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sino que me ha acontecido lo que al navegante que al comenzar las singladuras en aguas bonancibles, confiado en el cariz y en conocidos derroteros, experimenta ya engolfado chubascos y contrastes y desfogues repentinos de viento y revesas de corriente y embates de olas durante el escarceo de aguas movidas por régimen anormal. No sería el símil exacto, si no añadiese que tales tormentas, levantadas por el viento de las pasiones, podrán haber obligado á precauciones en el aparejo y en la derrota; pero no han combatido á la nave más que en determinados puntos, tornándose en el resto del viaje tan prósperos, que quizá hayan pecado de favorables.

De cualquier modo, la severidad de la censura no ha de influir en el imparcial juicio para acallar el aplauso cuando sea justo; y como, no yo, sino la Academia, es la llamada á fijar el fiel, me veo en la precisión de molestarla con un escrito más extenso de lo que pide un sencillo informe.

En los dos tomos recibidos hasta ahora de caja octavo mayor y letra del tipo diez, el primero de 500 páginas y de 50 más el segundo, comprende el autor de esta obra la introducción, que arranca desde la época del descubrimiento de las Indias occidentales hasta el momento histórico del cambio de régimen colonial en las regiones del Plata durante el virreinato de Cisneros.

Comienza exponiendo á grandes rasgos la situación de Europa en el siglo décimoquinto, de continuo amenazada por el poder compacto y formidable de los turcos, que dominaba todos los mercados de la industria, los canales del comercio y los veneros de riqueza. La nación en mejores condiciones para oponer firme dique á aquel devastador torrente era España.

« Un espíritu militar, fuertemente nutrido en las luchas de independencia á la vez que de religión, la había preparado á presentarse entre las naciones como la mejor organizada para la guerra campal, y dádole, no sólo una escuela de brillantes y grandes capitanes, sino un semillero de soldados aguerridos y templados con indomable orgullo nacional. »

Pero aun así, ni España, ni toda Europa hubiera podido contrarrestar el inmenso poderío de los turcos, sin que se realizara el milagro de encontrar tesoros acumulados sin más trabajo que

levantarlos en especie para llevarlos al campo de la actividad y de la lucha. «Y este, añade el autor, fué el milagro realizado por Colón, que por cierto estaba muy lejos de saber lo que hacía; este el milagro de la unificación de España por Fernando é Isabel; este, en fin, el papel que representó la América en el milagro de salvar á Europa.»

Remóntase de aquí á las civilizaciones egipcia, fenicia y griega, periplo de Hannón y otros viajes y exploraciones marítimas de la antigüedad, para deducir como base de estudio la conjetura, más que raciocinio histórico, de que los pelasgos (1) (hombres del mar), que según el autor no eran otra cosa que las razas malayas, pudieran tener contacto con el continente de América: apoyada en el estudio de las formas físicas de los cuatro ó cinco grupos etnológicos que ofrece el habitante de las cordilleras de Chile y el Perú, mesetas del Ecuador y Nueva Granada, cuyo cráneo, escasez de barbas á veces hasta la nulidad, cabellos de mechas lisas y cerdosas, color de la tez, temperamento y salientes pómulos hubiera podido pasar cada uno por vivo retrato de un Timur-lan ó de un Gengis-Kan. Y al presentar de tal modo el problema que á la ciencia moderna ofrecen las poblaciones primitivas del continente americano, concluye con que no está fuera de lo posible el conocimiento que de su existencia pudieran tener los pueblos del mundo antiguo.

Aunque el propósito del autor no sea extenderse sobre la época del descubrimiento, la indole de su obra é importancia del asunto oblíganle á dedicarle algunas páginas como antecedente in

(1) Faréceme aventurada la aseveración, porque lo mismo puede encontrar la palabra su etimología en méλayos (piélago, mar) que en ɛλaрyós (cigüeña) y aun en Teλárng ở melásing (colono, advenedizo), según pretenden otros. La opinión más admitida es que los pelasgos habitaban en la Turquía europea y Grecia, principalmente en la Argólida, la Arcadia, la Beocia y la Tesalia, perteneciendo por tanto á la raza caucásica. Según el Dr. Johann-Georg. Von Hahn, los albaneses de nuestros días descienden de los pelasgos.

En cuanto al contacto de las razas malayas con el continente de América, es una conjetura que nadie podrá negar, ni nadie sostener con pruebas. El autor está pues en su derecho al consignarla, como yo al seguir la opinión sobre este punto de su distinguido compatriota el Sr. D. Andrés de Lamas, consignada en su bien escrito prólo20 á la historia del Paraguay del P. Lozano.

TOMO XI.

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dispensable de la región que trata de historiar. Habla pues de Colón, y verifícalo á veces con rigorosa exactitud, á veces con esa severidad novísimamente aventurada que parece reacción de la hipérbole de otros tiempos, y que como reacción toca en el extremo contrario, apartándose de igual modo, aunque con movimiento menos generoso, de la sana crítica.

En el primer caso sigue á un historiador general nuestro que no ha tenido ni podía tener el propósito de estudiar aquella gran figura en todos sus detalles; en el segundo ajusta su criterio al de esos modernos americanistas que hastiados de considerar el descubrimiento del nuevo mundo como la mayor novedad de los siglos y no encontrando una más grande, buscan medios de aminorar su importancia. El autor en suma, extrema su severidad no tanto en lo que dice, como en lo que calla.

La idea, escribe, con que Colón andaba pidiendo el apoyo de todos los reyes de Europa reposaba sobre una verdad y sobre un inmenso error. La verdad no le pertenecía, el error sí. Pase por exacto hasta cierto punto, pero no lo es que creyese el ilustre navegante podría arribar al Catay con un buquecillo cualquiera guarda-costas; ni deslustran lo más mínimo su justa fama las aseveraciones de Plinio, Dicearco, Pomponio Mela y otros filósofos de la antigüedad sobre la redondez del planeta. Aducirlas en contra suya es juzgar á aquella época desde la actual. La idea sobre la esfericidad de la tierra legada por la tradición caldea y egipcia á la civilización helénica, sustentada más tarde por alguna escuela filosófica de la antigua Atenas, conocida de San Isidoro y tal vez de los moros y judíos españoles que colaboraron en los «Los libros del Saber» del décimo Alfonso de Castilla, debió llegar tan confusa á los últimos siglos de la Edad Media que, ó no comprendida ó mal interpretada ó ignorada ó puesta en olvido, vagaba la mente por la esfera de la fantasía respecto á la forma de nuestro planeta. Á excepción de un cosmógrafo noruego que confusamente la presentía, de un sabio florentino que fundadamente la conjeturaba y de un piloto genovés que por intuición propia ó asesorado por esta la tenía por cierta, ¿quién ó quiénes de tantos como examinaron los planes del piloto ó por lo menos su fundamento tenían idea de esas teorías de la antigüedad? Si al

guien, no las hubiera aducido en pro? Si muchos, ¿habría tenido tantos en contra? Si hubieran sido tan conocidas en aquella época como en esta, ¿se habría tildado de visionario y loco á quien las sustentaba?

El mismo lo dice á los Reyes Católicos; «Todos aquellos que supieron de mi impresa la negaron burlando; » y en otro lugar: «Siete años pasé aquí en su Real corte disputando el caso con tantas personas de tanta autoridad y sabios en todas artes, y en fin, concluían, que todo era vacío.»

No insistiré sobre este punto por no repetir lo que años há expuse en refutación de la misma materia á un ilustrado escritor americanista; pero aun á trueque de recordar otros por mí también sustentados, no puedo menos de rectificar la aseveración, siquiera la tome de historiadores generales nuestros, de que «fueron presidiarios y malhechores los tripulantes de las históricas carabelas; » y rectifícolo no tanto por lo que menoscabe uno de los timbres más preciados que España puede y debe ostentar en el descubrimiento del Nuevo Mundo, como por oponerse enteramente á la verdad, que es el primordial fin de nuestro Instituto.

Lo temerario de la empresa no exigía ciertamente menor ofrecimiento que la moratoria en el pago de deudas, y aun el perdón del grillete á los que así aventuraban la vida: atinada estuvo la cédula real en previsión de que nadie se brindase á secundar un proyecto calificado universalmente de absurdo y temerario, con especialidad por la nación marítima y sabedora cual ninguna de la cosmografía; y si el tildado de loco no hubiera encontrado en la villa de Palos hombres de valor tan firme para realizar la empresa, como firmeza de fe en él para intentarla, es probable que por entonces fracasara á pesar de la cédula y del apoyo del entusiasta fraile y del ardoroso prelado, y aun del poderío de una gran reina; porque ni el halago era bastante á mover la voluntad de los delincuentes, ni constreñidos con el mandamiento real osaría el piloto afrontar tantos elementos contrarios, teniendo antes que vencer los que le presentarían á cada hora una tripulación forzada y de tales antecedentes.

No; sin la heroica intrepidez de los Pinzones, con especialidad de Martín Alonso, tanto más plausible cuanto que no se les podía

ocultar la solidaridad en el peligro y la desigualdad de la fama, ¡sabe Dios si otro sería el nombre ensalzado por el mundo como descubridor del nuevo Continente!!!

Pero ¿cómo presumir que esta desigualdad ante la fama había de tocar en el extremo de la más terrible injusticia? Porque mucho han justado las plumas en el vasto palenque abierto en el estadio de la Historia por el egregio nombre de Colón; mucho se ha lamentado la ingratitud de España al Almirante, buscando argumento en un solo suceso, de que la nación no podía ser responsable, y argucias en los demás; pero nadie recuerda la que, empezando por el mismo Almirante, se ha tenido hacia el heroico piloto de Moguer, cuyo infortunio le persiguió hasta convertir en perjuicio de su fama los buenos intentos que para realzarla desplegaron su hijo y deudos en las mañosas declaraciones que obran en el pleito famoso sobre los derechos de Colón.

Si el autor de la Historia en que me ocupo hubiera recordado la lectura de este procedimiento en Navarrete, y conocido la ampliación y comentarios sobre aquel asunto, que bajo el titulo Colón y Pinzón publicó en el año anterior el erudito académico Sr. Fernández Duro, no hubiese aceptado la lección de los presidiarios; y lejos de suponer que el ilustre navegante se aventuraba en un buquecillo guarda-costa, hubiera escrito que gracias á Pinzón, llevó las tres mejores carabelas existentes en aquellas aguas.

Dirigiéndome á la Academia en cumplimiento de un deber de sus Estatutos, no puedo omitir, como haría en otro caso, algunas palabras del autor relacionadas con el descubrimiento. Léese en su obra tras un pasaje de la de Gebhardt sobre el examen del proyecto de Colón por la Asamblea de sabios de Salamanca.

«Por lo visto, el Espíritu Santo que había inspirado á Plinio, á Mela, á Dicearco y á otros paganos de la antigüedad, anduvo poco amable con los obispos, cardenales y confesores de España, y sería el caso (sic) de repetir con el primero: ¡Ingens hic pugna litterarum et vulgi!»

No más correcto en la forma, ni más acertado en la esencia, encuentro este otro que aparece comentando la bula de demarcación.

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