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denunciante se dirigía al Procurador del rey por escrito, y cuando el acusado era absuelto, aquel podía ser condenado como calumniador, aunque nunca figuraba en el proceso. Las quejas debían ser dirigidas al juez, también por escrito, ó dictadas en su presencia al escribano; de esta manera se constituía la parte civil, imponiéndose la pesada carga de los gastos del juicio; pero es importante hacer constar que era necesario que el quejoso se constituyera formalmente parte, para que se le considerara con tal carácter, aunque podía hacerlo conforme á la nueva Ordenanza, en cualquier estado de la causa, y aun desistirse después de las 24 horas de presentada su instancia.

El título VI de la ley, se ocupa de las imformaciones que indudablemente son la parte capital del proceso; el principio del secreto en el procedimiento era rigurosamente seguido, las declaraciones debían ser escritas por el escribano en presencia del juez. y el juramento que prestaban los testigos, las preguntas á que se les sujetaba, la lectura de sus declaraciones y demás particularidades anejas al acto, estaban tan bien precisadas, para que la información no fuese alterada, que dándose á todas estas reglas una importancia notoria, se estableció la pena de nulidad, en caso de que se faltara á su observancia.

Si de la información resultaban cargos contra el acusado, había lugar á dictar el decreto respectivo que era de tres maneras: uno, en que el acusado debía ser oído; otro, el de citación. personal, y finalmente, el de aprehensión ó detención; pero no se expedía ninguna de estas órdenes sin oir previamente las conclusiones

del Procurador del Rey; y aun para esto era indispensable tener en cuenta la calidad del crimen, la de la persona responsable y las pruebas rendidas, no debiendo dictarse el decreto de detención contra un individuo domiciliado, á no ser que se tratara de pena aflictiva ó infamante; finalmente, sin información previa, no podían ser discernidos estos decretos, sino en caso de flagrante delito, ó por el crimen de duelo, contra los vagos, ó por los delitos cometidos por domésticos. Después de dictado el decreto de detención preventiva, el acusado no podía salir, sino en libertad provisional bajo caución, cuando se trataba de delitos de poca importancia, de manera que esta garantía formaba en la nueva ley, la excepción. El acusado, en el acto de comparecer ó después de ser detenido, era interrogado en secreto, dentro de las 24 horas siguientes, por el juez en persona, en presencia del escribano. Entonces se consideraba como un verdadero arte, saber dirigir el interrogatorio, habiéndose escrito tratados sobre la materia con una serie de preceptos tales, que llegaron á ser clásicos; aquellas obras nos recuerdan los manuales del confesor.

El juramento era impuesto al acusado, conforme al uso antiguo. En la discusión de la ley, el Presidente Lamoignon se esforzó por hacer desaparecer tal costumbre; decía: "Si es obligatorio, se induce infaliblemente al acusado á cometer un nuevo crimen, uniendo á la mentira, que es inevitable en esta ocasión, un perjurio que se podría evitar; si no es obligatorio, es tomar el nombre de Dios en vano." Sin embargo, el uso del juramento fué mantenido, habiendo decidido

en la discusión, el voto del Rey. En el caso en que el inculpado rehusase prestarlo, se le seguía el proceso como á mudo voluntario.

Finalmente, todas las formalidades del interrogatorio, eran minuciosamente observadas, y concluído, se daba vista de la instrucción al Ministerio Público y á la parte civil, los cuales, en caso de confesión, podían desde luego alegar en derecho, pidiendo que se pronunciara la sentencia respectiva, lo que procedía si no se trataba de aplicar pena aflictiva; el acusado, también alegaba en vista de los cargos. Si la parte civil y el Ministerio Público pedían en sus conclusiones el procedimiento extraordinario, el acusado también tenía el derecho de oponerse, pretendiendo que el proceso siguiera la vía ordinaria; pero este procedimiento, que afectaba las formas de un juicio civil, no era admitido, sino en el caso en que el delito entrañara simplemente una pena pecuniaria.

En el proceso llamado extraordinario, se oían de nuevo los testigos examinados en la información y se procedía al careo con el acusado; esta diligencia era practicada por el juez, dándosele, como es natural, tal importancia, que en caso de apelación debían decidir siete jueces en última instancia; pero todo fué en vano, porque hasta semejante medio de descargo, se limitó á la confrontación de sólo los testigos de cargo, aunque esto era conceder algo á la defensa, pues el acusado podía discutir con los testigos que declaraban contra él, teniendo la facultad de tacharlos.

Cuando las informaciones, los interrogatorios y confrontaciones terminaban, el proceso se consideraba

instruído, y salía de las manos del juez para pasar á las del relator, que debía extractarlo y exponer el resultado ante la Sala respectiva; antes era oído el Procurador del Rey, quien presentaba sus conclusiones que, ó eran definitivas, ó pedía la aplicación del tormento ó la prueba de hechos justificativos.

Ninguna persona asistía á la vista del proceso, excluyéndose también al Procurador del Rey; y el acusado sufría entonces el último interrogatorio, dirigido por los magistrados que componían la Sala. Después de la vista, si el Tribunal conceptuaba que la prueba no era suficiente para dictar su sentencia, podía de oficio ó á instancia del acusado, ordenar lo que se llamaba entonces, admitir en descargo hechos justificativos; procedíase á la aplicación del tormento, que se dividía en ordinario y extraordinario, y para no ser más difuso en esta materia, que sólo tiene un interés histórico, diré que el tormento, bajo el punto de vista de su objeto, se distinguía en preparatorio, con el fin de arrancar al acusado la confesión de su crimen, y en previo, para forzar á los condenados á revelar quiénes eran sus cómplices.

Con el resultado de las diligencias ordenadas para la recepción de la prueba de los hechos justificativos, ó en caso de que no debiera recibirse, la sentencia era pronunciada; y aunque la Ordenanza no exigía que fuese motivada, sin embargo, los jueces inferiores debían expresar la causa de la condenación ó de la absolución. Si procedía la condenación, se ejecutaba desde luego la sentencia; además, podían, según el caso, pronunciar la absolución, es decir, la declaración de liber

Proced. penal.-9

tad pura y simple del acusado, que le daba el derecho de reclamar daños é intereses á la parte civil; también podía pronunciarse una absolución menos completa, llamada hors cour, fundada en la falta de prueba, y por último, podía absolverse provisionalmente al acusado, lo que se llamaba "le plus amplement informé," que tenía lugar cuando no había suficientes pruebas para condenar, existiendo contra él graves indicios; y es indudable que los rasgos característicos, y las consecuencias jurídicas de esta resolución, los encontramos en el antiguo derecho español, que fué el nuestro, conocidos bajo el nombre de absolución de la instancia.

El título XXVI de la Ordenanza, trata de las apelaciones. El acusado podía apelar de todas las decisiones del juez, en cuanto al fondo, y también de las interlocutorias relativas á la instrucción. La apelación ofrecía, además al acusado, algunos recursos, porque el procedimiento en la instrucción superior, no era secreto, ni estaba prohibida la asistencia de abogados; el Ministerio Público y la parte civil, también podían apelar.

Existía, finalmente, un último recurso contra una sentencia condenatoria: el de recurrir al Consejo del Rey, para demandar la anulación de las sentencias. dictadas en las Cortes, cuando eran definitivas; y por principio, podían ser anuladas, merced á una teoría que representaba un gran papel en el antiguo Derecho, conocida con el nombre de "Justice retenue." Conforme al derecho público de aquella época, la justicia residía y emanaba del Rey, quien por consiguiente conservaba, en toda su plenitud, el poder de anular las

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