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10 VIMU AIMBOTLIAD

bellas páginas de la Iliada, y personajes son que igualan, si no exceden, en grandeza, á los Hectores, los Ayax, los Patroclos, los Aquiles, los Ulises y todos los demás héroes de Homero.

De contado, sobre faltarle á la guerra de Pérgamo el interés de ser la última jornada de un drama inmenso que había comenzado hacía más de siete siglos: sobre carecer del gran contraste de los dos principios religiosos, que eran el resorte de las acciones heroicas y el móvil de los actores y de los combatientes de uno y otro campo, no tuvo el cantor de Smirna bastante fecundo ingenio para idear una figura tan noble, tan bella, tan magnánima, tan sublime y tan interesante como la de la reina Isabel. No, no alcanzó la imaginación del poeta de la Grecia á concebir una idealidad que se asemejara á lo que en realidad fué una reina de veinticinco años, radiante de gracia y de hermosura, esposa tierna y madre cariñosa, cuando se presentaba en el campamento de Moclín cabalgando en su soberbio palafrén, con su manto de grana y su brial de terciopelo, llevando al lado la tierna princesa su hija, y seguida de las ilustres damas y de los gallardos donceles de su corte; cuando el espejo de los caballeros andaluces, el marqués de Cádiz, recibía y saludaba á la soberana de Castilla al pie de la Peña de los Enamorados; cuando el duque del Infantado y los escuadrones de la nobleza abatían á compás, para hacer homenaje á su reina, los viejos estandartes rotos y acribillados en cien batallas; cuando el rey Fernando se adelantaba en su ligero corcel, ciñendo al costado una cimitarra morisca, y dejando atrás la flor de los caballeros de Castilla se apeaba ante su esposa, y la saludaba reverente, y después imprimía en las mejillas de la esposa y de la hija el ósculo de amor.

Homero no inventó un cuadro como el que ofreció la aparición repentina de la reina Isabel en los reales de Baza, como el ángel del consuelo, ante un ejército desfallecido, consternado, abatido de las fatigas, del frío, del hambre y de la miseria. y reanimando con su presencia, é infundiendo valor, aliento y vida á los descorazonados combatientes, y convirtiendo en júbilo y regocijo el desánimo y tristeza de capitanes y soldados. El primer poeta del mundo no ideó un espectáculo como el que presentaron las colinas de Baza el día que Isabel, recorriendo á caballo, con aire esbelto, rozagante y gentil, las filas de sus guerreros, circundada de un coro de doncellas y de un cortejo de prelados y sacerdotes, de caballeros y donceles, por entre mil banderas aragonesas y castellanas desplegadas al viento, y resonando por el espacio los agudos sones de las bélicas trompas, al tiempo que vigorizaba á los suyos, llenaba de admiración y asombro á los moros y moras de Baza que la contemplaban absortos desde los alminares de sus mezquitas, y encantaba y fascinaba al caballeroso príncipe Cid Hiaya, que entró en envidia de hacer alarde de ciestras evoluciones y vistosos torneos ante la reina de los cristianos, para concluir por rendirse á su mágico influjo, y por hacerse súbdito suyo, y cristiang como ella, y caballero de Castilla.

Y este mismo efecto producía en el campamento de Santa Fe y á la vista de los muros de Granada, y este mismo entusiasmo excitaba doquiera que se aparecía.

Pero esta influencia portentosa en capitanes y soldados no era ni una

decepción en que cayeran ellos, ni un artificio de la reina para seducir. Es que veían en ella su genio tutelar. Es que á la aparición de la mujer hermosa contemplaban la reina que se afanaba por que no les faltasen los mantenimientos, empeñando para ello sus propias alhajas; es que tenían delante á la institutora de los hospitales de campaña; á la que curaba con su mano á los heridos, á la que premiaba con largueza los hechos heroicos, á la que consolaba. alimentaba y vestía á los miserables que salían del cautiverio, á la que compartía con el tostado guerrero los traba jos y fatigas de las campañas, á la que concebía los planes, organizaba los ejércitos, mantenía la disciplina, ordenaba los ataques y presidía la rendición de las plazas.

Y si se considera que esta reina, cuando se presentaba en las trincheras de los campamentos y entre los cañones y lombardas, era la misma que hacía poco había estado sentada en un tribunal de justicia, administrándola á sus súbditos con la amabilidad de la más cariñosa madre y con la rectitud del más severo juez; ó que acababa de visitar un convento de religiosas, y de enseñar á las monjas con su ejemplo á manejar la rueca y la aguja, excitándolas á abandonar la soltura de costumbres, y cambiarla por la honesta ocupación de las labores femeniles, entonces al entusiasmo del soldado se une el asombro del hombre pensador.

No privemos por esto á Fernando de la gloria que le pertenece como al primer capitán en la guerra y conquista de Granada: ni tampoco á los demás caudillos que con tanto heroísmo en ella se condujeron. Comportáronse todos como bravos campeones; el rey llenó dignamente su primer puesto, y Dios protegió á los defensores de su fe Por eso dijimos en otro lugar que á esta grande obra de religión, de independencia y de unidad, cooperaron Dios, la naturaleza y los hombres.

III. Cosa maravillosa! Apenas España ve coronada la obra de sus constantes afanes de ocho siglos, apenas logra expulsar de su territorio los últimos restos de los dominadores de Oriente y de Mediodía, apenas ha lanzado de su suelo á los tenaces enemigos de su libertad y de su fe cuando la Providencia por medio de un hombre le depara, como en galardón de tanta perseverancia y de tanto heroísmo, la posesión de un mundo entero! Este acontecimiento, el mayor que han presenciado los siglos, merece algunas observaciones que en nuestra narración no hemos podido hacer.

Una inmensa porción de la gran familia humana vivía separada de otra gran porción del género humano. La una no sabía la existencia de la otra, se ignoraban y desconocían mutuamente, y sin embargo estaban destinadas á conocerse, á comunicarse, á formar una asociación general de familia, porqué una y otra eran la obra de Dios, y Dios es la unidad, porque la unidad es la perfección, y la humanidad tenía que ser una, porque uno es también el fin de la creación. Pues bien, el siglo XV fué el destinado por Dios para dar esta unidad á los hombres que vivían en apartados hemisferios del globo, no imaginándose unos y otros que hubiera más mundo que el que cada porción habitaba aisladamente. ¿Por qué estuvieron en esta ignorancia y en esta incomunicación tantos y tantos siglos? Misterio es este que se esconde á los humanos entendimientos; y

no es extraño; porque menos difícil parecía averiguar cómo teniendo todos los hombres un mismo origen, se habían segregado, y en qué época, y de qué manera, las razas pobladoras de los dos mundos, y sin embargo, á pesar de tantas y tan exquisitas investigaciones geológicas, históricas y filosóficas, aun no se ha logrado sacar este punto de la esfera de las verdades desconocidas, aun no se cuenta en el número de los hechos incuestionables.

Es cierto que el siglo xv fué destinado para que se hiciera en él el descubrimiento de este mundo que impropiamente se llamó nuevo, sólo porque hasta entonces no se había conocido. Los hombres de aquel siglo se hallaban preparados para este grande acontecimiento sin saberlo ellos mismos. Sentíase una general tendencia á descubrir nuevas regiones; un instinto secreto inclinaba á los hombres á inventar y extender las relaciones y los medios de comunicación; el espíritu público parecía como empujado por una fuerza misteriosa hacia los adelantos industriales y mercantiles; había hecho grandes progresos la náutica: se habían descubierto la brújula y la imprenta. ¿Para qué eran estos dos poderosos elementos, capaces por sí solos de trasmitir los conocimientos humanos y derramarlos por los pueblos más apartados del globo? Los hombres de aquel tiempo no lo sabían. Lo sabía solamente el que prepara secreta é insensiblemente la humanidad cuando quiere obrar una gran trasformación en el mundo por medio de los hombres mismos.

Pero hubo uno entre ellos, ingenio privilegiado, que alcanzó más que todos, y que á través de las nieblas en que se envolvían todavía los conocimientos geográficos, á favor de un destello de su claro entendimiento que se asemejaba á la luz de la revelación, comprendió la posibilidad de atravesar los mares de Occidente, y de poner en comunicación el mundo conocido con el desconocido. Hombre de ciencia y de fe, de creencias y de convicciones, de religión y de cálculo, estudia á Dios en la naturaleza, levanta el pensamiento al cielo y penetra en los misterios de la tierra, medita en la obra de la creación, y trazando mapas con su mano descubre que falta conocer la mitad del globo terrestre. Convencido más cada día de la posibilidad del descubrimiento, fijo y constante años y años en esta idea, trató de realizarla; pero necesitaba de recursos y se encontró pobre; sacó su idea al mercado público, ofreciendo la posesión de inmensos reinos al que le diera algunas naves y le prestara algunos escudos; pero los igno. rantes no le comprendieron y le despreciaron, los príncipes le tomaron por un engañador y le cerraron sus oídos y sus arcas, los llamados sabios dijeron que deliraba y se burlaron, y el hombre de genio no se desalentó, porque tenía fe en Dios y en su ciencia, aunque faltaran fe y ciencia á los demás hombres.

Nada permite Dios sin algún fin, y fué necesario que Colón encontrara sordos á los soberanos á quienes propuso su pensamiento, para que una secreta inspiración le moviera á acudir á la única potestad de la tierra capaz de comprenderle; y fué conveniente que el mundo supiera que el cosmógrafo genovés había implorado en vano la protección de otros monarcas, para que resaltara más la acogida que había de encontrar en la reina de Castilla.

Si el que había concebido una empresa al parecer temeraria por lo inmensa, é inverosímil por lo grandiosa, necesitaba de fe y de corazón, ¿quién podía creer y proteger al autor, y aceptar y prohijar su designio, sino quien tuviera tanta fe como él y tan gran corazón como él, y tan gran alma como él? Cristóbal Colón necesitaba una Isabel de Castilla, y sólo Isabel de Castilla merecía un Cristóbal Colón. Los genios se necesitaron, se merecieron y se encontraron.

Es imposible dejar de ver en la venida de Colón á Castilla algo más que el viaje de un aventurero. Un navegante de profesión caminando á pie por la tierra sin otro equipaje que las sandalias del apóstol y el báculo del peregrino, con unas cartas geográficas debajo del brazo, seguramente debió parecer ó un mentecato ó un profeta. El que iba á hacer el presente de un mundo entero tuvo que pedir un pan de caridad para sí y para su hijo á la portería de una solitaria casa religiosa, porque quien había de enviar flotas de oro y plata de las regiones que pensaba descubrir no llevaba en su bolsa un solo escudo. Y sin embargo, pobre y extranjero como era, halló en aquella misma casa protectores generosos: la religión vino en auxilio del genio, y Colón, vencidas algunas dificultades, fué presentado á la reina Isabel..... ¡Momento solemne aquel en que por primera vez se - pusieron en contacto los dos genios!

No era de esperar que Isabel comprendiera las razones científicas en que Colón apoyaba su teoría, y con que desenvolvía su sistema: pero el talento y la penetración que se revelaba en la fisonomía del hombre, el fuego y la elocuencia con que se expresaba, la fe ardiente que se descubría en su corazón, la convicción de que se mostraba poseído, y algo de simpático que hay siempre entre las grandes almas, todo cooperó á que la reina viera en el humilde extranjero al hombre inspirado, y tal vez al instrumento de la Divinidad para la ejecución de una grande obra. Si entonces no adoptó todavía de lleno su proyecto, le acogió al menos con benevolencia. Isabel nunca tuvo á Colón por un extravagante ó un iluso, y el marino genovés había encontrado quien por lo menos no le menospreciara. ¿Extrañaremos que tuviera que ejercitar todavía su paciencia por espacio de ocho años, alternando entre dificultades, obstáculos, consultas, dilaciones, zozobras, negativas y esperanzas? Nunca una gran verdad ha triunfado en el mundo de repente; y además la ocasión en que Colón había venido á Castilla no era la más oportuna para la realización de sus planes. ¿Pero fueron perdidos estos ocho años? En este intervalo Colón recibió consideraciones y favores de los reyes de España, entró á su servicio, contrajo relaciones y amistades útiles, halló á quien consagrar su corazón y sus más íntimas afecciones, su segundo hijo nació en Castilla, y al cabo de ocho años Colón había dejado de ser extranjero en España, y el genovés se había hecho castellano.

Este fué el momento en que Isabel prohijó de lleno la empresa de Colón; entonces fué cuando pronunció aquellas memorables palabras: «Yo tomaré esta empresa á cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir á sus gastos.» Palabras sublimes, que no hubiera podido pronunciar cuando tenía sus joyas empeñadas para los gastos de la guerra de los moros. Entonces fué cuando le

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