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meter mucho, no tienen comisión para cumplir sino muy poco; y guardaos de volver acá, porque si viniereis no tornaréis más allá.» Y aun es de extrañar en el genio virulento de Acuña que se limitara á contradecirle con vehemencia y á despedirle con ásperas palabras (1).

Si las engañosas ofertas de Fr. Antonio fueron tan desestimadas por las tropas de la comunidad como enérgicamente rechazados sus requerimientos, no por eso dejó de llevar á cabo su inicuo plan. La causa de los comuneros había sido vendida: concertada estaba ya una gran traición; el general en jefe de las tropas populares estaba ganado. Con pretexto de los fríos de diciembre y de estar la tropa sin tiendas y escasear en el país los recursos, dió don Pedro Girón al ejército la orden de marchar á Villalpando, donde tendría cómodos alojamientos y abundarían las vituallas. Villalpando está á seis leguas de Rioseco, y era población del condestable. A pesar de esta sospechosa circunstancia, de no vislumbrarse objeto en la ocupación de aquella villa, de lo inoportuno y extraño del movimiento, y de conocer que los mejores alojamientos para invernar hubieran sido los que en Rioseco ocupaban los virreyes y los magnates, el ejército obedeció, aunque murmurando, deslumbrado por las comodidades que se le ofrecían, y lo que es de maravillar, y prueba que el obispo Acuña tenía menos de perspicaz que de osado, todavía el prelado de Zamora no descubrió la traición que envolvía aquel movimiento (2).

No se descuidaron los nobles en aprovechar el desembarazo en que quedaban para ejecutar la segunda parte de lo que había entrado en el trato, que era lanzarse de improviso sobre Tordesillas, que había quedado con corta guarnición, apoderarse de la reina doña Juana, y si podía ser, de la Santa Junta, y dar sobre el gobierno central de las comunidades el golpe de mano que éstas habían podido darles á ellos. Salió, pues, la hueste imperial de Rioseco al mando del conde de Haro: los que echaban en cara á los comuneros los excesos y desmanes con que habían manchado sus alborotos, iban saqueando las poblaciones, dejando tras sí una huella de miseria y de desolación, y hasta robando con sacrílega mano, como lo hicieron en Peñaflor, las alhajas y los vasos sagrados de los templos. Cuando se supo en Valladolid y en Villalpando la marcha de los imperiales, ya estaban éstos combatiendo los muros y las puertas de Tordesillas, y no era posible que llegaran á tiempo los socorros. Con arrojo atacaron la villa los próceres, pero con arrojo la defendían también los moradores, en unión con los pocos soldados que había, y especialmente el escuadrón de clérigos

(1) Epístolas familiares del P. Guevara, fols. 55 á 81.

(2) «Todos los autores, dice el ilustrado traductor de El Movimiento de España en la nota 11, que escribieron algo sobre esta revolución, convienen en que Girón fué traidor á su partido, y le hacen aparecer como la causa principal de la pérdida de los comuneros. En efecto, cuando estaba á la vista de Medina de Rioseco, tenía en su favor todas las probabilidades, y un ataque sobre Medina hubiera puesto en su mano la corona de vencedor en toda España.--Pero pudo más en su ánimo el temor de ser vencido; se dejó llevar de las promesas y halagos de los grandes, y confiado en ellas, sin adelantar nada para sí, vendió inicuamente al partido que se había entregado en sus manos.>> Así se deduce con sobrada claridad de Alcocer, de Sandoval, de Colmenares y otros autores, y muy principalmente de las cartas del mismo Padre Guevara.

de Acuña, que nadie hubiera podido decir aquel día que eran ministros del altar, sino soldados veteranos y aguerridos, y hubo uno entre ellos que de once tiros derribó once imperiales, hasta que una saeta que le acertó á él en la frente, acabando con su vida, suspendió la cuenta de las que él iba quitando. En las cinco horas que duró el combate perdieron más de doscientos cincuenta hombres los próceres. Entre los muertos lo fué el capitán Vosmediano, á quien se encontró escondido en la manga del sayo un cáliz de plata de los del saqueo de la iglesia de Peñaflor. Naturalmente morían menos de los de dentro como más resguardados. Con mucha intrepidez, repetimos, combatieron aquel día los magnates. «Mirad, le decía el conde de Cifuentes al de Haro, empuñando su estandarte de damasco encarnado y verde con la efigie del apóstol Santiago, mirad dónde me ponéis con este estandarte real, porque yo no he de volver atrás de donde me pusiéredes (1).»

Ultimamente, agujereada la bandera real y hecha jirones con los certeros tiros de los de dentro, pero agujereadas también por los de fuera las puertas y tapias de la villa, abiertos boquetes, penetrando el primero por uno de ellos el medinés Nieto, armado de espada y de rodela, plantada sobre la almena la bandera del conde de Alba de Liste, ingiriéndose tras él por la abertura ó encaramándose por el muro otros valientes soldados y desparramándose por la población, todavía tuvieron que sostener en las calles combates sangrientos, pero al fin dominaron la villa; apoderáronse de la reina y de su hija que cruzaban el atrio del palacio, y de nueve procuradores; los demás se habían salvado con la fuga. Toda la noche la pasó la soldadesca engolfada en el pillaje. «Robaron casas, iglesias y monasterios, que no perdonaron cosa, hasta las estacas de las paredes,>> dice el obispo historiador, con ser como era adicto á la causa de los imperiales (2).

Súpose la toma de Tordesillas casi á un tiempo y causó igual sensación de sorpresa y de ira en Valladolid, que se hallaba casi sin soldados y temía una marcha rápida y una acometida de los vencedores, y en Villagarcía, donde llegaban los destacamentos de los comuneros que marchaban al socorro de Tordesillas. Dos caminos quedaban todavía á los comuneros para resarcir aquella pérdida; ó lanzarse rápida é impetuosamente sobre Tordesillas, ó volver sobre Rioseco, donde había quedado el cardenal regente con muy escasa guarnición. Pero la torpeza de los unos ayudó á la traición del otro. Discordes los caudillos, de mal talante el obispo de Zamora con don Pedro Girón, aunque sin caer todavía en la cuenta de su perfidia, no les ocurrió, ó por mejor decir, no quiso el general de la comunidad seguir el consejo y parecer que le proponían los de Valladolid de marchar de concierto sobre Tordesillas y cogerla entre dos fuegos. Lo que hicieron fué tolerar, ó por lo menos no impedir que se des

(1) MS. de la Academia de la Historia: Hist. inédita de las Comunidades. (2) Sandoval, Hist. del emper. Carlos V, lib. VIII, párr. 8.-Maldonado, Movimiento de España, lib VI.—Pero Mejía, lib. II, cap. XIII.—Mártir de Angleria, ep. 709. -Cabezudo, Antigüedades de Simancas, inéd., t. I, pág. 544.—«Así se perdió, dice Alcocer, en pocos días lo que Juan de Padilla había ganado con muertes y combates.>>

bandaran numerosos destacamentos y penetraran en Valladolid después de haber asolado en su marcha los campos y saqueado los lugares. Allí vendían á menos precio el fruto de sus rapiñas, las alhajas, las reses y hasta los aperos de labranza (1). Los infelices labriegos y pastores que lograban rescatar con algún dinero su hacienda, eran otra vez asaltados y robados por nuevas bandas apenas salían de las puertas de la ciudad. Era tal el desorden, que como dice un escritor de estos sucesos, «ni las mujeres en su casa estaban seguras, ni los hombres por los caminos. Entre los lugares comuneros y los que tenían la voz real se mataban, robaban y hacían correrías como entre enemigos mortales. Los oficiales no hacían sus oficios. Los labradores no sembraban los campos. Cesaban los trabajos de los mercaderes por no haber seguridad en los caminos. No había justicia.» Tal estaba el reino en que tanta justicia, tanto orden y tanta paz habían dejado Fernando é Isabel!

A Valladolid fueron también luego Girón y el obispo Acuña con toda la gente. Colmaba el vecindario de bendiciones al obispo de Zamora por su conocida fidelidad á la causa de las comunidades, mientras don Pedro Girón, de cuya deslealtad apenas dudaba ya la gente común, era objeto del odio y hasta de las maldiciones del pueblo. Conociendo el primogé nito de Ureña la odiosidad popular que su vergonzoso tráfico le había acarreado, y que ya se manifestaba con amenazas nada encubiertas, salió una mañana á la cabeza de algunos jinetes con pretexto de practicar un reconocimiento, pero con ánimo y resolución de no parecer ya más en ninguno de los bandos contendientes. Tal era su impopularidad, que en Tudela le cerraron las puertas, y no hallando mejor acogida en otros pueblos, hubo de resignarse á pasar escondido en las tierras de su padre todo el tiempo que duraron las revueltas de Castilla, para recibir después otro más triste desengaño todavía y el premio más digno de su traición, siendo exceptuado hasta del indulto general del emperador, como habremos de ver en su lugar (2).

Unos y otros padecían escasez y apuro de numerario para pagar las tropas: advertíase la falta de tanto como habían extraído los flamencos; interrumpido el comercio y paralizada la agricultura, escasas y mal cobradas las rentas reales, no atreviéndose ni los unos ni los otros á sobrecargar con nuevas imposiciones los pueblos en que dominaban, los mag

(1) Daban, dice Sandoval, un carnero por dos reales, una oveja por un real, una vaca por dos ducados.» Lib. VIII, párr. 9.

y

(2) Hasta el mismo obispo de Pamplona, con ser adicto á la causa imperial, no puede dejar de decir de don Pedro Girón, que «sin duda hizo la treta que se sospecho.» Ibídem, párr. 11.

Robertson (en su Historia de Carlos V, lib. III) opina de diferente modo, pues dice que «verosimilmente carecía de fundamento esta imputación y que los realistas debieron su triunfo á la mala dirección de aquél más bien que á su perfidia.» Pero Robertson está lejos de poder ser considerado como autoridad relativamente á los acontecimientos que en aquella época pasaron dentro de la Península, en cuya relación es por otra parte muy sucinto, así como se extiende difusamente en los sucesos de fuera. Este historiador trató el reinado de Carlos V considerándole más como emperador que como rey de España. Desconocía además varias de las principales fuentes históricas de aquel tiempo.

nates, á pesar de su reciente triunfo, se hallaban aún en peor situación que los plebeyos, porque estos ó se remediaban con la hacienda de los mismos nobles, ó percibían algunos donativos voluntarios de las ciudades federadas. De todos modos, imperiales y comuneros asaltaban y robaban en caminos y poblaciones. Urgía un remedio á tan grave mal. El obispo Acuña ganó mucho crédito en Valladolid castigando á los saqueadores de las casas y haciéndoles restituir lo hurtado. La Junta de los procuradores, que refugiada en aquella ciudad había vuelto á abrir sus sesiones, publicó un pregón imponiendo pena de muerte á los que robaran en el campo, y el almirante expidió una orden igual para los suyos en Tordesillas y Simancas.

Aun con la defección de Burgos y la pérdida de Tordesillas quedaban todavía pujantes los comuneros; tenían muchas más fuerzas que los regentes y magnates, contaban con más recursos, y podían reponerse más fácilmente de un contratiempo. Así fué que no tardaron en acudirles refuerzos de Salamanca, de Toro, de Ávila y de Zamora. Por tanto, cuando el almirante, que no se cansaba de procurar y proponer la paz, escribió á Valladolid exhortando á la Junta y aun intimándola que hiciese cesar la guerra, la Junta no sólo no le contestó, sino que hizo un acuerdo prohibiendo recibir carta alguna que viniese de los regentes ó de los grandes, y en un arranque de arrogancia resolvió seguir haciéndoles todo el daño posible. Los próceres por su parte se limitaron con mucha prudencia á guarnecer y fortificar los lugares que poseían en un pequeño radio, y á mantener expedita la comunicación de Tordesillas, donde se hallaban la reina doña Juana, el cardenal, el almirante y el conde de Haro, con Burgos, donde estaba el condestable con el consejo. El principal de aquellos puntos era Simancas, así por su natural fortaleza, como por su posición intermedia entre Valladolid y Tordesillas Allí fueron destinados el conde de Oñate como caudillo, y como capitán de la gente de á caballo el de Alba de Liste. En la guerra de combates parciales que se sostuvo aquel invierno entre comuneros é imperiales y en que el obispo Acuña ganó algunas victorias y tomó algunas villas, Simancas, población realista desde el principio, era el padrastro de Valladolid, que se había hecho el núcleo de la revolución de las comunidades. Todos los días ocurrían encuentros, escaramuzas, insultos, muertes. y aun ataques y peleas formales entre los de una y otra población, que se miraban y trataban como irreconciliables enemigos; y entonces pudieron conocer los comuneros con cuánta imprevisión habían obrado sus caudillos en no haberse apoderado de aquella villa cuando lo tuvieron en su mano, y cuán torpes anduvieron en no calcular el daño que de ella habrían después de recibir y la mala vecindad que les había de hacer (1).

Grandemente reanimó á los populares y gran júbilo les dió la noticia que tuvieron, apenas entrado el año 1521, de que Juan de Padilla había

(1) El licenciado Cabezudo, en su obra inédita de Antigüedades de Simancas, refiere la multitud de choques, algunos bastante porfiados y sangrientos, que casi diariamente sostenía la gente de Simancas con la de Valladolid, y de incidentes curiosos que darían materia abundante para una historia particular.

vuelto á salir á campaña y dirigídose á Medina al frente de dos mil tole danos. Golpe era este de mal agüero para los nobles, y hubiéralo sido mucho más si Padilla y Acuña hubieran llevado el plan que concibieron de marchar en combinación sobre Tordesillas, arrojar de allí á los regentes y magnates y trasladar la reina á otro punto de menos peligro. Pero desbaratóse el proyecto por las vacilaciones que en los momentos críticos entorpecían siempre y desvirtuaban las operaciones de los comuneros, y uno y otro se fueron á Valladolid, burlando mañosamente la vigilancia de los de Simancas. Recibiéronlos en aquella ciudad con grande entusiasmo, y tratóse luego de proveer la plaza de general en jefe de las tropas de la comunidad que la deslealtad de don Pedro Girón había dejado vacante. La Junta de los procuradores quería investir con este cargo á su presidente don Pedro Laso de la Vega, que en verdad era más experto y tenía más suficiencia que Padilla, pero era mucho menos simpático. El pueblo. por el contrario, amaba á Padilla con delirio, y sin tener en cuenta sus anteriores errores y su mayor ó menor capacidad, no veía en él sino el campeón decidido de su causa, y le aclamaba general con frenético empeño. Padilla en esta ocasión se condujo con la mayor nobleza y galantería con su compatriota Laso, ensalzando sus buenas prendas, recomendando su mayor aptitud para el mando, y exponiendo y esforzando la conveniencia de su nombramiento. Alborotado y tumultuado el pueblo nada oía y á nadie escuchaba; las arengas del mismo Padilla eran interrumpidas y las reflexiones de la Junta menospreciadas; no se oía otro grito por las calles que el de ¡Viva Juan de Padilla! La Junta tuvo que transigir, con no poco desprestigio de su autoridad, y Juan de Padilla. quedó nombrado capitán general por aclamación. Desde entonces don Pedro Laso de la Vega comenzó á irse desviando de la causa de los comuneros y á irse arrimando disimuladamente á la de los nobles, de la que había de acabar por ser partidario (1).

Buena ocasión se presentaba á los jefes de los comuneros para su nueva campaña, puesto que el más temible de los tres gobernadores, el condestable don Iñigo de Velasco, que permanecía en Burgos, tenía harto á que atender con los alborotos de dentro y fuera de la ciudad. Produjeron los de dentro los despachos que llegaron del emperador otorgando á los burgaleses tan sólo una mínima parte de los derechos y exenciones que ellos, y el condestable en su nombre, habían pedido, y bajo cuya condición se habían sometido á la obediencia real. Llamáronse con esto á engaño los vecinos, y los más valerosos se reunieron con resolución de echar al condestable de la ciudad. Gracias á los oportunos socorros que le enviaron el duque de Medinaceli y otros grandes, y merced al soborno de los procuradores del común y á la traición del alcaide que los populares tenían en la fortaleza, logró restablecer su autoridad y rescatar sus dos hijos que estaban en poder de los del pueblo.

Dábanle que hacer por fuera los pueblos de las Merindades, y otros de las provincias de Vizcaya, Álava y Navarra, que hacía tiempo andaban

(1) Gonzalo de Ayora, Hist. de las Comunidades, cap. XXXVII.-Mejía, lib. II, capítulo XIV.-Maldonado, Movimiento de España, lib. VIII.

TOMO VIII

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