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te con la carta del General Graham, que traducida hemos insertado: cuyos documentos justifican plenamente todos los servicios y méritos de que hemos venido haciendo relación, y á veces casi con las mismas palabras, si bien los hemos detallado más, y en los que también se confirman muy especialmente los combates de los primeros días, de que no han hecho mención, como dijimos, los historiadores Toreno y Lafuente (1).

D. Diego, después de ser relevado del gobierno político y militar, aunque siguió viviendo en la Isla, no tuvo ocasión de tomar parte activa en el servicio.

Pero sí tuvo una grandísima satisfacción en la que se le presentó de salvar la vida y la honra de un joven Oficial de la compañía de Guardias Marinas, D. Juan del Castillo, acusado de haberse querido pasar á los franceses, y para el que no dudó el fiscal en pedir nada menos que la pena de muerte, según lo criminal que se suponía el caso por los testigos, dominados á su vez por la efervescencia patriótica de aquel tiempo. Fué Alvear nombrado su defensor; y adujo tal copia de buenas razones en contra de aquellas suposiciones en su bien escrita defensa, que hubieron de quedar desvanecidas; y apoyándose en las tristes circunstancias de orfandad, extrema miseria á que se veía reducido su defendido, privado de su propio caudal y del sueldo, que ni percibía, y todo esto á la temprana edad de dieciséis años, interesó de tal modo á los jueces á su favor que lo declararon libre de toda culpabilidad y sobreseída la causa, etc. (2)

La guerra extendida por todas las provincias, mejor organizados los ejércitos, las partidas de voluntarios y patriotas muy multiplicadas, y cundiendo por todas ellas, y sus Jefes los ya afamados guerrilleros, cada vez más diestros y osados, molestando sin cesar

(1) Véanse los Apéndices núms. 16, 17, 18 y 19.

(2) Véase Apéndice núm. 20, defensa de D. Juan del Castillo.

por doquiera al enemigo; el país haciendo prodigiosos esfuerzos para defenderse de su ominoso yugo; y por último, triunfando de ellos las tropas aliadas en Portugal, y pasando la frontera, todo contribuía á alejar de la isla gaditana los peligros anteriores; ó si el asedio ó más bien el bloqueo continuaba, no implicaba esto que el francés creyera poder tomarla, pero sí evitar el sonrojo de confesar su impotencia y cohibir en lo posible la acción del Gobierno, sin que lograran impedir que consolidara su autoridad, respetada ya por las Naciones extrañas, y muy acatada por los españoles, que se sometían á sus acuerdos y con mayor confianza acudían en su auxilio ó buscaban su apoyo, según las diferentes circunstancias lo exigían; y como se había constituído aquél, juntamente con las Cortes, en Cádiz, por incomodarlos más dirigieron sus tiros hacia aquella ciudad, tomándola por blanco de sus iras.

Empezaron, pues, á tirar bombas sobre Cádiz desde los fuertes que enfrente del puerto habían pertrechado con piezas á propósito traídas de lejos, pero que, por fortuna, apenas alcanzaban á hacer daño, aunque llegaron á caer en el recinto de algunos barrios que fueron abandonados; arreciando y arrojándolas con frecuencia feroz en los últimos días del asedio, y de noche muy particularmente, habiéndose contado entre todas las que cayeron hasta 15.521 bombas.

Levantan el sitio.

Pero el 24 de Agosto de 1812 levantaron de repente el sitio, y al día siguiente desaparecieron de la vista, dejando clavada y destruída toda su artillería, que constaba de más seiscientas piezas, que cubrían sus líneas y fuertes hasta Rota, Chiclana y demás puntos, las más de ellas reventadas por la excesiva carga y completamente inutilizadas: marchándose el Mariscal

Víctor á reunirse con el ejército de Soult, y haciendo á su paso los mayores daños que pudieran en los alrededores y por doquiera iban.

Treinta meses y veintitrés días había durado el sitio, desde el 5 de Febrero de 1810, que se presentaron ante la isla de León.

Al mismo tiempo abandonaban los puntos que guardaban las márgenes del Guadalete y la Serranía de Ronda, y el 27, á las doce de la noche, el Mariscal Soult se retiraba con casi todo su ejército de Sevilla, posesionándose de ella en seguida los españoles al mando del General Cruz, batiendo su retaguardia (que allí había quedado para seguirle luego), y en Córdoba entraron el 3 de Septiembre y desalojaron al 5.o cuerpo francés, que mandaba el General Drouet, que la había ocupado al retirarse de sus acantonamientos de Llerena, en Extremadura, con las mismas órdenes de reunirse al Mariscal Soult, el cual se había detenido unos días en Granada para ir recogiendo todos los destacamentos esparcidos por las Andalucías, evacuando aquella capital el 16 perseguido por el ejército de Ballesteros, que se posesionó de ella el 17.

Debióse aquella repentina y completa retirada del ejército Ifrancés del Mediodía á la necesidad de concentrar pronto todas sus fuerzas Soult, por Murcia y Valencia, al ejército del Centro y al de Aragón, que mandaba el Mariscal Suchet, Duque de la Albufera, para no quedar cortado aquél, y todos juntos tratar de contrarrestar á los aliados, que dirigidos por Wellington, y habiendo derrotado al enemigo en la famosa batalla de los Arapiles ó Salamanca, después de desalojarlo por completo del Portugal, hubo de invadir las Castillas con tal brío que entró en Madrid el 12 de Julio, de donde precipitadamente tuvo que salir el día antes el Rey José á la cabeza de sus tropas, para unirse con las de sus Generales y escapar de aquella súbita invasión.

Quedó, pues, toda la hermosa Andalucía libre del terrible enemigo que la había ocupado por tan largo espacio de tiempo, destrozándola y saqueándola con enormes gravámenes, y de otros modos menos lícitos que no queremos nombrar, quedando en su mayor parte asolados los campos, casi arruinadas las poblaciones, miserables y hambrientos sus habitantes; es fácil, pues, comprender el inmenso júbilo, la alegría y algazara con que se celebraba la desaparición de las odiadas huestes, y los repiques de campanas, las acciones de gracias, los vivas y el entusiasmo con que eran acogidos los libertadores.

En la Isla y en Cádiz el alborozo fué también grande; aunque pasados los primeros tiempos de ansiedad y susto al llegar los franceses, y la natural perturbación que el súbito cambio de cosas produjera en un principio, no habían sufrido mucho, especialmente en Cádiz, adonde muy pronto fué tal la reacción que para mejor se ocasionó, que aquella ciudad aparecía relativamente como un oasis en el Desierto comparada con el resto de la Nación.

Todo allí se convirtió luego en riqueza, abundancia, alegría y diversión á pesar de los enemigos, del asedio y de las bombas. Todos los autores extranjeros y nacionales que de ello tratan, están acordes en repetir con asombro lo que la tradición por referencia había sostenido. Jamás estuvo aquella ciudad más floreciente, más animada, con mayor ni más brillante población.

La Grandeza de España, casi en su totalidad, y muchos títulos de Castilla, se habían refugiado allí, y nobles hidalgos señalados por los grandes sacrificios hechos á favor de la causa en sus provincias, y Príncipes y nobles extranjeros también, con otras muchas personas notables que aportaban por aquel sitio por intereses propios suyos ó de sus respectivas Cortes, ó por gozar de los encantos de su dulce clima, del agra

dable trato de su amenísima sociedad y de las continuas fiestas que en ella se disfrutaban.

Magníficas fueron las que se dieron con motivo de haber llegado el 24 de Diciembre de 1812 el Duque de Wellington á saludar á la Regencia y dar las gracias á las Cortes por haber sido nombrado General en jefe de los ejércitos españoles, en unión con los ingleses, en atención á sus servicios y los méritos contraídos en las campañas de Portugal y las Castillas, de tan venturoso resultado para la isla gaditana y el resto de las Andalucías, y que tan gratas esperanzas y felices auspicios hacían concebir y prometer para las que se inaugurarían poco después. Soberbio fué el recibimiento que Cádiz le hizo; todas las Autoridades y el inmenso pueblo acudieron presurosos al puerto, inundando las calles á su paso: colgaron las casas y las iluminaron á la noche; espléndidos banquetes le ofrecieron: el primero la Regencia, al que contestó con otro más suntuoso aún el Embajador inglés, que era Sir Enrique Wellesley, hermano del Duque, al que fueron invitados todos los Diputados. Éstos á su vez, después de felicitarle con una Comisión de su Cuerpo, le hicieron el honor extraordinario, que agradeció mucho, de señalarle asiento privilegiado entre ellos cuando asistía á las sesiones de las Cortes.

La nobleza española, casi toda concentrada, como hemos dicho, en aquella ciudad, le obsequió con un baile brillantísimo, al que asistió todo lo más florido y bello de la distinguida sociedad que la pobabla, y se componía de celebridades de todas clases; los más bizarros militares é ilustres marinos, cargados los unos y los otros de laureles por sus brillantes hechos de armas ó relevantes méritos en el servicio de la Patria; los insignes legisladores que habían firmado y decretado la nueva Constitución del Estado, proclamada en Marzo de aquel mismo año, que si á efímera vida ó duración estaba predestinada no por eso dejaría de

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