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tonces á todos los jóvenes de imaginación y de genio, se había embarcado para la Española á principio del siglo, llevando cartas de recomendación para el sucesor de Colón D. Nicolás de Ovando. Este joven, á quien la Providencia tenía destinado á eclipsar todas las reputaciones del Nuevo Mundo, si se exceptúa la de Colón, se había hecho célebre por sus galanterías y aventuras amorosas. Velázquez le había llevado consigo á la conquista de Cuba, donde se distinguió por su valor y su actividad. Su esbelto y agraciado continente, su buen humor, sus finos modales, su discreción. y gracia en el decir, y otras aventajadas prendas, así le daban partido entre las damas como le captaban el aprecio de los soldados, y le granjeaban el afecto de cuantos le conocían. Por su genio travieso y emprendedor fué escogido por los descontentos de Velázquez para ser el alma de una conspiración contra él, lo cual le puso varias veces á riesgo de perder la vida; escapóse de las cárceles en que se vió metido, rompiendo los grillos, escalando los muros, y acogiéndose á sagrado, y del buque en que en una ocasión le llevaban preso se libertó arrojándose á las olas y ganando á nado la orilla. Reconciliado después con Velázquez, vivía tranquilo en Santiago de Cuba, en compañía de su esposa la hermosísima doña Catalina Juarez, labrando las tierras que le habían tocado en el repartimiento, y explotando las minas de oro que le cupieron en suerte, con lo cual llegó á hacer una más que mediana fortuna, cuando fué nombrado capitán general de la flota que se destinaba á la conquista del vasto y opulento imperio mejicano. En la construcción y armamento de los buques empleó toda su fortuna particular, y todos se aprestaban á seguir gustosos al hombre que gozaba de más prestigio entre españoles y cubanos.

Este hombre era Hernán Cortés, el más famoso de los conquistadores del Nuevo Mundo después de Cristóbal Colón.

De buena gana le hubiera destituído el suspicaz y envidioso Velázquez del mando que acababa de conferirle, pero Cortés había tenido la previsión de preparar y activar en secreto la marcha de su flota; y cuando una noche (18 de noviembre de 1518), con aviso que de ello tuvo el gobernador, corrió presuroso al muelle, halló la armada dándose ya á la vela. ¿Qué es esto? gritó á Cortés desde el muelle; ¿así os vais sin despediros? —Perdonad, le respondió el capitán, el tiempo urgía, y hay cosas que son más para hechas que para pensadas: tenéis algo que mandarme? Y continuó desplegando al viento las velas de su buque, dejando al gobernador burlado y entregado al despecho. Cuando desembarcó en Trinidad, presentóle el alcalde una orden que acababa de recibir del gobernador de Cuba, destituyéndole del mando de la flota, que había dado ya á otro. Cortés afectó respeto á la orden del gobernador, pero mandó levar anclas y prosiguió á la Habana. El comandante de esta plaza recibió también pliegos de Velázquez, en que le mandaba prender á Cortés; mas ni éste estaba dispuesto á obedecer, ni aquél mostró gran voluntad de ejecutar las órdenes del gobernador, y Cortés, seguro de la decisión de su gente, bogaba la noche del 10 de febrero (1519) hacia el cabo de San Antonio, y siguiendo el rumbo de Grijalva, se dirigió á la costa de Yucatán y se detuvo en la isla de Cozumel.

Toda la fuerza de naves, hombres y armamento que Hernán Cortés

llevaba para una de las mayores empresas que cuentan los anales del mundo, y cuyas inmensas dificultades hubieran arredrado y detenido al hombre de más esforzado corazón si hubiera sido posible preverlas, consistían en once naves, entre grandes y pequeñas, con la dotación de 110 marineros, 10 cañones de montaña y 4 falconetes, 553 soldados, entre ellos 32 ballesteros y 13 arcabuceros, 200 indios de la isla, y sobre todo 16 hombres montados, que era lo que constituía su mayor fuerza, por el terror que habían de infundir á los indios salvajes. Puso la armada bajo la inmediata protección de San Pedro, santo á que tenía particular devoción, y en su estandarte de terciopelo negro bordado de oro había hecho inscribir en derredor de una cruz roja el lema siguiente, imitación del Lábarum de Constantino: Vincemus hoc signo; con esta señal venceremos.

Sentimos no poder seguir paso á paso al ilustre extremeño, que casi desde que puso el pie en las regiones de Nueva España tuvo que luchar con tales y tan ímprobos y continuados trabajos, que habiéndoles dado feliz cima, con razón ha podido llamársele el Hércules del Nuevo Mundo. Viósele ya en la isla de Cozumel, tan político guerrero como fervoroso apóstol del cristianismo, dominar á los naturales, ya con el halago, ya con el terror, derribar los ídolos de sus templos, hacer á los indígenas presen ciar absortos y callados las ceremonias sagradas del culto cristiano, y dejar derramada la luz de la fe en aquellos isleños; vencer los indios en la embocadura del Grijalva; marchar por entre mil dificultades y peligros hacia lo interior del país; apoderarse de la gran ciudad de Tabasco; tomar posesión de ella á nombre del rey de Castilla; triunfar después con su diminuta hueste en batalla campal de un ejército de cuarenta mil indios (25 de marzo, 1519) en el sitio con justicia nombrado Santa María de la Victoria; convertir al día siguiente en sumisos súbditos del monarca español los que acababan de pelear como arrogantes y terribles enemigos; recibir el homenaje de los caciques de la provincia, que le ofrecían como dádivas propiciatorias su oro y sus más bellas esclavas. Hernán Cortés en Tabasco aparecería una figura mitológica, un héroe fabuloso, si á tales hazañas no hubieran seguido otras aun más heroicas, otras aun más prodigiosas realidades. No es extraño que los españoles victoriosos en Tabasco, asombrados ellos mismos de su triunfo, creyeran haber visto al santo Apóstol patrón de España pelear en su favor contra los infieles; lo mismo se contó en otro tiempo de los de Clavijo, porque los efectos de una fe fervorosa en las imaginaciones de los hombres son los mismos en todas las partes del mundo.

Bien conocemos lo que influyó en tan portentosa victoria el estruendo y el fuego de la artillería y mosquetería, que tanto asustó y tanto estrago causó á los indios que por primera vez veían y experimentaban los terribles efectos de aquellos nuevos truenos y rayos lanzados por manos de hombres, así como la sorpresa y espanto que les causaron la especie de monstruos que se les representaban en los jinetes y caballos, que creían ser una misma cosa, al modo que los antiguos gentiles representaban sus centauros. Pero aun así, sin la habilidad, el denuedo y la serenidad de Cortés, y sin el valor de sus capitanes y soldados, no hubiera sido posible arrollar con un puñado de hombres aquellas imponentes y numero

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sas masas de indios, que al cabo peleaban con arrojo, manejaban armas terribles, acometían con ímpetu, se reemplazaban sin aprensión, y no carecían de cierta táctica de guerra, ni eran tan inciviles y salvajes como los indios de otras regiones.

De gran recurso y de utilidad inmensa sirvió á Cortés en sus expediciones sucesivas la más bella de las esclavas que le regalaron en Tabasco. Sin los auxilios de la joven y hermosa Marina (éste fué el nombre que se le puso después), que como hija de un cacique mejicano, entendía y ha blaba el idioma de los países que los españoles fueron recorriendo, ni Cortés hubiera podido entenderse en San Juan de Ulúa con los generales y enviados del gran emperador Motezuma, soberano del vasto imperio de Méjico, que le llevaban regalos y presentes de gran valor, y le preguntaban quién era y con qué objeto visitaba aquel imperio, ni hubiera podido marchar sino á ciegas por países que no conocía y entre gentes á quienes no tenía medio de entender. Pero la Providencia pareció haberle deparado en Marina un genio tutelar, que comenzando por intérprete, pasando luego á ser su confidente y secretaria, para concluir por hacerse dueña del corazón del ilustre caudillo, fiel siempre á los españoles, fué su más eficaz y útil auxiliar, y sacó al atrevido conquistador de los más apurados y críticos trances.

La conducta de Cortés con los embajadores mejicanos; sus discretas respuestas; su mezcla de dulzura y energía, alternando entre los halagos y las amenazas; sus contestaciones á Motezuma, ya blandas y apacibles, ya fuertes y belicosas, según el tono con que le hablaba el gran emperador; el tráfico que en forma de regalos sostenía con los indígenas, en que á trueque de fruslerías iba recogiendo una inmensa riqueza en cajas lle nas de joyas y piedras preciosas, en cascos colmados de oro puro, en finísimas telas de algodón, en planchas circulares de oro y de plata maciza de grandes dimensiones con que los mejicanos representaban el sol y la luna; la oportunidad con que supo hacer evolucionar sus escasas tropas ante los caciques indios, para que vieran el fuego del cañón y oyeran su estampido y el silbido de sus balas, y la facilidad con que los jinetes manejaban los enormes cuadrúpedos; el disimulado ardid con que procuró que los pintores aztecas pudieran llevar á Motezuma dibujos exactos de sus armas, trajes y pertrechos, para que tuviera una muestra de su poder; el toque de la campana y la escena de arrodillarse los soldados ante la cruz para dar una idea á los indios de las ceremonias del cristianismo, y ocasión para explicarles las excelencias de su doctrina; todo revelaba en Hernán Cortés, no ya sólo un guerrero intrépido y un aventurero audaz, sino un hombre de genio superior y un político diestro y astuto.

No menos político, y aun más mañoso con los suyos, manejóse tan hábilmente con los descontentos que murmuraban de que los tuviese en tan abrasado é insaluble clima, y con los partidarios de Velázquez que intrigaban para hacerle volver á Cuba, que aquello mismo que parecía ponerle en el conflicto más extremo, y dar al traste con todos sus designios de engrandecimiento y de gloria, supo Cortés convertirlo en provecho propio, en afianzamiento de su autoridad y en general entusiasmo por su jefe. Su renuncia del mando ante el ayuntamiento de la Villa-Rica de la

Vera Cruz, que acababa de fundar y establecer, para salir nuevamente nombrado capitán general por aclamación popular, fué un golpe maestro de política que afirmó su poder y desconcertó á Velázquez. Las murmuraciones se convirtieron en aplausos, los conspiradores en súbditos sumisos, y todos gritaron «¡ Viva Cortés !»: transformación admirable, que no hubiera podido hacer un talento vulgar.

Una embajada de indios de Zampoala se presenta al caudillo español á invitarle de parte de su cacique á que vaya á su ciudad, porque desea ser aliado y amigo del extranjero, cuyas proezas en Tabasco han llegado á su noticia. Acepta Cortés la propuesta, y se pone en marcha con su pequeña hueste. Atraviesan primero desiertos países y abandonadas poblaciones; entran luego en una fertilísima comarca, especie de paraíso, regado de limpios riachuelos, vestido de bosques frondosos, tapizado de olorosas plantas, y esmaltado de vistosas flores: llegan á Zampoala, y el lustre de las paredes de las casas hace á los españoles la ilusión de una ciudad fabricada de plata: el pueblo los rodea con una curiosidad pacífica y aun afectuosa; un obeso personaje, que excita la hilaridad de los españoles, pero cuyas insignias mostraban ser el cacique, recibe á Cortés con demostraciones de benevolencia y alegría: le revela que desea libertar su país del tirano yugo de Motezuma, cuyo despotismo querían también sacudir muchos vasallos del imperio: Cortés escucha con secreto gozo tan importante revelación; ve en ella un camino que se le abre para apoderarse del inmenso imperio mejicano: contesta al cacique que él es enviado por el grande emperador de Oriente, el poderoso rey de España, para exterminar los opresores de aquella parte del mundo; el cacique recibe con lágrimas de júbilo la declaración del extranjero, le ofrece de nuevo su amistad, y Hernán Cortés cuenta ya con un poderoso aliado entre los indios. El cacique de Quiabislán se le somete igualmente, y reduce á prisión á seis ministros de Motezuma que de parte de su amo se presentaron á reconvenirles de traidores. La política de Cortés saca partido de este suceso; pone á los prisioneros en libertad y los envía á Motezuma, para que vea que el general español es el libertador de sus propios vasallos.

Satisfecho Cortés con la adquisición de tantos súbditos para la corona de Castilla, funda entonces entre Quiabislán y el mar la verdadera ciudad de Vera-Cruz, que había de servir de punto de apoyo para las operaciones futuras, de almacén de provisiones y de puerto para los buques, y determina llevar adelante su arriesgado plan de marcha hasta la capital del imperio mejicano. Mas poco faltó para que su ardiente celo religioso comprometiera su empresa. Resuelto á abolir los horribles sacrificios de vícti. mas humanas que aquellos indios inmolaban á sus dioses, haciéndole el entusiasmo de la religión olvidar por un momento su ordinaria y prudente política, accedió al deseo manifestado por sus soldados de derribar á la fuerza y hacer pedazos los ídolos de los templos. Informados los indios de la intención de los españoles, preséntanse todos armados y en tumulto, dando horribles gritos, mezclados con ellos los sacerdotes con sus largas vestiduras y sus destrenzadas cabelleras tintas en sangre. Cortés, por medio de su intérprete la bella Marina, hace anunciar á caciques y guerre

ros, que si una sola flecha se lanza sobre los españoles, ellos y todo el pueblo serán irremisiblemente degollados. Asusta tan terrible intimación á los tumultuados, y cincuenta soldados españoles, á una señal de su caudillo, suben al templo, echan á rodar sus ídolos, vasos y altares, en medio de los sollozos de la aterrada muchedumbre; lávanse las paredes salpica das de sangre humana; en el sitio en que había estado el ídolo principal se coloca una cruz y una imagen de la Virgen: una misa y una procesión solemne terminaron aquella ceremonia, y como los indios vieron que el fuego del cielo no consumía á los profanadores de su templo y á los destructores de sus divinidades, enmudecieron atónitos, y aquélla acción y el espectáculo de las ceremonias cristianas les hicieron el mismo efecto que á los de la isla de Cozumel.

Necesitaba el atrevido expedicionario dar un origen legítimo á su autoridad, y precaverse contra el encono y arbitrariedad de Velázquez. Á este fin despachó á España un buque con pliegos y cartas para el emperador Carlos V, noticiándole todo lo ocurrido desde su salida de Cuba, solicitando la aprobación de su conducta y la confirmación en el cargo de capitán general, y manifestando su confianza de conquistar para su corona el vasto y opulento imperio de Méjico. Pero otro suceso, el más grave de cuantos le habían acontecido, estuvo á punto de frustrar otra vez su gigantesca empresa. En su mismo campamento se había fraguado una conspiración entre sus desafectos, á cuya cabeza se hallaba el religioso Juan Díaz; aunque descubierta oportunamente por uno de los conjurados, y castigados los principales, dejó en su alma una sensación profunda. Temiendo que quedase vivo en su cortísima hueste el germen del descontento y la semilla de la insubordinación, y para quitar á los cobardes y á los desafectos toda esperanza de salir con su idea, tomó la resolución más enérgica, más atrevida, más desesperada, pero también la más heroica que ha podido jamás concebir un hombre. Sin que lo supiese su pequeño ejército, le cortó toda posibilidad de retirada, hizo desmantelar los bu ques, barrenarlos, destruir toda la flota, quemó las naves, como ha llegado á decirse proverbialmente; «rasgo, dice con razón uno de los historiadores de la conquista, el más insigne de la vida de este hombre memorable. La historia ofrece ejemplos de parecidas resoluciones en circunstancias críticas, pero ninguna en que las probabilidades del éxito fuesen tan eventua les y la derrota tan desastrosa. Si hubiera sucumbido, se hubiera mirado como un rapto de demencia. Y sin embargo, era fruto de maduro cálculo. Había jugado en este golpe su fortuna, su reputación, su vida, y era menester arrostrar las consecuencias...» Expúsose Cortés á ser víctima de una soldadesca furiosa y desesperada, pero el impertérrito caudillo arengó con tan vigorosa elocuencia á sus tropas, que obrando en ellas la más completa y maravillosa conversión, y produciendo un entusiasmo portentoso, todos exclamaron á una voz: ¡á Méjico! ¡á Méjico! El hombre que de este modo sabía obrar, merecía bien la conquista de un grande imperio.

Para tales jefes y con tales soldados, parece no haber empresa imposible. La de Hernán Cortés no lo fué, aunque por tal la hubieran tenido todos. Veamos los resultados de esta heroica determinación, ya que no

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