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degollar sus tropas á los que intentaron hacer todavía en la plaza del mercado una resistencia desesperada, los que quedaron vivos fueron hechos prisioneros y condenados á tormentos y suplicios horribles. Cogido también el burlesco rey de Sión, el antiguo sastre de Leyden, fué paseado de ciudad en ciudad y expuesto al escarnio y ludibrio público; volviéronle luego á Munster, teatro de su ridículo encumbramiento y de sus obscenidades, y allí le dieron refinados tormentos hasta acabarle la vida. El fanático lo sufrió todo con una firmeza y resignación imperturbable. Con él acabó el breve reinado, pero no la secta de los anabaptistas, que había echado hondas raíces en aquellos dominios, y continuaron muchos profesándola, si bien fué con el tiempo degenerando y reduciéndose á principios y máximas más decorosas y honestas (1).

A pesar de lo que tales desvaríos dañaban á la doctrina reformista, el protestantismo seguía cundiendo y progresando, merced á los compromisos del emperador que le obligaban á ser indulgente con los confederados de Smalkalde, y á sus empresas de África y de Francia que le absorbían todo su pensamiento y le hacían poner todo su conato en mantener la tranquilidad de Alemania. El papa Paulo III, que había sucedido á Clemente VII (1535), se mostró desde luego más dispuesto que su antecesor para celebrar un concilio general en que se resolviese la cuestión religiosa, como el emperador apetecía y había diferentes veces propuesto. Y aunque los protestantes pedían con ahinco que se tuviera en Alemania, y los reyes de Francia y de Inglaterra no llevaban á bien que se celebrara en Italia, por el mayor influjo que allí habían de ejercer el papa y el emperador, firme el pontífice en la resolución que desde el principio había manifestado de designar para este objeto la ciudad de Mantua, expidió la bula convocatoria (2 de junio, 1536), señalando el 23 de mayo del año siguiente para la reunión en aquella ciudad, invitando á los prelados de todas las naciones á que concurriesen á la asamblea, y ordenando á todos los príncipes cristianos que la protegiesen con su poder y autoridad. Negáronse desde luego los protestantes á someterse á un concilio, convocado á nombre del pontífice en una ciudad aliada de la Santa Sede y distante de Alemania, y más cuando en la bula de convocatoria se les calificaba ya de herejes; todo lo cual con otras muchas objeciones expresaron en un manifiesto. El papa tomó este documento como un ataque y un insulto hecho á su autoridad, é insistió en la primera determinación. Dificultades que puso el duque de Mantua retardaron la reunión é hicieron se variase también el lugar, aplazándola para el 1.o de mayo del año siguiente (1538) en Vicenza. Tampoco en este día ni en este punto pudo realizarse, porque vivas todavía las contiendas entre Carlos V y Francisco I, ni uno ni otro permitieron á sus súbditos asistir al concilio, y como no compareciese prelado alguno, el pontífice para no comprometer más su autoridad, lo aplazó indefinidamente y se dedicó á reformar varios abusos y á curar los males de la Iglesia y de la corte romana, bien que les pareciese á los protestantes que no desplegaba toda la energía que aquéllos reclamaban.

(1) Ottio, Anales de los Anabaptistas.-Sleid., Tumultum anabaptistarum, etc.— Sandoval, lib. XX. - Robertson, lib. V.

Protestantes y católicos se apercibían ya en este tiempo como á sostener una gran lucha y darse una batalla. Aquéllos robustecían su confederación haciendo entrar en ella nuevos miembros, entre los cuales fué uno, y no poco importante, el rey de Dinamarca. Éstos, á instancia de un enviado del emperador á Alemania, el vicecanciller Heldo, formaban también una Liga Santa en oposición á la de Smalkalde; y aunque no aprobó este paso Carlos V, porque empeñado en la guerra de Francia (1538) tenía interés en que no se turbara la paz del imperio, los protestantes, siempre recelosos, no se descuidaban en halagar á los reyes de Francia y de Inglaterra, y en contar y preparar las fuerzas con que en un caso había de contribuir cada miembro de la liga. Fueron todavía más adelante, y en una reunión que celebraron en Francfort (abril, 1539), lograron que les prorrogaran las concesiones de la Dieta de Nuremberg, que la cámara imperial suspendiera toda actuación contra ellos, y que un determinado número de teólogos de ambos partidos se reuniría á discutir y preparar los artículos de reconciliación que habían de proponerse en la próxima Dieta, con no poco disgusto de la Santa Sede, que veía en esto lastimados los derechos de la autoridad pontificia.

Un acontecimiento propicio á los protestantes vino á poco tiempo á dar un gran refuerzo á su partido. Murió el duque de Sajonia, enemigo declarado y fervoroso de Lutero y la reforma, y por falta de sucesión recayó la posesión de aquel vasto ducado en su hermano Enrique, apasionado y fogoso reformista. Aunque el difunto duque había dejado prevenido en su testamento que si su hermano intentase variar el culto religioso en sus dominios, éstos pasaran al emperador y al rey de romanos, Enrique anuló la cláusula del testamento, y auxiliado de Lutero y de otros apóstoles de la reforma reunidos en Leipsick, abolió el culto católico, y estableció en sus Estados el ejercicio de la religión reformada, quedando así extendido casi desde el Báltico al Rhin el protestantismo.

Mas si tan poderoso refuerzo recibieron los protestantes, otro no menos poderoso, aunque de muy diferente índole, iban á recibir los católicos. Contra los apóstoles de la reforma se levantaban nuevos apóstoles del catolicismo; á atajar el progreso de las novedades religiosas en el Norte de Europa acudía el Occidente de Europa resuelto á defender la antigua doctrina; contra el predicador alemán se alzaba un caballero español; al fraile agustino de Wittemberg se oponía un militar de Guipúzcoa, y frente del soberbio Martín Lutero se oponía con humilde audacia Ignacio de Loyola, que por este tiempo fundaba su Compañía de Jesús, tan famosa después en la cristiandad y en el mundo. Fuerza es dar algunas noticias de su fundador, y del modo cómo llegó á formar esta célebre institución religiosa.

Hijo de una familia noble de Guipúzcoa, nació Ignacio en su casa paterna de Loyola en 1491. Dedicado desde la infancia, como sus siete hermanos, al ejercicio de las armas, no tardó en darse á conocer como un buen oficial al servicio de Fernando el Católico, de quien había sido paje. En 1521, cuando los franceses invadieron el reino de Navarra, Ignacio de Loyola, que seguía las banderas del duque de Nájera, defendía á Pamplona. En aquel sitio recibió una herida de piedra en la pierna izquierda, y

una bala de cañón le fracturó la derecha. No bien curado de tan graves heridas, se hizo conducir á su casa de Loyola, donde sufrió todavía con admirable valor y firmeza dos dolorosas operaciones. Y como después de los dolores más agudos resultase habérsele contraído una de las piernas, quedando más corta que la otra, con el afán de corregir aquella deformidad se sometió voluntariamente al terrible sacrificio de hacérsela estirar con violencia por medio de una máquina de hierro; mas este suplicio no le sirvió para dejar de quedar cojo. Para distraerse en la convalecencia pidió que le llevaran algunos libros de caballería, entonces en boga en España, y como no los hubiese en la biblioteca del castillo, por no dejar de darle algo que leer, le pusieron en la mano la Vida de Jesucristo y el Flos Sanctorum. La lectura de estos libros hirió tan vivamente su imaginación, que desde entonces formó el irrevocable designio de hacerse caballero de Jesús y de María.

Preocupado con esta idea, pasó toda una noche velando sus armas á estilo caballeresco ante el altar de Nuestra Señora, y por la mañana colgó su escudo y su espada en un pilar de la capilla. Resuelto á militar en adelante en la milicia de Cristo, despidióse de sus antiguas armas, renunció á los amores que tenía con una dama de la corte de Castilla, regaló á un pobre su traje de gala, y ciñéndose al cuerpo un tosco y humilde saco, desprendido á un tiempo del lujo, del amor y de la gloria militar, encaminóse á pie á la villa de Manresa en Cataluña (1522), en cuyo hospital buscó un asilo, haciendo allí una vida de ayunos, penitencias, silicios y maceraciones, mendigando el sustento de puerta en puerta, apedreado muchas veces por los bufones muchachos. Habiéndose descubierto su nombre y su calidad, retiróse á una gruta formada al pie de una roca cerca de la villa. donde redobló sus austeridades y privaciones, golpeándose también el pecho con un guijarro como otro San Jerónimo. Allí, dicen los autores místicos de su vida, fué donde tuvo aquellos largos arrobamientos y éxtasis en que Dios le reveló sus sagrados misterios, y según los cuales compuso su libro de los Ejercicios espirituales. Allí, dicen, se representó, según sus ideas militares, á Cristo como un general llamando á los hombres á agruparse bajo sus banderas para combatir á los enemigos de su gloria, y de aquí nació su pensamiento de formar una milicia para la gloria de Dios y la salud de las almas, una especie de ejército cuyo jefe sería Cristo, una Compañía de Jesús (1).

Llena su memoria de las tradiciones de las Cruzadas, emprendió sólo, sin recursos ni provisiones, un viaje á la Palestina, embarcóse en Venecia, visitó el Santo Sepulcro de Jerusalén (setiembre, 1523), y volvió peregrinando á España. Conociendo que para trabajar en la salud de las almas necesitaba de instrucción y ciencia, se puso á la edad de 33 años á estudiar gramática latina en Barcelona (1524). A los dos años pasó á continuar los estudios de filosofía en la universidad de Alcalá, y después los de teología en la de Salamanca. En uno y otro punto tuvo que sufrir algunas persecuciones, porque dado á catequizar jóvenes y á enseñar la doctrina. cristiana al pueblo, vistiendo él y haciendo vestir á sus prosélitos un largo

(1) MS. del padre Jouvency.

chaquetón de jerga gris y un gorro del propio color, y viviendo de la pública caridad, alguna vez se le redujo á prisión, y otras se le exhortó á que usara el traje propio de los escolares y á que se abstuviera de explicar los dogmas al pueblo, al menos hasta que hubiera estudiado cuatro años de teología. Cansado de tales molestias, abandonó su patria, y se fué á pie hasta París (febrero, 1528), donde continuó sus estudios con más sosiego. Allí fué donde su doctrina, su predicación y su virtud le valieron la adhesión de seis hombres ya notables. Pedro Lefebre, clérigo saboyano; Francisco Javier, caballero navarro, profesor de filosofía en el colegio de Beauvais; el portugués Simón Rodríguez de Acebedo, y otros tres españoles, Diego Lainez, Alfonso Salmerón y Nicolás de Bobadilla, que fueron como los seis primeros soldados que reclutó para su ejército. Para asegurarse de su adhesión y comprometerlos á que no dejaran entibiar su celo, los llevó un día á una capilla subterránea de la iglesia de Montmartre (15 de agosto, 1534), donde Lefebre dijo la misa, y después de comulgar todos, hicieron voto de vivir en pobreza y castidad, de ir á la Tierra Santa á convertir infieles, y en el caso que esto no les fuese posible, marchar á Roma, echarse á los pies del Santo Padre, y ofrecerle y consagrarle enteramente sus personas. Hecho esto, Ignacio se encargó de venir á España á arreglar los asuntos domésticos de sus socios españoles, y así lo verificó (1535), quedando concertado reunirse todos de allí á dos años en Venecia.

Volvió Ignacio de Loyola á ver su familia y el lugar de su nacimiento, pero se negó á habitar en la morada de sus padres, y prefirió alojarse en el hospital de pobres de Azpeitia, á despecho de los ruegos é instancias de su hermano. Vendió sus bienes, distribuyó su valor en limosnas, dejó establecida en la Iglesia la oración denominada el Angelus, y se apresuró á partir para incorporarse á sus compañeros. La compañía se había aumentado durante su ausencia con tres miembros, Claudio Le Gay, genovés, Juan Codure y Pascual Brouet, franceses. El 8 de enero de 1537 llegaron los nueve á Venecia, donde ya los esperaba, orillas del Adriático, Ignacio de Loyola. Era el momento en que á causa de la liga entre el papa, Venecia y Carlos V contra el turco, y del temor á los piratas, no se permitía salir buque alguno mercante de Venecia. Fuéles preciso á los diez misioneros renunciar al viaje á la Tierra Santa, y pensar en cumplir la segunda parte del voto hecho en Montmartre. Pasaron, no obstante, el resto de aquel año y mucha parte del siguiente predicando en Italia. Derramáronse casi todos por las más célebres universidades, y solos tres, Loyola, Lefebre y Lainez, emprendieron su marcha á la capital del orbe cristiano. Dos leguas antes de Roma, aseguró Ignacio á sus compañeros haber tenido un éxtasis, en que había visto al Padre Eterno recomendar á su Hijo que aceptara la misión de aquellos sus siervos, y que volviéndose á él, le dijo: «Yo te seré propicio en Roma.» Inflamados de fe y llenos de esperanza con esta nueva revelación, llegaron los tres viajeros á Roma (octubre, 1538), y se prosternaron á los pies del Santo Padre.

Era la ocasión en que el pontífice Paulo III se había propuesto refor mar las costumbres de la corte romana, de cuya corrupción en aquella época hacen las más tristes pinturas los historiadores católicos, y de ella

se prevalían los protestantes para justificar sus declamaciones y la necesidad de su reforma. Vínole bien al pontífice aquel refuerzo de fogosos auxiliares, y dándoles la mejor acogida, los empleó en las cátedras y en la predicación. Animado con esto Loyola, llamó á sus siete hermanos, organizó su sociedad y sometió á la aprobación del papa el plan de su instituto. Loyola, que había sido ya objeto de sospechas y aun de acusaciones en Roma, si bien las había ido disipando y desvaneciendo, encontró también alguna oposición para alcanzar la aprobación pontificia de su orden, pues los tres doctos cardenales á quienes el papa sometió el examen del asunto se oponían á la multiplicación de órdenes religiosas, y el papa se adhirió á su dictamen. Insistieron, sin embargo, los diez socios con aquella perseverancia que había de ser después uno de los sellos característicos de la institución. Por otra parte, reflexionó Paulo III, que en una época en que se habían segregado de la comunión romana la mayor parte de los Estados alemanes, la Inglaterra y la Suiza; en que las ideas de la reforma germinaban en el Piamonte, en la Saboya, en Francia, en los valles de los Alpes, á las orillas del Rhin, á las puertas mismas del patrimonio de la Iglesia; en que el poder pontificio se veía tan atacado y había perdido tanto de su autoridad; una institución que tenía por objeto combatir por todas partes la herejía y que profesaba la más completa obediencia y sumisión á la Santa Sede, podía ser en tales circunstancias una adquisición importantísima para la Iglesia, y en su virtud, expidió la famosa bula Regimini militantis ecclesiæ (27 de setiembre, 1540), aprobando la nueva sociedad con el nombre de Compañía de Jesús (1).

La compañía quedaba fundada y sancionada. Era menester darle un general, y la elección recayó por unanimidad en Ignacio de Loyola, que aceptó el gobierno de la orden (abril, 1541) y él sólo formó y escribió de su puño en lengua española las constituciones que la habían de regir, y que no se publicaron nunca hasta después de su muerte. Estas constituciones son, á no dudar, una de las obras más notables del entendimiento humano en materia de organización social. Por primera vez se vió el rigor de la disciplina militar aplicado á una institución religiosa. Educado su autor en la milicia, hombre perspicaz y enérgico, comprendió que en una época en que el principio de autoridad se había quebrantado, en que la falta de obediencia y unidad había puesto al mundo católico en una de aquellas crisis que deciden de la suerte de los pueblos, lo que convenía á su fin era el restablecimiento de la autoridad por el principio de la obediencia ciega, como el soldado obedece á su jefe. Un voto especial sometía toda la asociación á la obediencia del papa, La Compañía era gobernada por un general, perpetuo y absoluto, nombrado por la congregación, y sin facultad de declinar. Su residencia habitual había de ser Roma. Sólo el general podía hacer las reglas y dispensarlas; él sólo comunicaba sus poderes á los provinciales; él sólo nombraba para todos los cargos y oficios de las casas de profesión, de los colegios y noviciados; él sólo aprobaba ó desaprobaba lo que los provinciales, comisarios ó visitadores hubieran

(1) Bullar. Pontific. - Hist. de los Soberanas Pontífices: Paulo III.-Hist. de la Compañía de Jesús, por Crétineau-Joly, t. I.—Sandoval, lib. XXIV.

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