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dad de Méjico que había quedado lastimosamente destruída, y la pobló de fabricantes y artesanos, de animales y plantas de España. Sus continuos disgustos le podrán disculpar en gran parte de la crueldad que muchas veces empleó en la conversión forzosa de los indios á la religión y al culto cristiano.

Lejos de seguir las instigaciones de los que le aconsejaban que se proclamara independiente, prefirió venir á España á dar explicaciones de su conducta al emperador Carlos V (1528). Este monarca pareció penetrarse del mérito é importancia de sus servicios, le recibió con mucha distinción, le colmó de elogios, y le hizo caballero del hábito de Santiago y marqués del Valle de Oaxaca (1529). Mas con pretexto de dividir convenientemente la autoridad, nombró un virrey para Nueva España, conservándole á él el mando militar y la facultad de continuar y extender las conquistas. De vuelta á Méjico se vió reducido á un papel casi secundario por la rivalidad y la envidia de los miembros de la audiencia. Para evitar más disgustos y no sentir tanto la decadencia de su poder, equipó una flota considerable, y partió á hacer descubrimientos en el gran mar del Sur, y descubrió la gran península de la California, y reconoció una parte del golfo que la separa de Nueva España (1536).

Obligado á regresar á Méjico á causa de las disensiones y rivalidades que seguían agitando el país, volvió á probar las mismas pesadumbres de parte de sus émulos. Cansado de tanta injusticia y de luchar con adversarios tan indignos de él, determinó venir á España, contando con que sería al menos atendido de su monarca como la vez primera. Mas sus ilusiones comenzaron á disiparse pronto al ver el frío recibimiento que se le hizo en la corte (1540). No le sirvió seguir á Carlos V y combatir como voluntario en su famosa expedición á Argel. Este nuevo servicio no fué mejor pagado que los anteriores; antes bien, con haber perdido en esta guerra, de que luego habremos de hablar, joyas de gran valor, ni aun siquiera se le indemnizó de los 300,000 escudos que había gastado en su expedición á California. Llegó á no poder conseguir una audiencia de su soberano. Tratado por el emperador Carlos V con el mismo desdén y con la misma ingratitud que Cristóbal Colón por Fernando el Católico, un día aguardó el carruaje del emperador, y se abalanzó sobre el estribo: ¿Quién sois vos? le preguntó el monarca.-Yo soy, contestó Hernán Cortés con entereza, un hombre que os ha ganado más provincias que ciudades heredasteis de vuestros padres y abuelos. Esta noble y altiva respuesta, que encierra una nueva lección tan sublime como triste, fué la última venganza del gran conquistador.

Mas no por eso mejoró su posición y su suerte. Lleno de sinsabores, y poseído de melancolía, abandonó la corte y se retiró á una soledad cerca de Sevilla. Allí murió, en Castilleja de la Cuesta, como otro Gonzalo de Córdoba, á la edad de 63 años (2 de diciembre, 1547), siendo un nuevo y desconsolador ejemplo de la ingratitud de los reyes.

Y no eran estas solas las conquistas con que se agrandaban en el Nuevo Mundo los dominios del afortunado monarca español, que era al propio tiempo en el Mundo Antiguo el más poderoso de los soberanos. Otros españoles, á fuerza de trabajos y hazañas, le estaban conquistando también,

TOMO VIII

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en las regiones americanas, imperios no menos vastos y mucho más ricos que el que acabamos de mencionar.

Entre los aventureros que acompañaron al famoso Ojeda en su expedición á Tierra Firme, y al afortunado y desdichado Balboa en el dificilísimo paso del istmo de Darién, y entre los que en Panamá se habían establecido con el cruel gobernador Pedrarias Dávila que hizo decapitar á Balboa, se hallaba un español, extremeño también como Balboa y Cortés, natural de Trujillo, hijo legítimo del capitán Gonzalo Pizarro, que habiendo pasado su primera edad en la humilde ocupación de guardar ganado, sin conocer siquiera los rudimentos del arte de la escritura, se había distinguido por su intrepidez y energía, por su valor en los peligros, y por la aplicación y la inteligencia natural con que suplía la falta de instrucción, tanto que había sido ascendido á la clase de oficial y se había hecho digno y hábil para dirigir y mandar á otros. Este hombre era Francisco Pizarro.

Asociado Pizarro á otros dos españoles, llamados Diego de Almagro y Fernando de Luque, sacerdote este último y vicario de Darién, resolvieron, con aprobación del gobernador, hacer una expedición al Perú, ofreciéndose cada cual á contribuir con cuanto tuviese para los gastos del armamento. Pizarro, menos rico que sus compañeros, fué el encargado de mandar y dirigir la atrevida empresa. Almagro había de proveerla de tiempo en tiempo de víveres, municiones y refuerzos, y el sacerdote Luque, que se había enriquecido en Santa María de Darién, costeó los primeros gastos, que importaron 20,000 pesos de oro. Pactaron y juraron repartirse entre los tres por iguales partes los países que descubrieran y conquistaran, en fe de lo cual el clérigo Luque celebró una misa, en que después de haber consagrado la hostia la partió en tres pedazos, y comulgando con uno dió otro á cada uno de sus asociados (10 de marzo, 1526). Un sólo navío, conduciendo ciento doce hombres de tripulación, era toda la fuerza con que Francisco Pizarro se embarcó en el golfo de Panamá, dirigiéndose al Sur á conquistar el mayor imperio del mundo.

Errante en su primera expedición por islas y mares, después de muchas penalidades y trabajos, de enfermedades y muertes en su escasa tropa, y de incesantes luchas con las olas y con los indios, encontróse otra vez el aventurero enfrente de la isla de las Perlas, en el centro del gran golfo de Panamá. Reforzado allí por Almagro con hombres y víveres, diéronse otra vez los dos á la vela, y más felices en esta ocasión, llegaron á las costas de Quito, la más bella y más vasta provincia del imperio del Perú, y desembarcaron en Tucamas. Pero conociendo ser una temeridad empeñarse en la conquista con tan escasas y debilitadas tropas, resolvieron que Almagro volviera á Panamá á buscar refuerzos, que en efecto llevó á su amigo, pero que tardaron en llegar muchos meses, cuando Pizarro se hallaba ya en la situación más triste y desesperada, en una isla desierta, con sólo trece hombres, todos extenuados, luchando con las agonías del hambre. Con aquel refuerzo tomó rumbo hacia el Sudeste, y al cabo de veintiún días de navegación, ancló en la bahía de la ciudad peruana de Túmbez, donde halló una generosa hospitalidad Los exploradores fueron recibidos en todas partes con el mayor afecto, y el cacique le envió varios

peruanos en canoas con bastimentos de toda clase en vasos de oro y plata, metales que brillaban en abundancia en sus habitaciones. Por lo mismo que mostraba ser un país tan rico, y al propio tiempo tan populoso, que fuera temeridad intentar su conquista con tan pobres medios y tan poca gente, creyó Pizarro que volviendo á Panamá y enseñando los magníficos vasos de plata y oro y las finísimas telas de lana y algodón que de muestra llevaba, no podría menos de ser auxiliada su empresa (1527). Mas se equivocó en su cálculo; el gobernador se negó á ello; en Pedrarias no tenía confianza: y como los tres asociados hubiesen apurado ya sus recursos, tomaron la resolución de dirigirse á la corte misma de España, para lo cual pudieron reunir algunos fondos. El encargado de esta comisión fué el mismo Pizarro.

A su arribo á Sevilla (1528) se vió encarcelado á instancias del bachiller Enciso, en virtud de sentencia que éste tenía ganada por cuentas atrasadas con los primeros vecinos del Darién. Pero puesto luego en libertad por orden del gobierno, presentóse en Toledo al emperador Carlos V con un aire de dignidad y de nobleza, que nadie había podido esperar del antiguo guardador de puercos. Encontróse allí con Hernán Cortés, que á la sazón había ido á justificar ante el monarca su conducta de las calumnias ó sospechas con que se le había querido mancillar. De modo que el afortunado soberano, á quien los españoles acababan de hacer dueño de Italia y casi árbitro de Europa, daba al propio tiempo audiencia á otros dos españoles, de los cuales el uno ofrecía á sus pies la corona de un vasto imperio en el Nuevo Mundo, y el otro le prometía la adquisición de otro imperio más opulento y más dilatado.

Pizarro le hizo una pintura tan viva, tan animada y discreta de los países que había descubierto y de los trabajos y miserias que había pasado por ganarlos y difundir en ellos la fe cristiana, que no sólo le prestó auxilios, sino que le hizo caballero de Santiago. le nombró gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en Nueva Castilla (que así se llamaba entonces el Perú) con el título de Adelantado de la tierra (26 de julio, 1529), dignidad esta última que se había comprometido á solicitar para su compañero Almagro, en lo cual procedió ciertamente Pizarro con tanto exceso de ambición como falta de nobleza. Don Fernando de Luque fué nombrado obispo de Túmbez y protector general de los indios en aquellas partes. Cuando Pizarro volvió á Panamá (1530), llevando consigo de Trujillo á cuatro hermanos suyos, indignóse justamente Almagro de la deslealtad de su compañero, y sólo por mediación de Luque, y obligándose Pizarro á no pedir al rey ni para sí ni para sus hermanos otra merced alguna hasta obtener para Almagro otra gobernación igual que comenzase donde acababa la suya, pudo conseguirse que se reconciliaran de algún modo los antiguos asociados. Con esto Pizarro se dió otra vez á la vela con tres pequeñas naves y ciento ochenta y tres soldados (1531).

Cuando después de nuevos trabajos y penalidades arribó la flotilla otra vez á Túmbez, lejos de hallar Pizarro la hospitalidad de la vez primera, no encontró sino disposiciones muy hostiles, porque habían llegado á conocimiento de aquellos habitantes las rapacidades cometidas por los españoles en otros puntos. Conoció Pizarro que era forzoso emplear la

fuerza, y haciendo una marcha rápida y violenta á la sombra de la noche, sorprendió el ejército enemigo que mandaba el cacique de la provincia, y haciendo evolucionar los caballos, que en el Perú como en Méjico tomaban por monstruos, teniéndolos por una misma cosa con el jinete, y sucediéndole lo que á Hernán Cortés en Tabasco, ahuyentó los enemigos poseídos de terror, mató algunos de ellos, y recibió pronto una embajada del cacique enviándole regalos y pidiéndole la paz.

El dios que adoraban los peruanos era el Sol, al cual estaban consagrados los templos. La Luna era también para ellos una divinidad de orden inferior. Había entre ellos cierta comunidad de bienes, de placeres y de trabajos, y al fin de cada año se hacía una repartición de tierras á cada familia. El imperio de los Incas, hijos del Sol, fundado por Manco-Capac y por su mujer Mama-Ozello, contaba entonces, según su tradición, cerca de cuatro siglos de antigüedad: habíanse sucedido doce reyes, y habíase apoderado últimamente del trono Atahualpa, después de haber vencido en guerra civil, despojado á su hermano Huascar, y mandado matar á todos los hijos del Sol de que pudo apoderarse.

Avanzando Pizarro desde Túmbez en dirección Sur, fundó á la embocadura de un río la primera colonia con el nombre de San Miguel. A poco recibió una diputación de Atahualpa pidiéndole una entrevista, que se verificó en Caxamalca, presentándose el Inca con toda la pompa de un gran soberano. Mas en esta especie de parlamento pacífico, so pretexto de haber menospreciado el Inca los símbolos del cristianismo que le presentó el dominicano Valverde, dió Pizarro la orden de ataque. Al fuego y ruido de los mosquetes y al aspecto de la caballería española, diéronse á huir aterrados los indios; la muerte sin embargo los alcanzaba, enviada por los arcabuces de los mosqueteros y por las espadas de los jinetes. Pizarro se precipita sobre los que aun defendían á su rey, rompiendo hasta llegar á Atahualpa, á quien hace prisionero asiéndole de un brazo. Las riquezas en oro, plata y telas de que se apoderaron los españoles después de esta terrible victoria excedieron á cuanto ellos habían podido imaginar (noviembre, 1532).

Encerrado Atahualpa en una pieza de 22 pics de largo por 16 de ancho, ofreció al caudillo español que la llenaría de oro hasta la altura á que él alcanzase con la mano, si á esta costa quisiera restituirle la libertad. Gustosísimo aceptó Pizarro la oferta, y en su virtud el cautivo monarca hizo venir de Cuzco, Quito y otras ciudades del imperio cuanto oro pudo recogerse.

Mas como la sala no se llenase con la brevedad que Pizarro apetecía, fué menester que tres soldados españoles pasasen á Cuzco para cerciorarse de que no era irrealizable lo que Atahualpa había ofrecido. Estos comisionados se quedaron absortos á vista del oro y la plata que en increible abundancia encerraban los palacios del rey y los templos del Sol, y en su sed de enriquecerse arrancaban con sus manos las láminas de oro que cubrían las paredes de los templos, escarneciendo sus dioses, abusando torpemente de las mujeres, y cometiendo toda clase de excesos.

Súpose en esto que Almagro acababa de arribar con refuerzos á la colonia de San Miguel, y Pizarro se apresuró á repartir el oro entre los suyos, tocando á cada uno cuantiosas sumas, que muchos quisieron venir á

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