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sas masas de indios, que al cabo peleaban con arrojo, manejaban armas terribles, acometían con ímpetu, se reemplazaban sin aprensión, y no carecían de cierta táctica de guerra, ni eran tan inciviles y salvajes como los indios de otras regiones.

De gran recurso y de utilidad inmensa sirvió á Cortés en sus expediciones sucesivas la más bella de las esclavas que le regalaron en Tabasco. Sin los auxilios de la joven y hermosa Marina (éste fué el nombre que se le puso después), que como hija de un cacique mejicano, entendía y hablaba el idioma de los países que los españoles fueron recorriendo, ni Cortés hubiera podido entenderse en San Juan de Ulúa con los generales y enviados del gran emperador Motezuma, soberano del vasto imperio de Méjico, que le llevaban regalos y presentes de gran valor, y le preguntaban quién era y con qué objeto visitaba aquel imperio, ni hubiera podido marchar sino á ciegas por países que no conocía y entre gentes á quienes no tenía medio de entender. Pero la Providencia pareció haberle deparado en Marina un genio tutelar, que comenzando por intérprete, pasando luego á ser su confidente y secretaria, para concluir por hacerse dueña del corazón del ilustre caudillo, fiel siempre á los españoles, fué su más eficaz y útil auxiliar, y sacó al atrevido conquistador de los más apurados y críticos trances.

La conducta de Cortés con los embajadores mejicanos; sus discretas respuestas; su mezcla de dulzura y energía, alternando entre los halagos. y las amenazas; sus contestaciones á Motezuma, ya blandas y apacibles, ya fuertes y belicosas, según el tono con que le hablaba el gran emperador; el tráfico que en forma de regalos sostenía con los indígenas, en que á trueque de fruslerías iba recogiendo una inmensa riqueza en cajas lle nas de joyas y piedras preciosas, en cascos colmados de oro puro, en finísimas telas de algodón, en planchas circulares de oro y de plata maciza de grandes dimensiones con que los mejicanos representaban el sol y la luna; la oportunidad con que supo hacer evolucionar sus escasas tropas ante los caciques indios, para que vieran el fuego del cañón y oyeran su estampido y el silbido de sus balas, y la facilidad con que los jinetes manejaban los enormes cuadrúpedos; el disimulado ardid con que procuró que los pintores aztecas pudieran llevar á Motezuma dibujos exactos de sus armas, trajes y pertrechos, para que tuviera una muestra de su poder; el toque de la campana y la escena de arrodillarse los soldados ante la cruz para dar una idea á los indios de las ceremonias del cristianismo, y ocasión para explicarles las excelencias de su doctrina; todo revelaba en Hernán Cortés, no ya sólo un guerrero intrépido y un aventurero audaz, sino un hombre de genio superior y un político diestro y astuto.

No menos político, y aun más mañoso con los suyos, manejóse tan hábilmente con los descontentos que murmuraban de que los tuviese en tan abrasado é insaluble clima, y con los partidarios de Velázquez que intrigaban para hacerle volver á Cuba, que aquello mismo que parecía ponerle en el conflicto más extremo, y dar al traste con todos sus designios de engrandecimiento y de gloria, supo Cortés convertirlo en provecho propio, en afianzamiento de su autoridad y en general entusiasmo por su jefe. Su renuncia del mando ante el ayuntamiento de la Villa-Rica de la

Vera Cruz, que acababa de fundar y establecer, para salir nuevamente nombrado capitán general por aclamación popular, fué un golpe maestro de política que afirmó su poder y desconcertó á Velázquez. Las murmuraciones se convirtieron en aplausos, los conspiradores en súbditos sumisos, y todos gritaron «¡ Viva Cortés !»: transformación admirable, que no hubiera podido hacer un talento vulgar.

Una embajada de indios de Zampoala se presenta al caudillo español á invitarle de parte de su cacique á que vaya á su ciudad, porque desea ser aliado y amigo del extranjero, cuyas proezas en Tabasco han llegado á su noticia. Acepta Cortés la propuesta, y se pone en marcha con su pequeña hueste. Atraviesan primero desiertos países y abandonadas poblaciones; entran luego en una fertilísima comarca, especie de paraíso, regado de limpios riachuelos, vestido de bosques frondosos, tapizado de olorosas plantas, y esmaltado de vistosas flores: llegan á Zampoala, y el lustre de las paredes de las casas hace á los españoles la ilusión de una ciudad fabricada de plata: el pueblo los rodea con una curiosidad pacífica y aun afectuosa; un obeso personaje, que excita la hilaridad de los españoles, pero cuyas insignias mostraban ser el cacique, recibe á Cortés con demostraciones de benevolencia y alegría: le revela que desea libertar su país del tirano yugo de Motezuma, cuyo despotismo querían también sacudir muchos vasallos del imperio: Cortés escucha con secreto gozo tan importante revelación; ve en ella un camino que se le abre para apoderarse del inmenso imperio mejicano: contesta al cacique que él es enviado por el grande emperador de Oriente, el poderoso rey de España, para exterminar los opresores de aquella parte del mundo; el cacique recibe con lágrimas de júbilo la declaración del extranjero, le ofrece de nuevo su amistad, y Hernán Cortés cuenta ya con un poderoso aliado entre los indios. El cacique de Quiabislán se le somete igualmente, y reduce á prisión á seis ministros de Motezuma que de parte de su amo se presentaron á reconvenirles de traidores. La política de Cortés saca partido de este suceso; pone á los prisioneros en libertad y los envía á Motezuma, para que vea que el general español es el libertador de sus propios va

sallos.

Satisfecho Cortés con la adquisición de tantos súbditos para la corona de Castilla, funda entonces entre Quiabislán y el mar la verdadera ciudad de Vera-Cruz, que había de servir de punto de apoyo para las operaciones futuras, de almacén de provisiones y de puerto para los buques, y determina llevar adelante su arriesgado plan de marcha hasta la capital del imperio mejicano. Mas poco faltó para que su ardiente celo religioso comprometiera su empresa. Resuelto á abolir los horribles sacrificios de vícti. mas humanas que aquellos indios inmolaban á sus dioses, haciéndole el entusiasmo de la religión olvidar por un momento su ordinaria y prudente política, accedió al deseo manifestado por sus soldados de derribar á la fuerza y hacer pedazos los ídolos de los templos. Informados los indios de la intención de los españoles, preséntanse todos armados y en tumulto, dando horribles gritos, mezclados con ellos los sacerdotes con sus largas vestiduras y sus destrenzadas cabelleras tintas en sangre. Cortés, por medio de su intérprete la bella Marina, hace anunciar á caciques y guerre

ros, que si una sola flecha se lanza sobre los españoles, ellos y todo el pueblo serán irremisiblemente degollados. Asusta tan terrible intimación á los tumultuados, y cincuenta soldados españoles, á una señal de su caudillo, suben al templo, echan á rodar sus ídolos, vasos y altares, en medio de los sollozos de la aterrada muchedumbre; lávanse las paredes salpicadas de sangre humana; en el sitio en que había estado el ídolo principal se coloca una cruz y una imagen de la Virgen: una misa y una procesión solemne terminaron aquella ceremonia, y como los indios vieron que el fuego del cielo no consumía á los profanadores de su templo y á los destructores de sus divinidades, enmudecieron atónitos, y aquélla acción y el espectáculo de las ceremonias cristianas les hicieron el mismo efecto que á los de la isla de Cozumel.

Necesitaba el atrevido expedicionario dar un origen legítimo á su autoridad, y precaverse contra el encono y arbitrariedad de Velázquez. Á este fin despachó á España un buque con pliegos y cartas para el emperador Carlos V, noticiándole todo lo ocurrido desde su salida de Cuba, solicitando la aprobación de su conducta y la confirmación en el cargo de capitán general, y manifestando su confianza de conquistar para su corona el vasto y opulento imperio de Méjico. Pero otro suceso, el más grave de cuantos le habían acontecido, estuvo á punto de frustrar otra vez su gigantesca empresa. En su mismo campamento se había fraguado una conspiración entre sus desafectos, á cuya cabeza se hallaba el religioso Juan Díaz; aunque descubierta oportunamente por uno de los conjurados, y castigados los principales, dejó en su alma una sensación profunda. Temiendo que quedase vivo en su cortísima hueste el germen del descontento y la semilla de la insubordinación, y para quitar á los cobardes y á los desafectos toda esperanza de salir con su idea, tomó la resolución más enérgica, más atrevida, más desesperada, pero también la más heroica que ha podido jamás concebir un hombre. Sin que lo supiese su pequeño ejército, le cortó toda posibilidad de retirada, hizo desmantelar los buques. barrenarlos, destruir toda la flota, quemó las naves, como ha llegado á decirse proverbialmente; «rasgo, dice con razón uno de los historiadores de la conquista, el más insigne de la vida de este hombre memorable. La historia ofrece ejemplos de parecidas resoluciones en circunstancias críticas, pero ninguna en que las probabilidades del éxito fuesen tan eventuales y la derrota tan desastrosa. Si hubiera sucumbido, se hubiera mirado como un rapto de demencia. Y sin embargo, era fruto de maduro cálculo. Había jugado en este golpe su fortuna, su reputación, su vida, y era menester arrostrar las consecuencias...» Expúsose Cortés á ser víctima de una soldadesca furiosa y desesperada, pero el impertérrito caudillo arengó con tan vigorosa elocuencia á sus tropas, que obrando en ellas la más completa y maravillosa conversión, y produciendo un entusiasmo portentoso, todos exclamaron á una voz: ¡á Méjico! ¡á Méjico! El hombre que de este modo sabía obrar, merecía bien la conquista de un grande imperio.

Para tales jefes y con tales soldados, parece no haber empresa imposible. La de Hernán Cortés no lo fué, aunque por tal la hubieran tenido todos. Veamos los resultados de esta heroica determinación, ya que no

nos sea dado referir sus pormenores. La república independiente de Tlascala, enclavada en medio del imperio mejicano, declara la guerra á los españoles á excitación de su jefe el valeroso joven Xicotencal, pero la espada invencible de Cortés triunfa en Tlascala como triunfó en Tabasco. Un caballo español acribillado de flechas cae muerto en el campo de batalla. Un indio le corta la cabeza, y la pasea por el campo clavada en una pica, gritando con júbilo: ¿Lo veis? estos monstruos no son invencibles. Xicotencal envía al campamento de los españoles un regalo de gallinas y otras viandas, haciendo decir á Cortés que aquellas provisiones son para que engorden sus soldados antes de ser sacrificados á sus dioses, y para que su carne fuese de mejor gusto, porque se proponía saborearse con ella en compañía de sus principales guerreros. Riéronse los españoles de la fanfarronada y comieron alegremente las provisiones enviadas por el arrogante tlascalteca. Una batalla y otra victoria de los españoles abatió un poco la soberbia de Xicotencal. «Los españoles, hijos del sol, decían los sacerdotes indios, deben toda su fuerza á los rayos de este astro; combatidlos de noche, y veréis cuán débiles son.» En virtud del consejo de estos magos dieron los tlascaltecas un ataque nocturno; mas como pereciesen en él millares de indios, ellos mismos comenzaron por sacrificar á sus dioses algunos de sus embusteros profetas; convenciéronse de su inferioridad, convidaron con la paz á los españoles, les ofrecieron su amistad, hizo Hernán Cortés una entrada pomposa en Tlascala (23 de setiembre, 1519), y desde entonces los tlascaltecas fueron sus más firmes y leales aliados.

No así los de Cholula. A invitación del mismo Motezuma pasó Cortés á esta ciudad, y mientras los cholulanos festejaban á los españoles, una horrible conspiración se tramaba para caer traidoramente sobre ellos y exterminarlos. El genio tutelar de Cortés, la bella Marina, la descubre, la denuncia, y salva al caudillo y al ejército. Cortés se dejó arrebatar en esta ocasión de la cólera, y ordenó una matanza que no cesó sino cuando se cansaron de degollar los soldados; primer ejemplo de crueldad, que después desgraciadamente fué seguido de tantos otros.

Prosiguió Cortés su atrevida marcha á Méjico, donde el emperador, irresoluto ya y tímido, les fué dejando acercar. Grande fué la sorpresa de los españoles al encontrarse en un inmenso y delicioso país, donde se divisaba un gran lago semejante á un mar, poblado de ciudades que parecían salir del seno de las aguas. Ya no se acordaron más de los trabajos que habían sufrido, ni pensaron sino en los tesoros que iban á recoger por término de sus afanes; y no es maravilla que exclamaran como dicen: Esta es la tierra de promisión. Mayor y más agradable fué su asombro al ver al gran emperador Motezuma salir á recibirlos, sentado en su silla de oro en hombros de cuatro principales señores del imperio, con su largo manto de finísima tela de algodón sembrado de joyas y pedrería, su corona de oro en forma de mitra y sus sandalias de oro macizo también. Cuando los mejicanos vieron á su emperador, que apenas bajaba la cabeza ante sus dioses, saludar respetuosamente al caudillo extranjero, ya no dudaron que aquellos hombres eran una especie de teules, que era el nombre que daban á sus divinidades. Cortés y Motezuma entraron juntos en la ciudad (8 de noviembre, 1519) y los españoles se quedaron absortos de verse

en una población de veinte mil casas, con calles anchas y regulares, jardines, templos, plazas y mercados, circulando por ella un inmenso gentío. Hernán Cortés había realizado su gigantesca empresa; y sin embargo, ahora que se hallaba en la capital del imperio mejicano, le pareció más difícil que nunca su destrucción.

En medio de las atenciones y agasajos de que Cortés era objeto en aquella ciudad imperial, desconfiaba de Motezuma y de su pueblo, y los avisos de los tlascaltecas que los conocían bien, le confirmaban en lo falso y arriesgado de su posición. ¿Qué sería de aquel puñado de españoles en medio de una capital populosa, si los mejicanos cortaban los puentes de las calzadas y rompían los diques del lago? Llégale en esto la siniestra nueva de que un general mejicano llamado Qualpopoca había invadido las tierras de los indios confederados, atacado la escasa guarnición española de Vera-Cruz que salió á protegerlos, muerto siete soldados y herido al gobernador Escalante; y que la cabeza de un español era paseada por los pueblos para mostrar que aquellos extranjeros no eran inmortales. Cortés se cree en el caso de tomar una resolución enérgica y decisiva, como lo eran todas las suyas, y se apodera de la persona de Motezuma á quien supone cómplice, y le lleva cautivo al cuartel de los españoles. Qualpopoca y sus capitanes vienen á poder de Cortés, y un tribunal les condena á ser quemados vivos: la ejecución se realiza: «el crimen ha sido expiado,» le dice Cortés á Motezuma, y le manda soltar los grillos que le habían puesto.

Dueño el general español de los tesoros de Méjico, cobrándose por él los impuestos de la nación, declarado el emperador azteca feudatario del rey de Castilla, y en manos de Cortés su autoridad, parecía haberse concluído la conquista del imperio mejicano. Pero muy imperfecta en verdad hubiera sido la obra del conquistador cristiano, si se limitara á la material adquisición de un territorio. ¿Había de tolerar que siguieran aquellos abominables sacrificios, aquellos banquetes horribles de carne humana que los mejicanos ofrecían á sus dioses cuando tenían hambre, y que los hombres devoraban á nombre de los dioses con bárbaro placer? Propúsose Cortés abolir aquellos ritos inmundos y hacer conocer á aquellas gentes el culto suave y humanitario del cristianismo. En el cuartel de los españoles se limpió el ara sangrienta de un templo; en lugar del dios sanguinario de la guerra se colocó la imagen de la madre del Dios de paz, y donde había estado la tajante cuchilla del sacerdote azteca presentó el sacerdote cristiano á la adoración del pueblo la hostia pacífica y el signo de la redención de la humanidad. Pero otra vez el celo religioso puso á Cortés en trance y peligro de perder todo lo ganado, porque un pueblo sufre mejor cualquier otro ultraje que el de que le quiten su religión. El pueblo y los sacerdotes no pudieron sufrir la profanación de sus altares. El mismo Motezuma llamó un día á Cortés á su aposento, y con una firmeza desacostumbrada le dijo que sus dioses estaban ofendidos, y pues la misión de su monarca estaba ya cumplida, se apresurara á salir de la ciudad y del imperio. Cortés disimuló, manifestó deseos de volver á su patria, pero expuso que para verificarlo necesitaba construir algunos bu ques, porque su flota había sido destruída. y pidió á Motezumna que sus

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