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Holguín, que conducía el buque más velero, persigue una de ellas en que le pareció que iban personajes de cuenta: al mandar apuntar á sus ballesteros le gritan que no descargue: Yo soy Guatimocín, exclamó un joven guerrero; llevadme á vuestro general, sólo os pido que no toquéis á mi esposa y á los que me acompañan. La nueva de la captura de Guatimocín cunde rápidamente entre los mejicanos, que yertos de estupor cesan en el combate. Hernán Cortés y los españoles quedan apoderados de Méjico (13 de agosto, 1521), después de un sitio de tres meses, sin igual en la historia por la constancia y valor, y por los horribles padecimientos de sitiados y sitiadores.

Los días siguientes á la rendición se invirtieron en limpiar la ciudad de los montones de cadáveres que la infectaban, en presenciar la marcha de los que habían quedado vivos, aunque extenuados del hambre, en hacer procesiones religiosas, en celebrar banquetes, en solemnizar de mil maneras el triunfo, y en repartirse las riquezas que encontraron. Como estas no correspondieran á las esperanzas de los españoles, prorrumpieron en quejas y murmuraciones, y pidieron en tumulto que les fueran entregados Guatimocín y su ministro para obligarlos á declarar dónde habían escondido sus tesoros. Cuéntase que puestos á tormento sobre unas parrillas, bajo las cuales había fuego vivo, como el ministro lanzara un grito de dolor mirando á su soberano: Y yo, exclamó Guatimocín, ¿estoy acaso en algún lecho de rosas? Cortés mandó suspender el suplicio del emperador, pero retirósele del brasero para conducirle en el más miserable estado á una prisión, de donde se le sacó á los tres años para ahorcarle en compañía de otros dos caciques, con pretexto ó motivo de ser fautores de una conjuración.

A la rendición de la capital no tardó en seguir la sumisión de las provincias de aquel vasto imperio. El natural amor á la libertad sugirió á los mejicanos muchas conspiraciones y tentativas para sacudir el yugo de sus dominadores; mas todas eran reprimidas, y no hacían sino acarrear venganzas terribles y crueldades con que muchas veces los opresores se deshonraron. Aun así, la caída del imperio de los aztecas fué grandemente beneficiosa á la humanidad, y aun á ellos mismos: aunque más civilizados que otros indios, no dejaban de ser feroces y brutales, vivían en la esclavitud, y sus bárbaros y abominables sacrificios, y sus horrendos banquetes de carne humana, eran sobrados motivos para que la humanidad se felicitara de la conquista. La empresa llevada á cabo por Hernán Cortés y un puñado de valientes españoles «fué, dice un ilustrado y moderno historiador americano, como empresa militar, poco menos que milagrosa, demasiado sorprendente é inverosímil aun para una novela, y sin ejemplo en las páginas de la historia.»

¿Recibió el conquistador todo el premio que merecía su hazañosa empresa? Perseguido por el envidioso y rencoroso Velázquez, y calumniado en la corte de España, muchas veces vió menospreciada su gloria y sus ricos presentes. Sobre tener que luchar constantemente con las ambiciones de sus lugartenientes, el mismo Carlos V sospechó de su lealtad, y le hizo circundar de espías, á cuyas demostraciones de injusta desconfianza correspondía Cortés con nuevos servicios. Hizo reedificar la populosa ciu

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dad de Méjico que había quedado lastimosamente destruída, y la pobló de fabricantes y artesanos, de animales y plantas de España. Sus continuos disgustos le podrán disculpar en gran parte de la crueldad que muchas veces empleó en la conversión forzosa de los indios á la religión y al culto cristiano.

Lejos de seguir las instigaciones de los que le aconsejaban que se proclamara independiente, prefirió venir á España á dar explicaciones de su conducta al emperador Carlos V (1528). Este monarca pareció penetrarse del mérito é importancia de sus servicios, le recibió con mucha distinción, le colmó de elogios, y le hizo caballero del hábito de Santiago y marqués del Valle de Oaxaca (1529). Mas con pretexto de dividir convenientemente la autoridad, nombró un virrey para Nueva España, conservándole á él el mando militar y la facultad de continuar y extender las conquistas. De vuelta á Méjico se vió reducido á un papel casi secundario por la rivalidad y la envidia de los miembros de la audiencia. Para evitar más disgustos y no sentir tanto la decadencia de su poder, equipó una flota considerable, y partió á hacer descubrimientos en el gran mar del Sur, y descubrió la gran península de la California, y reconoció una parte del golfo que la separa de Nueva España (1536).

Obligado á regresar á Méjico á causa de las disensiones y rivalidades que seguían agitando el país, volvió á probar las mismas pesadumbres de parte de sus émulos. Cansado de tanta injusticia y de luchar con adversarios tan indignos de él, determinó venir á España, contando con que sería al menos atendido de su monarca como la vez primera. Mas sus ilusiones comenzaron á disiparse pronto al ver el frío recibimiento que se le hizo en la corte (1540). No le sirvió seguir á Carlos V y combatir como voluntario en su famosa expedición á Argel. Este nuevo servicio no fué mejor pagado que los anteriores; antes bien, con haber perdido en esta guerra, de que luego habremos de hablar, joyas de gran valor, ni aun siquiera se le indemnizó de los 300,000 escudos que había gastado en su expedición á California. Llegó á no poder conseguir una audiencia de su soberano. Tratado por el emperador Carlos V con el mismo desdén y con la misma ingratitud que Cristóbal Colón por Fernando el Católico, un día aguardó el carruaje del emperador, y se abalanzó sobre el estribo: ¿Quién sois vos? le preguntó el monarca.-Yo soy, contestó Hernán Cortés con entereza, un hombre que os ha ganado más provincias que ciudades heredasteis de vuestros padres y abuelos. Esta noble y altiva respuesta, que encierra una nueva lección tan sublime como triste, fué la última venganza del gran conquistador.

Mas no por eso mejoró su posición y su suerte. Lleno de sinsabores, y poseído de melancolía, abandonó la corte y se retiró á una soledad cerca de Sevilla. Allí murió, en Castilleja de la Cuesta, como otro Gonzalo de Córdoba, á la edad de 63 años (2 de diciembre, 1547), siendo un nuevo y desconsolador ejemplo de la ingratitud de los reyes.

Y no eran estas solas las conquistas con que se agrandaban en el Nuevo Mundo los dominios del afortunado monarca español, que era al propio tiempo en el Mundo Antiguo el más poderoso de los soberanos. Otros españoles, á fuerza de trabajos y hazañas, le estaban conquistando también, TOMO VIII

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en las regiones americanas, imperios no menos vastos y mucho más ricos que el que acabamos de mencionar.

Entre los aventureros que acompañaron al famoso Ojeda en su expedición á Tierra Firme, y al afortunado y desdichado Balboa en el dificilísimo paso del istmo de Darién, y entre los que en Panamá se habían establecido con el cruel gobernador Pedrarias Dávila que hizo decapitar á Balboa, se hallaba un español, extremeño también como Balboa y Cortés, natural de Trujillo, hijo legítimo del capitán Gonzalo Pizarro, que habiendo pasado su primera edad en la humilde ocupación de guardar ganado, sin conocer siquiera los rudimentos del arte de la escritura, se había distinguido por su intrepidez y energía, por su valor en los peligros, y por la aplicación y la inteligencia natural con que suplía la falta de instrucción, tanto que había sido ascendido á la clase de oficial y se había hecho digno y hábil para dirigir y mandar á otros. Este hombre era Francisco Pizarro.

Asociado Pizarro á otros dos españoles, llamados Diego de Almagro y Fernando de Luque, sacerdote este último y vicario de Darién, resolvieron, con aprobación del gobernador, hacer una expedición al Perú, ofreciéndose cada cual á contribuir con cuanto tuviese para los gastos del armamento. Pizarro, menos rico que sus compañeros, fué el encargado de mandar y dirigir la atrevida empresa. Almagro había de proveerla de tiempo en tiempo de víveres, municiones y refuerzos, y el sacerdote Luque, que se había enriquecido en Santa María de Darién, costeó los primeros gastos, que importaron 20,000 pesos de oro. Pactaron y juraron repartirse entre los tres por iguales partes los países que descubrieran y conquistaran, en fe de lo cual el clérigo Luque celebró una misa, en que después de haber consagrado la hostia la partió en tres pedazos, y comulgando con uno dió otro á cada uno de sus asociados (10 de marzo, 1526). Un sólo navío, conduciendo ciento doce hombres de tripulación, era toda la fuerza con que Francisco Pizarro se embarcó en el golfo de Panamá, dirigiéndose al Sur á conquistar el mayor imperio del mundo.

Errante en su primera expedición por islas y mares, después de muchas penalidades y trabajos, de enfermedades y muertes en su escasa tropa, y de incesantes luchas con las olas y con los indios, encontróse otra vez el aventurero enfrente de la isla de las Perlas, en el centro del gran golfo de Panamá. Reforzado allí por Almagro con hombres y víveres, diéronse otra vez los dos á la vela, y más felices en esta ocasión, llegaron á las costas de Quito, la más bella y más vasta provincia del imperio del Perú, y desembarcaron en Tucamas. Pero conociendo ser una temeridad empeñarse en la conquista con tan escasas y debilitadas tropas, resolvieron que Almagro volviera á Panamá á buscar refuerzos, que en efecto llevó á su amigo, pero que tardaron en llegar muchos meses, cuando Pizarro se hallaba ya en la situación más triste y desesperada, en una isla desierta, con sólo trece hombres, todos extenuados, luchando con las agonías del hambre. Con aquel refuerzo tomó rumbo hacia el Sudeste, y al cabo de veintiún días de navegación, ancló en la bahía de la ciudad peruana de Túmbez, donde halló una generosa hospitalidad Los exploradores fueron recibidos en todas partes con el mayor afecto, y el cacique le envió varios

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