gua popularidad de Padilla, no tuvo éste tampoco ni abnegación, ni política para disimular su resentimiento, y so pretexto de tener su esposa enferma partió en posta para Toledo, y tras él se fué la gente que de allí había traído, con no poca satisfacción de los de Rioseco, y no poca alarma de la Junta y de las ciudades confederadas (1). Repusiéronse, no obstante, al pronto de aquel desánimo con la oportu na llegada del obispo Acuña á Tordesillas Llevaba consigo el famoso prelado de Zamora quinientos hombres de armas de las guardas del reino, setenta lanzas suyas, y cerca de mil infantes, en cuya hueste se contaban hasta cuatrocientos clérigos, gente resuelta y de armas tomar. El ejército de las comunidades acreció hasta diez y siete mil hombres. Sería una tercera parte la gente con que contaban los virreyes y los magnates de Rioseco. Dejando, pues, don Pedro Girón en Tordesillas para custodia de la Junta y de la reina doña Juana el escuadrón clerical de Acuña con pocos más infantes y jinetes, púsose en marcha con las demás tropas la vía de Rioseco, tan confiados él y los suyos en la victoria, que se celebraba ya de antemano, y de muchos lugares acudían las gentes á ser testigos del triunfo de los comuneros. Sin embargo, la prisión de los reyes de armas enviados por Girón á la ciudad para intimar la rendición á los gobernadores le indicó que estaban determinados á todo menos á rendirse (2). También los soldados de la comunidad ardían en deseos de entrar en pelea, y no bien habían llegado al campamento cuando ya se mostraban impacientes murmurando la tardanza en el ataque. Movió, pues, don Pedro Girón una mañana su campo con grande estruendo de trompetas, pífanos y tambores, y con grande aparato bélico, en muy vistosa formación, llevando delante el pendón morado de Castilla y siguiendo detrás al ejército multitud de labriegos, mujeres y muchachos, llevados de la curiosidad de presenciar la victoria y del anhelo de ser los primeros á divulgar la fausta nueva por el país. Así llegaron hasta dar vista á las tapias de Rioseco: Girón envió sus corredores á provocar á batalla á los magnates, diciéndoles que allí estaban para castigar á los que habían querido gobernar á Castilla contra su voluntad. Los grandes fueron bastante prudentes para no aceptar la pelea: el jefe de los comuneros no hacía sino galopar en su brioso corcel delante de las filas, los soldados provocaban á los de la ciudad, y todos esperaban de un momen (1) Pero Mejía, lib. II, cap. x.-Maldonado, lib. V.-Sandoval, lib. VIII. (2) Los próceres que se hallaban en Rioseco, además del cardenal y el almirante, eran: el conde de Benavente, el marqués de Astorga, el prior de San Juan, el marqués de Denia, el conde de Alba de Liste, el de Rivadavia, el de Cifuentes, el de Altamira, el vizconde de Balduerna, el señor de Alcañices, el de la Mota, el de Santiago de la Puebla y otros varios grandes y caballeros. Los caudillos de las tropas de las comunidades, eran: don Pedro Girón, primogénito del conde de Ureña, el obispo Acuña de Zamora, don Pedro Laso de la Vega, caballero de Toledo, don Pedro y don Francisco Maldonado, capitanes de la gente de Salamanca, Gonzalo de Guzmán de la de León, don Fernando de Ulloa de la de Toro, don Juan de Mendoza, de Valladolid, hijo natural del gran cardenal de España, don Juan de Figueroa, hermano del duque de Arcos, con algunos otros capitanes y muchos procuradores de las ciudades. to á otro oir la voz de ataque. ¡Esperanza vana! Pasóse así todo el día, y quedáronse todos absortos y fríos cuando ya á la puesta del sol se les dió la orden de regresar al campamento de Villabráxima. A no dudar hubiera podido aquel día don Pedro Girón con un pequeño esfuerzo apoderarse de los principales defensores de la causa imperial, y asegurar el triunfo de las comunidades, y lo que hizo con su inacción fué dar lugar á que entrara por la otra banda de la villa el conde de Haro con refuerzo de gente; y tras él los condes de Miranda y de Luna, don Beltrán de la Cueva y otros caballeros, formando ya un ejército de ocho á diez mil infantes y más de dos mil jinetes. Gran disgusto produjo en el país el malogro de aquella ocasión, mas no por eso dejaron de aprontar las ciudades los nuevos contingentes de hombres que les fueron pedidos, armándose en algunas, como Valladolid, todos los varones de diez y ocho á sesenta años. Todavía la chancillería de Valladolid, y muy en especial su presidente, animados del buen deseo de evitar derramamiento de sangre, entablaron con calor y eficacia negociaciones de concordia. La propuesta fué bien acogida por los de Rioseco, señaladamente por el almirante (24 de noviembre, 1520), que continuaba abrigando los sentimientos y designios conciliadores tan propios de su buen corazón. No fueron tan felices aquellos magistrados en el campo de los comuneros, donde oída su pacífica misión por el obispo Acuña, á cuyos ojos se presentaba continuamente el ejemplo de Génova y Venecia que se gobernaban sin reyes, y que estaba resuelto á seguir en la demanda aunque se quedara solo, negóse á toda avenencia, y apenas partieron los desairados oidores calóse el arnés, tomó la espada, montó en su caballo y salió con una parte de su gente al encuentro de una hueste enemiga que le dijeron avanzaba desde Rioseco en ademán de ataque. Hubo otro negociador de peor condición que los magistrados de Valladolid, más astuto que ellos, y más afortunado en el logro de sus torcidos fines. Fué éste un fraile franciscano, de no oscuro nacimiento ni escasa instrucción, fácil en el decir, enérgico en el obrar, y fecundo y mañoso en recursos. Llamábase Fr. Antonio de Guevara, y había pasado la vida alternativamente entre la soledad y silencio del claustro y el bullicio de la corte y el ruido mundanal del siglo. Veíasele andar incesantemente, é ir y venir del asilo de los magnates al campo de los comuneros con aire de tratador de paces. Aunque el obispo de Zamora sospechara de las plá ticas del astuto franciscano con Girón, que llevaba alguna misión secreta, felicitábase de que trabajaría en balde y predicaría en desierto. Lo que se trataba entre los gobernadores y partidarios del rey y el caudillo de los comuneros por medio del sagaz franciscano no se reveló hasta que éste tuvo la audacia, cuando ya daba por consumada su obra, de requerir al final de un sermón al ejército de las comunidades y de mandar á sus caudillos de parte de los gobernadores que depusiesen las armas, deshicieran el campo y desencastillaran á Tordesillas. El auditorio le interrumpió con murmullos y denuestos, y le apostrofó con picantes burlas. El obispo de Zamora le dió una contestación enérgica y dura, que aplaudieron todos con entusiasmo, y concluyó diciéndole: «Andad con Dios, padre Guevara, y decid á vuestros gobernadores, que si tienen facultad del rey para pro meter mucho, no tienen comisión para cumplir sino muy poco; y guardaos de volver acá, porque si viniereis no tornaréis más allá.» Y aun es de extrañar en el genio virulento de Acuña que se limitara á contrade cirle con vehemencia y á despedirle con ásperas palabras (1). Si las engañosas ofertas de Fr. Antonio fueron tan desestimadas por las tropas de la comunidad como enérgicamente rechazados sus requerimientos, no por eso dejó de llevar á cabo su inicuo plan. La causa de los comuneros había sido vendida: concertada estaba ya una gran traición; el general en jefe de las tropas populares estaba ganado. Con pretexto de los fríos de diciembre y de estar la tropa sin tiendas y escasear en el país los recursos, dió don Pedro Girón al ejército la orden de marchar á Villalpando, donde tendría cómodos alojamientos y abundarían las vituallas. Villalpando está á seis leguas de Rioseco, y era población del condestable. A pesar de esta sospechosa circunstancia, de no vislumbrarse objeto en la ocupación de aquella villa, de lo inoportuno y extraño del movimiento, y de conocer que los mejores alojamientos para invernar hubieran sido los que en Rioseco ocupaban los virreyes y los magnates, el ejército obedeció, aunque murmurando, deslumbrado por las comodidades que se le ofrecían. y lo que es de maravillar, y prueba que el obispo Acuña tenía menos de perspicaz que de osado, todavía el prelado de Zamora no descubrió la traición que envolvía aquel movimiento (2). No se descuidaron los nobles en aprovechar el desembarazo en que quedaban para ejecutar la segunda parte de lo que había entrado en el trato, que era lanzarse de improviso sobre Tordesillas, que había quedado con corta guarnición, apoderarse de la reina doña Juana, y si podía ser, de la Santa Junta, y dar sobre el gobierno central de las comunidades el golpe de mano que éstas habían podido darles á ellos. Salió, pues, la hueste imperial de Rioseco al mando del conde de Haro: los que echaban en cara á los comuneros los excesos y desmanes con que habían manchado sus alborotos, iban saqueando las poblaciones, dejando tras sí una huella de miseria y de desolación, y hasta robando con sacrílega mano, como lo hicieron en Peñaflor, las alhajas y los vasos sagrados de los templos. Cuando se supo en Valladolid y en Villalpando la marcha de los imperiales, ya estaban éstos combatiendo los muros y las puertas de Tordesillas, y no era posible que llegaran á tiempo los socorros. Con arrojo atacaron la villa los próceres, pero con arrojo la defendían también los moradores, en unión con los pocos soldados que había, y especialmente el escuadrón de clérigos (1) Epístolas familiares del P. Guevara, fols. 55 á 81. (2) Todos los autores, dice el ilustrado traductor de El Movimiento de España en la nota 11, que escribieron algo sobre esta revolución, convienen en que Girón fué traidor á su partido, y le hacen aparecer como la causa principal de la pérdida de los comuneros. En efecto, cuando estaba á la vista de Medina de Rioseco, tenía en su favor todas las probabilidades, y un ataque sobre Medina hubiera puesto en su mano la corona de vencedor en toda España.--Pero pudo más en su ánimo el temor de ser vencido; se dejó llevar de las promesas y halagos de los grandes, y confiado en ellas, sin adelantar nada para sí, vendió inicuamente al partido que se había entregado en sus manos.>> Así se deduce con sobrada claridad de Alcocer, de Sandoval, de Colmenares y otros autores, y muy principalmente de las cartas del mismo Padre Guevara. de Acuña, que nadie hubiera podido decir aquel día que eran ministros del altar, sino soldados veteranos y aguerridos, y hubo uno entre ellos que de once tiros derribó once imperiales, hasta que una saeta que le acertó á él en la frente, acabando con su vida, suspendió la cuenta de las que él iba quitando. En las cinco horas que duró el combate perdieron más de doscientos cincuenta hombres los próceres. Entre los muertos lo fué el capitán Vosmediano, á quien se encontró escondido en la manga del sayo un cáliz de plata de los del saqueo de la iglesia de Peñaflor. Naturalmente morían menos de los de dentro como más resguardados. Con mucha intrepidez, repetimos, combatieron aquel día los magnates. «Mirad, le decía el conde de Cifuentes al de Haro, empuñando su estandarte de damasco encarnado y verde con la efigie del apóstol Santiago, mirad dónde me ponéis con este estandarte real, porque yo no he de volver atrás de donde me pusieredes (1).» Ultimamente, agujereada la bandera real y hecha jirones con los certeros tiros de los de dentro, pero agujereadas también por los de fuera las puertas y tapias de la villa, abiertos boquetes, penetrando el primero por uno de ellos el medinés Nieto, armado de espada y de rodela, plantada sobre la almena la bandera del conde de Alba de Liste, ingiriéndose tras él por la abertura ó encaramándose por el muro otros valientes soldados y desparramándose por la población, todavía tuvieron que sostener en las calles combates sangrientos, pero al fin dominaron la villa; apoderáronse de la reina y de su hija que cruzaban el atrio del palacio, y de nueve procuradores; los demás se habían salvado con la fuga. Toda la noche la pasó la soldadesca engolfada en el pillaje. «Robaron casas, iglesias y monasterios, que no perdonaron cosa, hasta las estacas de las paredes,» dice el obispo historiador, con ser como era adicto á la causa de los imperiales (2). Súpose la toma de Tordesillas casi á un tiempo y causó igual sensación de sorpresa y de ira en Valladolid, que se hallaba casi sin soldados y temía una marcha rápida y una acometida de los vencedores, y en Villagarcía, donde llegaban los destacamentos de los comuneros que marchaban al socorro de Tordesillas. Dos caminos quedaban todavía á los comuneros para resarcir aquella pérdida; ó lanzarse rápida é impetuosamente sobre Tordesillas, ó volver sobre Rioseco, donde había quedado el cardenal regente con muy escasa guarnición. Pero la torpeza de los unos ayudó á la traición del otro. Discordes los caudillos, de mal talante el obispo de Zamora con don Pedro Girón, aunque sin caer todavía en la cuenta de su perfidia, no les ocurrió, ó por mejor decir, no quiso el general de la comunidad seguir el consejo y parecer que le proponían los de Valladolid de marchar de concierto sobre Tordesillas y cogerla entre dos fuegos. Lo que hicieron fué tolerar, ó por lo menos no impedir que se des (1) MS. de la Academia de la Historia: Hist. inédita de las Comunidades. (2) Sandoval, Hist. del emper. Carlos V, lib. VIII, párr. 8.—Maldonado, Movimiento de España, lib VI.-Pero Mejía, lib. II, cap. XIII- Mártir de Angleria, ep. 709. -Cabezudo, Antigüedades de Simancas, inéd., t. I, pág. 544.—«Así se perdió, dice Alcocer, en pocos días lo que Juan de Padilla había ganado con muertes y combates.»> bandaran numerosos destacamentos y penetraran en Valladolid después de haber asolado en su marcha los campos y saqueado los lugares. Allí vendían á menos precio el fruto de sus rapiñas, las alhajas, las reses y hasta los aperos de labranza (1). Los infelices labriegos y pastores que lograban rescatar con algún dinero su hacienda, eran otra vez asaltados y robados por nuevas bandas apenas salían de las puertas de la ciudad. Era tal el desorden, que como dice un escritor de estos sucesos, «ni las mujeres en su casa estaban seguras, ni los hombres por los caminos. Entre los lugares comuneros y los que tenían la voz real se mataban, robaban y hacían correrías como entre enemigos mortales. Los oficiales no hacían sus oficios. Los labradores no sembraban los campos. Cesaban los trabajos de los mercaderes por no haber seguridad en los caminos. No había justicia. >> Tal estaba el reino en que tanta justicia, tanto orden y tanta paz habían dejado Fernando é Isabel! A Valladolid fueron también luego Girón y el obispo Acuña con toda la gente. Colmaba el vecindario de bendiciones al obispo de Zamora por su conocida fidelidad á la causa de las comunidades, mientras don Pedro Girón, de cuya deslealtad apenas dudaba ya la gente común, era objeto del odio y hasta de las maldiciones del pueblo. Conociendo el primogé nito de Ureña la odiosidad popular que su vergonzoso tráfico le había acarreado, y que ya se manifestaba con amenazas nada encubiertas, salió una mañana á la cabeza de algunos jinetes con pretexto de practicar un reconocimiento, pero con ánimo y resolución de no parecer ya más en ninguno de los bandos contendientes. Tal era su impopularidad, que en Tudela le cerraron las puertas, y no hallando mejor acogida en otros pueblos, hubo de resignarse á pasar escondido en las tierras de su padre todo el tiempo que duraron las revueltas de Castilla, para recibir después otro más triste desengaño todavía y el premio más digno de su traición, siendo exceptuado hasta del indulto general del emperador, como habremos de ver en su lugar (2). Unos y otros padecían escasez y apuro de numerario para pagar las tropas: advertíase la falta de tanto como habían extraído los flamencos; interrumpido el comercio y paralizada la agricultura, escasas y mal cobradas las rentas reales, no atreviéndose ni los unos ni los otros á sobrecargar con nuevas imposiciones los pueblos en que dominaban, los mag (1) «Daban, dice Sandoval, un carnero por dos reales, una oveja por un real, y una vaca por dos ducados.» Lib. VIII, párr. 9. (2) Hasta el mismo obispo de Pamplona, con ser adicto á la causa imperial, no puede dejar de decir de don Pedro Girón, que «sin duda hizo la treta que se sospechó.» Ibídem, párr. 11. Robertson (en su Historia de Carlos V, lib. III) opina de diferente modo, pues dice que «verosimilmente carecía de fundamento esta imputación y que los realistas debieron su triunfo á la mala dirección de aquél más bien que á su perfidia.» Pero Robertson está lejos de poder ser considerado como autoridad relativamente á los acontecimientos que en aquella época pasaron dentro de la Península, en cuya relación es por otra parte muy sucinto, así como se extiende difusamente en los sucesos de fuera. Este historiador trató el reinado de Carlos V considerándole más como emperador que como rey de España. Desconocía además varias de las principales fuentes históricas de aquel tiempo. |