalde (diciembre, 1530), para estrechar más su alianza, formando un cuerpo compacto de resistencia, y acordaron invocar el auxilio de los reyes de Francia é Inglaterra en favor de la liga, con lo cual parecía amenazar á Europa una sangrienta guerra de religión. El emperador por su parte se trasladó á Colonia, donde tenía citados á los príncipes electores. Allí les propuso que eligiesen por rey de Romanos á su hermano Fernando, á quien había cedido ya sus Estados hereditarios de Austria, y que reunía las coronas de Bohemia y de Hungría por muerte del rey Luis en guerra contra el sultán Solimán II, á fin de que pudiera mantener la paz del imperio en sus frecuentes ausencias. Convinieron en ello los electores, y Fernando fué coronado rey de Romanos en Aix-la-Chapelle (1), sin más oposición que la del elector de Sajonia y de los duques de Baviera, que con esta ocasión se aliaron á los príncipes protestantes, aumentando así la confederación de Smalkalde (1531)

En buena ocasión apelaron los protestantes al favor de Enrique VIII de Inglaterra. Ciegamente prendado aquel monarca de la hermosura de

(1) Historia de Alemania.-Rimer. Foeder.-Dumont, Corps Diplomat.-Sandoval, libro XIX.

la célebre Ana Bolena, y resuelto á sacrificar á los goces de una pasión impura toda consideración de familia, de religión y de estado, había solicitado con empeño, aunque infructuosamente, la autorización del papa para su divorcio con la reina doña Catalina de Aragón su esposa. Persuadido de que la negativa del papa se debía en gran parte á influencias del emperador, y enojado con uno y con otro, alegrábase de una liga que con el tiempo podía ser formidable á ambos. El monarca que había escrito una terrible impugnación de las doctrinas de Lutero, dejaba de reconocer la potestad suprema del pontífice por los amores de una mujer, y trabajaba por apartar á su reino de la obediencia de la Santa Sede. El antiguo impugnador del luteranismo, ya que no podía entonces hacer otra cosa por los protestantes de Smalkalde, les envió un socorro de dinero. En cuanto al rey de Francia, se limitó por entonces á aliarse con ellos en secreto, y á fomentar la discordia religiosa, esperando ocasión oportuna de romper con Carlos más á las claras (1).

Interesado el nuevo rey de Romanos en conservar la paz en Alemania, porque le importaba mucho atender á su reino de Hungría estrechado y apurado por el turco, que lo había invadido á la cabeza de trescientos mil hombres, necesitaba la cooperación y auxilio de los príncipes protestantes, y de acuerdo con el emperador su hermano llegó á hacer con ellos un tratado provisional de paz en Nuremberg (1532), que se había de ratificar en Ratisbona, y que venía á ser una declaración de tolerancia religiosa. «Es mi voluntad, decía el emperador, establecer una paz general, durante la cual no se condene ni acrimine á nadie por sus creencias en materias religiosas, hasta que se celebre el concilio ó una asamblea general de los Estados del imperio.>>

Con esta concesión, que era á cuanto podían aspirar por entonces los protestantes, sirvieron ya pronta y eficazmente á Carlos y á Fernando: y con las tropas alemanas, españolas é italianas, que mandaba como general del imperio el marqués del Vasto, con las del rey de Hungría y de Bohemia, hermano del emperador, y con las auxiliares de los príncipes protestantes, se reunió un ejército brillante de noventa mil infantes y treinta mil caballos, sin contar las tropas irregulares, al frente del cual quiso ponerse el emperador en persona, contra los trescientos mil de Solimán que cercaban á Viena. Toda Europa aguardaba con ansia el resultado de alguna gran batalla entre dos tan formidables ejércitos, mandados por los dos más poderosos soberanos del mundo. Pero el turco tuvo la prudencia de no esperar las falanges del emperador cristiano, y renunciando, con general sorpresa, á una expedición que había estado preparando tres años, emprendió su retirada á fines de otoño (1532), regresando á Constantinopla (2).

El emperador, que la primera vez que se había puesto personalmente á la cabeza de sus tropas había sido para libertar los dominios de su hermano, y con ellos á toda la cristiandad, de la dominación otomana con

(1) Du Bellay, Mémoir.-Herbert, Hist. de Enrique VIII.

(2) Hammer, Hist. del imperio Otomano.-Luden, Hist. de Alemania, t. V—Sandoval, lib XX.

que estaban amenazados, determinó volver á España, pasando por Italia para asegurar la paz de aquellos países y tratar con el pontífice acerca del futuro concilio. Viéronse otra vez en Bolonia, mas no medió ya entre ellos aquella confianza y aquella expansión que la vez primera. Ni la confesión de Augsburgo, ni la tolerancia con los protestantes sancionada en Ratisbona habían podido ser del agrado del papa; y en cuanto al concilio, ni el pontífice ni la corte de Roma se mostraban afanosos por su convocación. Y como el emperador insistiese con instancia, representando la urgente necesidad que de él había, dió principio Clemente al arreglo de ciertas formalidades que decía debían preceder entre las partes interesadas para su celebración. No era fácil que convinieran en estas formalidades partidos tan opuestos ya como el protestante y el católico. Exigían los reformistas que el concilio se tuviera en Alemania; queríale en Italia el pontífice: pretendían aquéllos que la única regla de fe en él fuese la Sagrada Escritura; sostenía el papa que debían constituir también dogma los decretos de la Iglesia, y que había de respetarse la autoridad de los Santos Padres. En estas y otras disputas sobre los preliminares se alargaban las negociaciones, y no se resolvía nada en un punto que tanto interesaba á la Iglesia y á la cristiandad (1).

Para el afianzamiento del sosiego de Italia, propuso á todos los príncipes italianos que se formara una liga defensiva, debiendo levantarse al primer asomo ó peligro de invasión un ejército que mandaría Antonio de Leiva, costeado y mantenido por todos. Parecióles bien este pensamiento, y firmada por todos la alianza (24 de febrero, 1533), á excepción de los venecianos que no quisieron entrar en ella, Carlos, para desvanecer todo recelo, licenció una parte de sus tropas, y distribuyendo las demás entre Sicilia y España, dió la vuelta á Barcelona en las galeras del genovés Andrés Doria (24 de abril, 1533).

No faltaba quien conspirara activa aunque secretamente contra sus planes de concilio y de pacificación de Italia. Su eterno rival Francisco I, que sólo obligado por la necesidad había sucumbido á un tratado tan ominoso para él y para la Francia como el de la paz de Cambray; Francisco I, que usando del mismo indigno artificio que había empleado para burlar el compromiso del tratado de Madrid, protestó también secretamente contra el de Cambray, mientras acechaba una ocasión de romperle y de hacer daño al emperador; Francisco I de Francia, no contento con fomentar el descontento y la discordia de los príncipes alemanes, trabajó también por desviar al pontífice de la amistad de Carlos, halagándole él y creando obstáculos para la celebración del concilio. Entre los arbitrios que discurrió para lisonjearle fué uno el de ofrecer la mano de su hijo segundo, el duque de Orleáns, á Catalina, hija de Lorenzo de Médicis, simple negociante de Florencia, pero primo del papa. Complació tanto al pontifice Clemente la elevación en que el de Francia quería poner á su familia, que no sólo no alcanzaron los esfuerzos del emperador á impedirlo, sino que, ó deslumbrado, ó poco reparado el papa, accedió á tener con Francisco una entrevista que éste le pidió en Marsella.

(1) Maimbourg, Sleidan, Seckendorf: Hist. de la Reforma.

Tampoco alcanzó á estorbar el emperador el impolítico viaje del pontífice á una ciudad del reino de Francia para ver y conferenciar amistosamente con su rival, en ocasión que tantas y tan estrechas relaciones mediaban entre Carlos y la Santa Sede. Las vistas se verificaron con mucha pompa (1532) y con gran disgusto del emperador; y el matrimonio del duque de Orleáns con Catalina de Médicis quedó ajustado, favoreciendo tanto el monarca francés á su hijo, que le cedió todos sus derechos á los Estados de Italia. Compréndese bien cuánto alarmaría á Carlos este suceso, y cuánto le desazonaría la conducta del pontífice (1).

Menos condescendiente éste con Enrique VIII de Inglaterra, y más en su lugar como primer depositario y guardador de la religión católica, nunca quiso otorgarle la autorización pontificia que aquél solicitaba hacía seis años para la anulación de su matrimonio. Irritado de tanta dilación el impaciente monarca, tan mal esposo como fogoso amante, y desconfiando ya de que sus gestiones alcanzasen más favorable éxito en la corte de Roma, acudió á otro tribunal para obtener la licencia que tanto ansiaba. No faltaron universidades y doctores que calificaran de legítimo su recurso, y Tomás Cranmer, nombrado por el rey arzobispo de Cantorbery para este objeto, no escrupulizó en anular el matrimonio de Enrique con la reina doña Catalina de Aragón, en declarar ilegítima su hija, y en sancionar que Enrique y Ana Bolena, que de hecho vivían ya conyugalmente y aun con síntomas de próxima sucesión, estaban legal y legítimamente unidos en matrimonio (20 de mayo, 1533). En su virtud la antigua manceba de Enrique VIII fué proclamada reina de Inglaterra, y coronada á presencia de toda la nobleza (1.o de junio) en medio de solemnes regoci jos, procesiones, torneos y arcos triunfales. El papa Clemente, como era de esperar, creyó de su deber, excitado también por los dos soberanos Carlos y Fernando, sobrinos de la desgraciada reina de Inglaterra repudiada por Enrique, anular la sentencia dada por el arzobispo de Cantorbery (11 de julio), y excomulgar á Enrique VIII y Ana Bolena si no se separaban antes de fines de setiembre.

Excusado era pensar que ni Enrique ni Ana retrocedieran por esto del camino en que su voluptuosidad los había precipitado. Mas como en el otoño de aquel año tuvieran el pontífice y el rey de Francia las vistas de que hemos hablado en Marsella, y Francisco I se interesara en favor de su aliado el rey de Inglaterra, creyóse que aun se llegaría á una reconciliación entre el jefe de la Iglesia y el monarca inglés. No fué así sin embargo; y habiendo regresado el papa á Roma, instado por los amigos del emperador y de la infortunada Catalina, pronunció el Santo Padre en pleno consistorio (23 de marzo, 1534) sentencia definitiva, declarando válido y legítimo el matrimonio de Enrique VIII de Inglaterra con Catalina de Aragón, condenando el divorcio, anulando el matrimonio con Ana Bolena, y mandando á Enrique bajo pena de excomunión que volviera á unirse á la legítima esposa. Irritado con esta resolución el desatentado monarca, acabó de perder todo género de miramiento á la corte romana

(1) John Lingard, Hist. de Inglaterra-Luden, Historia de Alemania.-Du Bellay, Mémoir.-Robertson, lib. V.-Sandoval, lib. XX.

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