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10 VIMU AIMBORLIAD

y del celo religioso de la reina. El siglo dominó en esto aquel genio, que en lo demás había logrado dominar al siglo. Quiso sin duda hacer una institución benéfica, y levantó, contra su intención, un tribunal de exterminio.» No olvidemos, añadimos ahora, que diez años antes de subir al trono Isabel de Castilla el pensamiento de la creación de un tribunal inquisitorial era ya una idea popular en el reino, y se hizo una tentativa para establecerle. El haberse visto envuelta y arrastrada por el torrente de una opinión, podrá ser una lamentable desgracia, mas nunca será un crimen.

De la proscripción de la raza judaica hemos dicho lo bastante en el número IX de estas consideraciones.

¿Entró en la intención de los Reyes Católicos faltar á lo capitulado en la Vega de Granada, bautizando por fuerza á los moros rendidos y arrojándolos del suelo español? No hay sino recordar aquellas palabras que les dirigían desde Sevilla «Sepades que nos es fecha relacion que algunos vos han dicho que nuestra voluntad era de vos mandar tornar é haceros por fuerza cristianos: é porque nuestra voluntad nunca fué, ha sido, ni es que ningun moro torne cristiano por fuerza, por la presente vos aseguramos é prometemos por nuestra fe é palabra real, que no habemos, de consentir dar logar á que ningun moro por fuerza torne cristiano: é Nos queremos que los moros nuestros vasallos sean asegurados é mantenidos en toda justicia como vasallos é servidores nuestros.» «Sed ciertos, les repetía Isabel en otra carta, que el Rey mi Señor é Yo vos mandaremos tener en justicia é paz é sosiego, é si necesario es, de nuevo por esta mi carta os aseguro por esta mi fe é palabra real que el Rey mi Señor é Yo no consentiremos ni daremos logar que ninguno de vosotros ni vuestras mujeres é fijos é nietos sean tornados cristianos por fuerza contra sus voluntades, antes queremos é es nuestra merced que seais y sean guardados é mantenidos en toda justicia como buenos vasallos nuestros, segun que en la dicha carta del Rey mi Señor é mia es contenido.»

¿Cómo se concilia con tanta piedad, con tan solemnes palabras, y con tan humanos y generosos sentimientos, el quebrantamiento de la capitulación, los bautismos forzosos y la ruda expulsión de los moriscos? Si tal vez estos mismos no fueron los primeros á romper las condiciones del pacto rebelándose contra sus nuevos señores, así les fué persuadido á Fernando é Isabel. La exaltación de los ánimos, consecuencia de una guerra porfiada, hizo lo demás.

Si el fanatismo tuvo parte en aquellas crueles medidas, ¿será cosa que deba asombrarnos? Todavía á fines del siglo XVI un obispo español (el de Orihuela), comentando los libros de los Macabeos, escribía y enseñaba que cualquiera podía quitar impunemente la vida á los herejes, infieles y renegados; que los reyes de España debían exterminar á los moros, ó á lo menos echarlos de sus dominios; ponía en cuestión si los hijos podían asesinar á sus padres herejes ó idólatras, y tenía por lícito y corriente hacerlo con los hermanos, y aún con los hijos. Si un prelado tenía estas ideas y enseñaba estas máximas á fines del siglo XVI, ¿cuántos las tendrían y enseñarían á principios del mismo siglo?

Sepamos hacer apreciación de las ideas y del espíritu de cada época.

XI. Hácense á los españoles y á sus reyes, á la nación en general, dos gravísimos cargos, uno moral, otro económico, sobre una materia en que si bien los mayores abusos y errores se refieren á los reinados siguientes, indudablemente tuvieron principio en el de los Reyes Católicos, á saber; las crueldades cometidas por los españoles con los habitantes del Nuevo Mundo, y su funesto sistema de administración colonial.

Hay por desgracia en el primer cargo una buena parte de verdad, pero hay también por fortuna una buena parte de exageración. ¿Cómo hemos de negar que los españoles no trataron á los indios con la consideración que la humanidad, la religión y hasta su interés propio les prescribían, y que en vez de conducirse con ellos como civilizadores benéficos se condujeron como rudos conquistadores? Desgraciadamente se aunaron para esto las dos pasiones que endurecen más el corazón humano, el fanatismo y la codicia; el fanatismo engendrado por la lucha religiosa de tantos siglos, y la codicia excitada por las riquezas mismas de aquel suelo. La idea fatal, entonces muy común, de que era lícito disponer de las vidas de los infieles, y la sed de oro que aquejaba á los aventureros que iban á la conquista del Nuevo Mundo, los concitaba á hacer de los desgraciados indígenas meros instrumentos de explotación para su enriquecimiento. Esto es verdad, aunque verdad que está muy lejos de poder ser aplicada á los españoles solos. Pero también lo es que el tiempo ha venido á patentizar hasta qué punto se han abultado los excesos y demasías de los españoles en las regiones del Nuevo Mundo. No hay ya hombre de sano criterio que no considere como evidentemente exageradas las terroríficas relaciones de crímenes, el espantoso catálogo de horrores y las declamaciones hiperbólicas del célebre Fr. Bartolomé de las Casas y de los misioneros dominicos; de aquellos dominicos que después de haber encendido en España las hogueras de la Inquisición, se constituyeron en América en apóstoles de la humanidad, desplegando allá una especie de fanatismo humanitario en favor de los infieles del Nuevo Mundo, casi tan extremado como había sido aquí su fanatismo religioso contra los infieles del Mundo antiguo. Las relaciones del padre Las Casas han sido el arsenal de donde los escritores extranjeros han tomado las armas con que tan sin piedad nos han herido; y los accesorios horribles con que el religioso español creyó deber sobrecargar su historia, tal vez buscando por la exageración el remedio, han hecho más daño á la fama de los conquistadores de América que el fondo de verdad que hubiera en sus excesos.

Sabido es sin embargo y confesado por todos, incluso el mismo historiador dominicano, que aquellas demasías y crueldades no comenzaron sino después del infausto suceso de la muerte de la reina Isabel. Mientras vivió esta magnánima reina, los naturales de la India tuvieron en ella una amiga constante y una protectora eficaz. Siendo todo su afán la civilización de los habitantes del Nuevo Mundo por la doctrina humanitaria del Evangelio, y su propósito el de hacer de los indios ciudadanos españoles y no siervos, súbditos y no esclavos, jamás salió de su boca ni palabra, ni ordenanza, ni ley, sino para mandar que los colonos de América fueran tratados con la mayor dulzura y consideración; hasta en sus últimos momentos se acordó de sus infelices indios, y al despedirse del mundo les

dirigió su postrera mirada de piedad, que para gloria suya quedó consig nada en su testamento. Hay motivos para creer que al mismo Fernando se le ocultaron los excesos que comenzaron después. El regente Cisneros quiso ya remediarlos y mejorar la condición de los indios. ¿Pero era fácil á tan inmensa distancia?

El segundo cargo encierra también una grande y triste verdad. España no supo aprovecharse de las inmensas riquezas con que la brindaba la posesión de las feracísimas é ilimitadas regiones conquistadas por Colón y sus sucesores. Mejor diremos que tuvo el funesto don de empobrecerse con la superabundancia de la riqueza. Como un arroyuelo primero, y como un copioso río después, venía el oro y la plata de las fecundísimas minas de aquellas colonias. Inundando la España estos preciosos metales y estancándose en su seno como una laguna sin desagüe, la nación, al parecer, más rica de Europa, padecía una especie de plétora que la mataba, y se encontró pobre en medio de la opulencia, como el avaro rey de la fábula.

Creyendo los españoles, como entonces se creía comunmente, que la mayor riqueza de un país consiste en la mayor abundancia de oro, descuidaron la riqueza positiva que tenían en la superficie de la tierra, y la iban á buscar en sus entrañas; sacaban de los subterráneos la plata y el oro, y los hombres quedaban sepultados en los subterráneos, ocupando el hueco de los metales que se extraían.

Veían que cuanto más abundaban el oro y la plata subían más los precios de los artículos de consumo, de los artefactos y de la mano de obra, y aun no comprendían que era menester dar salida al metal que los ahogaba, derramarle por Europa bajo todas las formas, en moneda, en muebles, en adornos y utensilios, y abrir en el mundo entero un vasto mercado en que consumir el sobrante de su oro y de su plata como una primera materia, de que hubieran podido hacer un monopolio inmensamente productivo. Al contrario, aplicando á los metales las fatales leyes restrictivas heredadas de sus abuelos, como á todos los demás productos, siguió prohibiéndose la extracción de oro y de plata lo mismo que en los tiempos en que su escasez pudo haber hecho conveniente la prohibición. En la ciencia económica, como en otras ciencias, un error engendra otro error. Y aplicando á las producciones y á las manufacturas para abaratarlas el mismo sistema prohibitivo, sucedía que no extrayéndose de España ni su oro ni sus productos indígenas, en vez de los remedios que buscaban, aumentaban los males: el valor del oro, que había de crecer, disminuía, y el de las mercancías, que había de abaratar, iba creciendo. De aquí la extinción de la actividad industrial, viniendo á ser la Península tributaria de la industria extranjera. Sólo el interés individual buscaba instintiva y clandestinamente el equilibrio de la balanza mercantil, y el contrabando del dinero suplía en parte lo que no hacían las leyes. Ni aun siquiera se supo establecer el oportuno comercio de cambio entre la metrópoli y las colonias, entre las producciones naturales é industriales del nuevo y del antiguo mundo, que por mucho tiempo hubiera podido monopolizar España.

¿Culparemos á Fernando é Isabel de estos errores económicos?

TOMO VIII

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En primer lugar, Isabel, con noble corazón y con miras más altas que el interés y las ganancias materiales, había cuidado más de civilizar los indios que de explotar su suelo. En segundo lugar, Isabel, en los doce años que mediaron entre el descubrimiento de América y su muerte, harto hizo en procurar que los habitantes de las nuevas regiones participaran de la cultura, de los productos, de las artes y de las comodidades de la metrópoli, trasportando para aclimatar en aquel suelo las semillas alimenticias y los vegetales más preciosos de España, el trigo, el arroz, el lino, el cáñamo, el olivo y la viña; los animales que sirven de sustento al hombre, como las aves, el ganado de cerda, el lanar y el cabrío, y los que le ayudan al trabajo y laboreo de la tierra, como el buey, el asno y el caballo. Después de la muerte de la reina fué cuando se empezó á cuidar menos del fomento y prosperidad de las colonias que de satisfacer la codicia de los pobladores castellanos, y de traer á la Península cuanto oro y plata se pudiese, de cualquier modo y sin reparar en los medios. No estamos lejos de calificar de un error nacido de la mejor intención de Isabel el haber dejado en herencia á su esposo la mitad de las rentas de Indias, que pudo ser un estímulo á la codicia de Fernando para hacer subir cuanto pudiese sus productos. Después fué cuando se reprodujo bajo el modesto nombre de encomiendas el sistema fatal de los repartimientos de indios que Isabel había desaprobado, y que fué una de las mayores causas de la despobla ción de aquellos fértiles países, de la degradación y la ruina de sus naturales, de los malos tratamientos y crueldades de los españoles y del odio que contra éstos se fué engendrando.

Pero dado que los monarcas erraran en el sistema de administración que impidió el desarrollo de la mutua prosperidad de la metrópoli y de las colonias, el error no era de ellos solos, era de todo el pueblo, era de las cortes mismas, que acostumbradas á las leyes restrictivas de épocas anteriores, que constituían una especie de educación popular y tradicional, seguían proponiendo y abogando siempre por las medidas prohibitivas, y dos años después de la muerte de Fernando, las cortes de Valladolid, deplorando la subida diaria de los precios de los productos y artefactos de Castilla, y atribuyendo este mal á las remesas que se hacían á América, proponían como único remedio la prohibición de las exportaciones.

Tenemos, no obstante, dos observaciones que hacer, no en justificación, pero sí en disculpa de los errores y desaciertos de los reyes y del pueblo español en este reinado. Es la primera la ignorancia de los verdaderos y más sencillos principios de economía política que generalmente había en aquel tiempo en todas las naciones. Hay verdades que hoy nos parecen muy palmarias, y que sin embargo tardaron en descubrirlas los hombres: tales son las de la ciencia económica, creación que podemos llamar de ayer, y que aun dista mucho de haber llegado á su perfección. El sistema restrictivo era el sistema de la edad media en toda Europa, y todo el mundo creía entonces que la mayor riqueza de una nación consistía en la mayor masa ó suma de oro que poseyera. ¿Será, pues, justo asombrarnos de que lo creyera también la España?

Es la segunda, que los errores del sistema de administración colonial no hicieron sino comenzar en el reinado de los Reyes Católicos. El descu

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