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daño de nuestra corona Real e visto en el nuestro consejo de las Indias, por la confianza que de vuestras personas tenemos, fue acordado que vos lo debiamos mandar, comete e hazer sobre ello las hordenanzas siguientes ».

Forman estas Ordenanzas trece capítulos preceptivos además del encabezamiento que dejamos copiado, y de las cláusulas finales de estilo, encareciendo el cumplimiento de lo mandado. El primero de esos capítulos se refiere al abuso que cometían los españoles convirtiendo & los indios en acémilas so pretexto de que faltaban bestias para llevar mantenimientos y provisiones y otras cosas para servicio de sus personas. El Emperador dispone que no se obligue á los indios á este servicio, y que, si voluntariamente lo aceptan, se les pague y no vayan sino á distancia de veinte leguas; la infracción de este mandato se pena la primera vez con cien pesos de oro por cada indio, la segunda con trescientos, y la tercera con la pérdida de todos los bienes del infractor.

Refiérese el segundo capítulo á los que poseían granjería de hacer, en los pueblos que tenían encomendados, bastimentos que llevar á las minas y á otras partes, empleando contra su voluntad indios para su trasporte, y á los que tal hicieren se les imponen las mismas penas señaladas en el capítulo anterior.

El capítulo tercero se refiere á las mujeres que retenían en los pueblos los encomenderos, separadas de sus maridos é hijos, para hacer pan y para otras faenas, y se manda que libremente las dejen estar y residir en sus casas con sus maridos é hijos, aunque digan que las tienen de su voluntad y se lo paguen, so pena de cien pesos de oro para cada india.

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Trata el capítulo cuarto de los que, sin enviar los indios que le están encomendados á las minas, los emplean en ayudar á los esclavos que en ellas trabajan para descopetar y echar madres de ríos y arroyos y otros edificios, condenando en cincuenta pesos de oro por cada vez que se les probare que lo han hecho.

Trátase en el capítulo quinto de los que empleaban los indios en labrar las casas en que se albergaban los esclavos que trabajaban en las minas, para lo cual los mezclaban en las cuadrillas de éstos que iban de unas partes á otras, con lo que los indios eran muy trabajados y fatigados, y esto se prohibía bajo la multa de trescientos pesos por cada indio que ocuparen en el hacer de dichas casas.

Tratando de evitar los distintos abusos de que eran victimas los indios, el capítulo sexto de estas Ordenanzas se ocupa de los que contra su voluntad empleaban los españoles para conducir las mercancías, que llegaban á los puertos, al interior del Continente, y permite que voluntariamente y pagándoles puedan alquilarlos, «para descargar las naos solamente y llevar la carga de la nao a tierra con que no pase de media legua», también bajo la multa de cien pesos.

Prohibe también el capítulo séptimo que se hagan con los indios encomendados casas para vender, y si las hechas para vivienda de los encomenderos las vendiesen éstos, las perderían, así como las otras, y á más se les condenaba á pagar cien pesos de oro.

El contenido del capítulo octavo es muy importante, porque, como veremos, la ordenanza á que se refiere es el precedente de otra de que hablaremos luego. He aquí sus palabras: «Ansy mismo somos informados que en el hacer

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guerra a los yndios • e cha nueva España se i toman por esclavo lo que no lo son, en lo qual Dios ntro. señor es muy desservido y la tierra y naturales della reciben mucho daño, para remedio de lo qual avemos mandado despachar esta una nuestra provision fecha en Toledo á veinte dias del mes de Noviembre de este presente año (1528), la qual vos mandamos enviar con estas nuestras hordenanzas e vos encargamos e mandamos que hagais que se guarde y cumpla y eçecute so las penas en ella contenidas.»

tomallos por esclavos en la dimuchos males y daños, porque

Refiérese también el capítulo noveno á otras Ordenanzas del mismo lugar y fecha que la citada en que se trataba del «herrar de los indios», y después de encargar su exacto cumplimiento prohibe que los encomenderos exijan de ellos oro ni otra cosa alguna, so pena del cuatrotanto de lo recibido.

En el capítulo décimo se manda que se dejen libres los indios en el tiempo en que hacen sus sementeras, y en el siguiente se dispone que los que tienen esclavos ó indios encomendados los provean de clérigos que los instruyan y celebren las ceremonias religiosas. En el duodécimo se manda echar de la tierra, so pena de cien azotes, á los españoles vagabundos, porque expoliaban y maltraban á los indios, y que abonasen el duplo de lo que les tomasen y el quatro tanto, la mitad para el Fisco y el resto la una parte para el acusador y la otra para el juez que lo sentenciare».

En el siguiente, que es el décimotercero, se prohibe que se saquen los indios de los lugares de su naturaleza para llevarlos á otros, so pena de cien pesos de oro por cada uno y la obligación de repatriarlos. Con razón se afirma, como funda

mento de tal resolución, que esas verdaderas razias que hacían los españoles eran una de las causas más poderosas de la muerte de los indígenas, y por tanto, de la despoblación. Terminan estas sabias y humanitarias Ordenanzas mandando que se cumplan, sin embargo de cualquiera apelación ó suplicación que por la dicha tierra ó vecinos de ella fuese interpuesta.

Con menor atención que lo que llaman los escritores de la época materia de indios, se ocupaba el Gobierno de la metrópoli de las económicas, y respecto de ellas es muy notable la Real provisión dada en Toledo el 15 de Enero de 1529 para que no se hiciera ejecución por ninguna deuda en los ingenios de azúcar de la isla Española, privilegio verdaderamente extraordinario y que parece opuesto á todo principio de justicia; pero que se explica, porque, como en este documento se dice, con esas ejecuciones «dejaban de moler los dichos ingenios e se perdía la granjeria dellos, siendo tan grande y principal, y con que se sustentaba la dicha isla y vecinos della». Estas palabras indican el desarrollo que desde principio del siglo XVI había tenido en Santo Domingo, de donde pasó muy luego á las demás Antillas, el cultivo de la caña y la fabricación del azúcar, industria llevada por los españoles á América; pues, como se sabe, el azúcar procedente del Asia y traída á la región meridional de Europa por los cruzados, no era, como algunos creen, conocida en el Nuevo Mundo antes que lo descubriera Colón, pero en las islas y costas del Golfo de Méjico ha encontrado la caña circunstancias geográficas tan propias para su cultivo, que éste constituye hoy, como ya en 1528 en la Española, la principal riqueza de Cuba y de las tierras calientes de Méjico.

El mismo carácter económico, aunque todavía de mayor trascendencia que la anterior, tiene la provisión dada en Toledo, y en la misma fecha, para que los puertos de la Coruña y Bayona en Galicia, el de Avilés en Asturias, el de Laredo en las Encartaciones, el de Bilbao en Vizcaya, el de San Sebastián en Guipúzcoa, el de Cartagena en Murcia, y los de Cádiz y Málaga, se habiliten para la exportación á América, en buques españoles, de todas las mercancías, salvo las prohibidas ó reservadas al Rey. Sabido es que desde el descubrimiento de América sólo desde Sevilla se podía hacer el comercio con las islas y Tierra Firme, debiéndose registrar todas las mercancías á la ida y á la vuelta en la famosa Casa de Contratación establecida á este efecto. Por la provisión que examinamos se comunica á los referidos puertos el privilegio de Sevilla sólo en cuanto á la exportación se refiere, pues en dicho documento se mantiene y confirma la obligación de que arriben á esta ciudad, y no á ninguna otra parte, las naos procedentes de las Indias, Como complemento de estas disposiciones se dió en el mismo lugar y año otra Real provisión estableciendo que no pasaran á Indias los conversos, los descendientes de quemados, los extranjeros, los esclavos blancos ni negros, ni los oficiales de justicia sin expresa licencia de S. M. señalada por los del Consejo de Indias; y en cuanto á mercancías, se prohibe la exportación del oro y plata labrada y por labrar, de las perlas y piedras preciosas y de las monedas de oro, de plata y de vellón, todo ello bajo pena de cincuenta mil maravedises para la cámara.

Después de un largo intervalo en que no se registra ninguna disposición de carácter legislativo dictada para los nuevos Estados, no puede menos de fijarse la atención, por

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