nos sea dado referir sus pormenores. La república independiente de Tlascala, enclavada en medio del imperio mejicano, declara la guerra á los españoles á excitación de su jefe el valeroso joven Xicotencal, pero la espada invencible de Cortés triunfa en Tlascala como triunfó en Tabasco. Un caballo español acribillado de flechas cae muerto en el campo de batalla. Un indio le corta la cabeza, y la pasea por el campo clavada en una pica, gritando con júbilo: ¿Lo veis? estos monstruos no son invencibles. Xicotencal envía al campamento de los españoles un regalo de gallinas y otras viandas, haciendo decir á Cortés que aquellas provisiones son para que engorden sus soldados antes de ser sacrificados á sus dioses, y para que su carne fuese de mejor gusto, porque se proponía saborearse con ella en compañía de sus principales guerreros. Riéronse los españoles de la fanfarronada y comieron alegremente las provisiones enviadas por el arrogante tlascalteca. Una batalla y otra victoria de los españoles abatió un poco la soberbia de Xicotencal. «Los españoles, hijos del sol, decían los sacerdotes indios, deben toda su fuerza á los rayos de este astro; combatidlos de noche, y veréis cuán débiles son.» En virtud del consejo de estos magos dieron los tlascaltecas un ataque nocturno; mas como pereciesen en él millares de indios, ellos mismos comenzaron por sacrificar á sus dioses algunos de sus embusteros profetas; convenciéronse de su inferioridad, convidaron con la paz á los españoles, les ofrecieron su amistad, hizo Hernán Cortés una entrada pomposa en Tlascala (23 de setiembre, 1519), y desde entonces los tlascaltecas fueron sus más firmes y leales aliados. No así los de Cholula. A invitación del mismo Motezuma pasó Cortés á esta ciudad, y mientras los cholulanos festejaban á los españoles, una horrible conspiración se tramaba para caer traidoramente sobre ellos y exterminarlos. El genio tutelar de Cortés, la bella Marina, la descubre, la denuncia, y salva al caudillo y al ejército. Cortés se dejó arrebatar en esta ocasión de la cólera, y ordenó una matanza que no cesó sino cuando se cansaron de degollar los soldados; primer ejemplo de crueldad, que después desgraciadamente fué seguido de tantos otros. Prosiguió Cortés su atrevida marcha á Méjico, donde el emperador, irresoluto ya y tímido, les fué dejando acercar. Grande fué la sorpresa de los españoles al encontrarse en un inmenso y delicioso país, donde se divisaba un gran lago semejante á un mar, poblado de ciudades que parecían salir del seno de las aguas. Ya no se acordaron más de los trabajos que habían sufrido, ni pensaron sino en los tesoros que iban á recoger por término de sus afanes; y no es maravilla que exclamaran como dicen: Esta es la tierra de promisión. Mayor y más agradable fué su asombro al ver al gran emperador Motezuma salir á recibirlos, sentado en su silla de oro en hombros de cuatro principales señores del imperio, con su largo manto de finísima tela de algodón sembrado de joyas y pedrería, su corona de oro en forma de mitra y sus sandalias de oro macizo también. Cuando los mejicanos vieron á su emperador, que apenas bajaba la cabeza ante sus dioses, saludar respetuosamente al caudillo extranjero, ya no dudaron que aquellos hombres eran una especie de teules, que era el nombre que daban á sus divinidades. Cortés y Motezuma entraron juntos en la ciudad (8 de noviembre, 1519) y los españoles se quedaron absortos de verse en una población de veinte mil casas, con calles anchas y regulares, jardines, templos, plazas y mercados, circulando por ella un inmenso gentío. Hernán Cortés había realizado su gigantesca empresa; y sin embargo, ahora que se hallaba en la capital del imperio mejicano, le pareció más difícil que nunca su destrucción. En medio de las atenciones y agasajos de que Cortés era objeto en aquella ciudad imperial, desconfiaba de Motezuma y de su pueblo, y los avisos de los tlascaltecas que los conocían bien, le confirmaban en lo falso y arriesgado de su posición. ¿Qué sería de aquel puñado de españoles en medio de una capital populosa, si los mejicanos cortaban los puentes de las calzadas y rompían los diques del lago? Llégale en esto la siniestra nueva de que un general mejicano llamado Qualpopoca había invadido las tierras de los indios confederados, atacado la escasa guarnición española de Vera-Cruz que salió á protegerlos, muerto siete soldados y herido al gobernador Escalante; y que la cabeza de un español era paseada por los pueblos para mostrar que aquellos extranjeros no eran inmortales. Cortés se cree en el caso de tomar una resolución enérgica y decisiva, como lo eran todas las suyas, y se apodera de la persona de Motezuma á quien supone cómplice, y le lleva cautivo al cuartel de los españoles. Qualpopoca y sus capitanes vienen á poder de Cortés, y un tribunal les condena á ser quemados vivos: la ejecución se realiza: «el crimen ha sido expiado,» le dice Cortés á Motezuma, y le manda soltar los grillos que le habían puesto. Dueño el general español de los tesoros de Méjico, cobrándose por él los impuestos de la nación, declarado el emperador azteca feudatario del rey de Castilla, y en manos de Cortés su autoridad, parecía haberse concluído la conquista del imperio mejicano. Pero muy imperfecta en verdad hubiera sido la obra del conquistador cristiano, si se limitara á la material adquisición de un territorio. ¿Había de tolerar que siguieran aquellos abominables sacrificios, aquellos banquetes horribles de carne humana que los mejicanos ofrecían á sus dioses cuando tenían hambre, y que los hombres devoraban á nombre de los dioses con bárbaro placer? Propúsose Cortés abolir aquellos ritos inmundos y hacer conocer á aquellas gentes el culto suave y humanitario del cristianismo. En el cuartel de los españoles se limpió el ara sangrienta de un templo; en lugar del dios. sanguinario de la guerra se colocó la imagen de la madre del Dios de paz, y donde había estado la tajante cuchilla del sacerdote azteca presentó el sacerdote cristiano á la adoración del pueblo la hostia pacífica y el signo de la redención de la humanidad. Pero otra vez el celo religioso puso á Cortés en trance y peligro de perder todo lo ganado, porque un pueblo sufre mejor cualquier otro ultraje que el de que le quiten su religión. El pueblo y los sacerdotes no pudieron sufrir la profanación de sus altares. El mismo Motezuma llamó un día á Cortés á su aposento, y con una firmeza desacostumbrada le dijo que sus dioses estaban ofendidos, y pues la misión de su monarca estaba ya cumplida, se apresurara á salir de la ciudad y del imperio. Cortés disimuló, manifestó deseos de volver á su patria, pero expuso que para verificarlo necesitaba construir algunos buques, porque su flota había sido destruída. y pidió á Motezuma que sus súbditos le ayudaran á la construcción de las naves. A esto accedió muy gustoso el emperador, con el afán de que cuanto antes pudieran irse los. españoles. Otro objeto se proponía Cortés en la construcción de buques. Mas cuando estaba en esta faena, que entretenía y dilataba todo lo posible, recibe aviso de que Pámfilo de Narváez, teniente de Velázquez el gobernador de Cuba, ha desembarcado en la costa mejicana con mil cuatrocientos hombres, con la comisión de despojarle de su conquista, de hacerle prisionero y de llevarle á Cuba para ser juzgado. Jamás Hernán Cortés se había visto en mayor conflicto y apuro. ¿Abandonará y perderá á Méjico por salir á combatir un ejército español tres veces más numeroso que el suyo? ¿Esperará en la ciudad la llegada de Narváez para tener dos terribles enemigos, uno dentro y otro fuera? Cortés opta como siempe por la resolución más audaz: encomienda la guarda de Méjico á su teniente. Pedro de Alvarado con solos ochenta españoles, le deja las instrucciones á que ha de arreglar su conducta, pónese de acuerdo con Sandoval, el nuevo gobernador de Vera-Cruz. y sale con doscientos cincuenta hombres al encuentro de Narváez; le sorprende en una noche tempestuosa y lóbrega en Zampoala, le ataca, le hace prisionero, únense al vencedor las mismas tropas del vencido, y Cortés da la vuelta á Méjico á la cabeza de mil trescientos soldados, cien caballos, diez y ocho cañones y dos mil tlascaltecas. A su regreso encuentra la populosa capital insurreccionada, y á Alvarado y sus pocos españoles estrechados por los insurrectos. Cortés ni desmaya ni vacila; penetra en la ciudad, y se empeñan los más vivos y encarnizados combates. Compréndese mejor que se explica cuán horrorosa y trágica sería la pelea de muchos días, entre una inmensa población arrebatada de furia y unos soldados luchando á la desesperada. Motezuma se ve comprometido á servir de mediador entre la ciudad y los españoles para ver de atajar tanta sangre: accede, aunque con recelo, á presentarse revestido de las insignias imperiales y de toda la pompa y atributos del poder. Su recelo era bien fundado; al querer arengar á su pueblo para ver de calmar la sedición, cae mortalmente herido por una lluvia de flechas y piedras lanzadas por sus mismos súbditos, y sucumbe á poco tiempo (30 de junio, 1520). Embargó al pronto á los mejicanos el estupor y el asombro de lo que acababan de ejecutar; mas pronto se recobran, proclaman emperador á Quetlavaca, hermano de Motezuma, y se renueva con más fuerza el ataque del cuartel español. La sangre corre á torrentes por las calles, á nadie se perdona la vida. Cortés mismo se ve en mil personales riesgos, pero sin abandonarle nunca su carácter magnánimo; reconoce al fin la necesidad de retirarse de aquella población infernal, y aprovecha para ello la oscuridad de una noche y la lluvia que caía en abundancia. ¿Mas por dónde huirá si los indios le cortan las calzadas del lago? Y así fué por desgracia. No sólo habían hecho hasta siete zanjas en la calzada de Tacuba que Cortés eligió para la retirada, sino que el lago se hallaba cubierto de millares de canoas, desde las cuales lanzaban espesas granizadas de flechas y dardos sobre los fugitivos y apiñados españoles y tlascaltecas. A fuerza de prodigios y luchando con la muerte, iban ganan do los trozos de calzada de cortadura en cortadura. Muchos perecían en las olas, salvábanse otros á nado, caían otros acribillados de flechas, los gritos eran horribles, la mortandad espantosa. Alvarado, Ordaz, todos hicieron maravillas de valor. Cortés se mostró más que nunca heroico, y cuando ganaron la tierra firme, angustióse el valeroso caudillo al ver que habían perecido dos mil tlascaltecas, doscientos españoles y cuarenta y seis caballos. Quedóle á aquella noche el nombre de noche de la desolación y el de la Noche Triste (1.o de julio de 1520). No pararon aquí los trabajos. Al sexto día de caminar por inmensas soledades con increibles privaciones y padecimientos, sorprende á los españoles el espectáculo de cuarenta mil guerreros indios que los aguardaban en el valle de Otumba. ¿Qué hará Hernán Cortés en este nuevo trance? Vencer ó morir es su resolución: arenga á sus soldados; el ejemplo y la palabra de su general los vigoriza, y rompen todos sembrando la muerte por aquellas formidables masas. Divisa Cortés con su ojo de águila el estandarte imperial, en cuya pérdida ó conservación sabe que cifran los mejicanos el símbolo de la suerte del imperio; rodéase de sus más intrépidos capitanes, acomete con ellos y arrolla á los que custodiaban la imperial enseña, da la muerte al general mejicano que la empuñaba, se apodera del estandarte, los indios que lo ven huyen despavoridos, hace en ellos una horrible matanza, recoge su botín y sus tesoros, y se va á descansar á la ciudad amiga de Tlascala, donde es esmeradamente cuidado de las heridas que ha recibido en la gloriosa batalla de Otumba (8 de julio de 1520). Una nueva feliz viene allí á aumentar sus esperanzas y la alegría do su último triunfo. Tres navíos de España cargados de municiones y soldados han arribado por casualidad al puerto de Vera-Cruz, cuyo gobernador ha determinado á sus capitanes á incorporarse á las tropas de Cortés. Con este refuerzo el ejército conquistador se vuelve á encontrar tan numeroso como á su entrada en Méjico. Cortés se siente capaz de emprender de nuevo la conquista, y sus amigos los tlascaltecas le facilitan un cuerpo auxiliar de diez mil hombres. Había muerto en Méjico el nuevo emperador, y ocupaba el trono imperial el joven Guatimocín, pariente de Motezuma, que no carecía de valor ni de previsión, y congregando cuanta gente de guerra pudo, se preparó á hacer á los españoles una resistencia desesperada. Cortés no se arredra por eso, y emprende su marcha. Al llegar á las cercanías de Tezcuco, previene y frustra una conspiración del cacique para aniquilar toda la hueste española. Conoce que no podrá apoderarse de Méjico sin algunos buques de guerra que oponer á las canoas de los indios: da principio á la obra de construcción, y en pocos días y como por encanto aparece armada una escuadrilla de trece bergantines. Con su auxilio va sometiendo las provincias y poblaciones inmediatas á la capital, y haciendo alianza con sus tribus, y esta defección pone en cuidado á Guatimocín. Al tiempo de atacar la ciudad descubre otra conspiración de sus propios soldados, partidarios todavía algunos de ellos de Velázquez, que se proponían nada menos que asesinar á su general. Cortés hace ahorcar al principal de los conjurados, llamado Antonio de Villafañe, encuentra la lista de los demás cons piradores, disimula, los tranquiliza con mucha política, y le siguen todos al ataque. Amaestrado Cortés con el desastre de la Noche Triste, dispone convenientemente su tropa y sus buques para poder marchar por las calzadas, y combatir los millares de piraguas indias que llenaban el lago. Su artillería derrama el espanto y la muerte en los indios de las canoas, y Cortés penetra el primero hasta el corazón de la ciudad, hasta el templo en que habían dejado plantada la cruz, ya reemplazada otra vez por el dios de la guerra de los aztecas. Pero se ve obligado á retroceder, furiosamente atacado por los mejicanos. Los combates se renuevan y repiten con bárbaro furor, con lastimosa matanza de hombres y lamentable destrucción de edificios. Cortés corrió en esta ocasión los mayores peligros personales. Los españoles se retiran y vuelven á acometer; son rechazados y tornan á pelear con la misma furia: por espacio de muchos días se combate sangrienta y encarnizadamente y sin descanso, en tierra y en agua, en la ciudad, en las calzadas y en la laguna. Recibe Cortés numerosísimos refuerzos de las ciudades amigas, y bloquea la capital hasta hacerle sentir el hambre. Pero deseando poner pronto término á tan funesta guerra, dispone un asalto general por tres puntos: él es quien más avanza saltando zanjas y trincheras; pero suena en el sagrado templo la trompa de Guatimocín, y vomitando las calles innumerables bandas de frenéticos indios, seis vigorosos guerreros se abalanzan hacia el general español y le derriban herido al suelo; el capitán Olea le salva de la muerte matando dos de aquellos feroces indios, y á costa de caer él moribundo al lado de su jefe. Cortés y sus españoles se retiraron con no poca pérdida, venciendo mil dificultades y peligros. Una noche observaron los españoles desde su campamento una procesión que se celebraba en la ciudad: entre las filas de los sacerdotes divisaron varios de sus compatriotas prisioneros que conducían desnudos á sacrificar al dios de la guerra, según su costumbre, y á quien hiciesen después sabroso manjar de sus carnes los feroces caníbales del atrio del templo. Tan horrendo espectáculo heló de estupor á unos, y encendió en rabia y en desesperación á otros. Los indios confederados intentan abandonar á los españoles, porque los sacerdotes mejicanos les han enviado á decir que el terrible Huitzilopochtli. su ofendida deidad, aplacado con aquellas víctimas, ha vuelto á tomar bajo su amparo á los aztecas, y dentro de ocho días perecerían todos los españoles. Esta fatítica predicción, fué la que salvó al impertérrito Cortés: Aguardad, les dijo, estemos sin pelear ocho días, y yo os convenceré de la impostura de esos oráculos. El convenio se acepta, transcurre el plazo, los españoles viven, los oráculos quedan desmentidos, y los indios aliados se apresuran á incorporarse confiadamente á Cortés, avergonzados de su credulidad. Penetran otra vez los españoles y sus aliados en la población, acosada ya de los horrores del hambre y de la sed, derriban edificios, incendian templos, degüellan sin conmiseración; y Guatimocín, que no ha querido escuchar proposiciones de paz, determina fugarse para hacer la guerra desde la calzada del Norte. Sandoval, que mandaba la flotilla española en el lago, advierte que le cruzan muchas eanoas atestadas de gente. García |