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noble figura de mi padre, á pesar del largo tiempo transcurrido, sino que perenne también el recuerdo de todos los dichos y hechos que repetidas veces en mi infancia le oi contar; pareciéndome en mi ilusión que aún oía el sonido de su voz y sentía fijarse en mi el sorprendente brillo de su expresiva mirada.

El afecto creció con la edad, y mi madre y muchas otras personas que le habían tratado con intimidad, y podian apreciar con el conocimiento de los sucesos de su vida las cualidades de su genio y carácter, por satisfacer el ardoroso afán de mis preguntas me referían todo lo que de él sabían; y por último, luego más tarde, una incansable curiosidad me ha llevado á buscar y leer con el mayor interés todo lo que á mi padre se refería en libros é historias, y muy especialmente en los numerosos documentos y cartas, michos otros papeles y sus obras inéditas, que en los archivos de nuestra casa con esmero se conservan, confirmando y completando el perfecto conocimiento que de su historia pública y privada ya tenía. Pues, lo confieso ingenuamente, me ha parecido tan interesante, tan digna de ser conocida, al menos por vosotros, sus nietos y descendientes, los que lleváis su nombre, entre los cuales algunos, los más próximos sin duda, habían manifestado tan gran deseo de obtener sus obras y hacerlas públicas, pidiéndome igualmente las más noticias que de éstas y de su vida yo tuviera ó pudiera dar, que empecé á recoger los varios apuntes y datos que había ido señalando anteriormente como más sobresalientes é interesantes; pero como mi afecto filial los fuera acumulando y explayando con pormenores acaso demasiado intimos para personas extrañas, aunque pensara vo que no debían ser omitidos por lo que caracterizaban al personaje y amenizaban el asunto, ni menos ser desconocidos ni olvidados por los individuos de la familia, é influida principalmente por la persona de mi mayor cariño, mi hermana menor, que mucho me animaba á ello, me resolví á escribir yo misma la historia de mi

padre, por más que me arredrara el inusitado trabajo, y más aún el temor de los escollos en que estrellarse pudiera mi osada pretensión de navegar por las peligrosas ondas de la publicidad, casi siempre escabrosa para la mujer.

Ahi, pues, la tenéis; tal como es os la ofrezco; para vosotros principalmente la he escrito; recibidla como la mayor prueba de afecto que pudiera daros, y en justa correspondencia disimulad las faltas que sin duda hallaréis en ella; pues es una Historia escrita sin otras pretensiones que la de, con toda verdad, recordar los sucesos y hacer patente cómo y de qué manera pasó por ellos ó los realizó nuestro progenitor; y si acaso os admira la superior dignidad que en ella resplandece siempre, no por eso lleguéis á dudar que, confundiendo el pesimismo vulgar del adagio francés (1), D. Diego de Alvear era más admirado cuanto más conocido y de cerca tratado.

Desgraciadamente, más veloz que mi tarda pluma ha corrido el tiempo con sus varios accidentes de enfermedades y muertes, arrebatando á nuestro cariño parientes y amigos queridos que acaso se hubieran complacido en leer este libro por el interés que les inspiraba su primordial objeto; y más reciente aún, el fallecimiento de nuestro amado D. Torcuato de Alvear, dignísimo Intendente de Buenos Aires, ha agravado nuestro pesar; pues indudablemente ha sido el que mayor deseo mostrara de que se escribiera y yo lo concluyera pronto. ¡Tarde ha sido!... ¡Muy triste me es decirlo!

Madrid 11 de Mayo de 1891.

SABINA DE ALVEAR.

(1) Nul grand homme pour son laquais: no hay grande hombre para su doméstico.

INTRODUCCIÓN

ONTILLA, ciudad de la provincia, antiguo reino de Córdoba, ha tenido nombre con alguna celebridad en los anales de la Historia desde tiempos remotos, por haber sido, por su admirable situación estratégica, la fertilidad de su terreno y otras muchas ventajas naturales, paso de ejércitos y asiento de varios sucesos importantes en casi todos los períodos de las guerras extranjeras ó civiles que han ensangrentado tan á menudo el suelo de nuestra codiciada España; griegos y romanos, godos y árabes, por allí pasaron y asentaron su poder, y de ello dan indudable testimonio, no sólo los recuerdos de la Historia, sino, aun al presente, las innumerables ruinas, que por doquier se encuentran al hacer cualquiera excavación, de sepulcros, caminos subterráneos y muros, lápidas, inscripciones, monedas, alhajas y otros muchos objetos, vestigios de aquellas diferentes razas que todavía yacen enterrados en medio de los extensos viñedos que producen el riquí

simo vino de Montilla (al que el de Jerez, tan renombrado y conocido del mundo, rinde las armas, llamando al mejor de los suyos amontillado, por suponer que algo se le parece), y de los olivares, huertas y cortijos de su cultivado término.

Julio César, en persecución de los hijos de Pompeyo, pasó por allí, y en sus alrededores fué probablemente la famosa batalla de Munda, según grandes indicios y antiguos autores y modernos, si bien otros lo cuestionen; como también su antiguo nombre romano de Ullía, Monte Ullia, de que tan fácil y naturalmente parece derivarse el de Montilla, prefiriendo aplicarlo á otro lugar vecino.

Pasada la invasión de los árabes, y durante el califato de Córdoba, Montilla, como todos los pueblos de las cercanías de la capital (pues sólo dista de ella seis leguas), disfrutó de gran prosperidad material. Fué reconquistada luego por el santo Rey Fernando, que la pobló con sus guerreros, de los que aún llevan nombre algunas calles, y ya hasta concluir la secular epopeya con la toma de Granada, plaza fronteriza entre moros y cristianos, teatro fué de continuas algaradas y rudos combates; si bien su fuerte é inexpugnable castillo, sentado en lo más alto del monte que la denomina, jamás volvió á caer en manos del infiel. En él, hermosa morada de sus ilustres progenitores, nació aquel, entre todos los caudillos célebres de aquella guerrera época, el más famoso, aquel que mereció llevar por distintivo y excelencia el nombre de el Gran Capitán, el sin par D. Gonzalo Fernández de Córdova.

Muchas fueron sus glorias, muchos y grandes los servicios que á la España y sus Reyes hiciera aquel hombre, grande, en efecto, á todas luces; pero no le fué dado el salvar de una espantosa catástrofe el magnífico castillo do naciera. Lo había hermoseado con mármoles y notabilísimas obras de arte, enriquecido con lujosísimo mueblaje, tapices, armas, etc., traídos de lejanas tierras, ilustrados recuerdos de sus viajes, trofeos de sus victorias.

Andalucía lo reconocía como el más hermoso, suntuoso y completo entre todos los que levantaban sus enhiestas torres en aquellos reinos. Pero ni ruegos, ni protestas, ni el recuerdo de sus glorias sirvieron á salvarlo. El castillo fué demolido sin piedad por orden severisima del Rey Fernando el Católico; que si bien perdonó la vida al joven D. Pedro de Aguilar, Marqués de Priego, á ruegos de su ilustre tío, determinó, astuto político, destruir el poder del magnate que osaba mostrar conatos de rebeldía contra la autoridad real.

Honra y prez es para los montillanos el recordar que no hubo quien de entre ellos se prestara á poner mano en aquella nefanda destrucción, y fuera preciso traer gente extraña para que en ello se empleara.

Andando el tiempo, otro grande hombre enalteció á su patria, Montilla, con el ejemplo de sus heroicas virtudes, y luego con la fama de sus conquistas asombrosas; no guerreras por cierto, pero sí bien pacíficas y santas, altamente beneficiosas y mucho más permanentes que aquéllas suelen serlo, convirtiendo á la Religión y atrayendo á la civilización millares y millares de almas en el Perú y en toda la América española. ¡El grande apóstol de las Indias occidentales, el gloriosísimo San Francisco Solano!... Sus casas, sus huertas, su convento, árboles y plantas que cultivó, tradiciones de dulce poesía, todos son vestigios de tierna piedad, que conserva fervorosa la veneración de los montillanos para con su esclarecido compatriota y Patrono, el Santo por excelencia. Gloriosa para España es la singular coincidencia de que fueran españoles los dos. grandes apóstoles de ambas Indias, San Francisco Solano y San Francisco Javier.

Otras muchas personas distinguidas en las letras y en las armas han honrado su nombre y patria en todos tiempos; pero nos llevaría lejos su enumeración, y preferimos hacer notar tan sólo los sucesos varios que, relacionados con el principal objeto de este escrito, D. Diego de Alvear y Ponce, ó, interesando mucho á nuestra casa y familia,

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