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cesos en un patíbulo y era colgado de una almena en la fortaleza de Si

mancas.

descargos por medio de procuradores: alegó el obispo haber sido perdonado ya por el pontífice, pero acusado en rebeldía, tuvo que nombrar sus procuradores.

Durante este tercero, ó cuarto proceso, no perdonó medio el obispo para ver de ablandar la cólera del emperador. Dirigíale frecuentes cartas y exposiciones recordando sus antiguos padecimientos por servicios á su abuelo y padre don Fernando y don Felipe, y en una de ellas le traía á la memoria que por obra suya se habían sostenido Fuenterrabía y San Sebastián. Otras veces ponía por intercesor al duque de Nassau. Ni las súplicas del preso, ni los motivos de júbilo que al emperador deparaba la prosperidad de sus armas, alcanzaban á ablandar el corazón de Carlos. Ni siquiera la alegría de sus bodas con doña Isabel de Portugal inspiró al emperador un rasgo de clemencia para con Acuña, por más gestiones que éste hizo con ocasión de tan fausto aconteci. miento.

El proceso parecía haberse estancado; el obispo llevaba ya cinco años de prisión, insoportable para un genio inquieto, vivo y bullicioso como el suyo, y no viendo el término que podría tener, y cansado de la inutilidad de los ruegos, le entró la desesperación, y meditó recurrir á su propia industria para ver de lograr por la violencia lo que ya por otros medios había perdido toda esperanza de conseguir. Al efecto procuró entenderse con el alcaide Mendo de Noguerol, y con otras personas de las que habitaban en la fortaleza ó entraban en ella, como una esclava de aquél llamada María, un criado del mismo, nombrado Esteban, y el clérigo don Bartolomé Ortega que celebraba misa en el castillo, decidido á emplear para su evasión el soborno, y cuando éste no alcanzase, la fuerza. Con el capellán llegó á cartearse, y con los otros á tener entrevistas y entenderse. Así logró proveerse de tres armas, una especie de maza y dos cuchillos, uno de los cuales había sujetado á la punta de un palo con clavos y cuerdas á manera de pica, y además un guijarro que guardaba en una bolsa de cuero como si fuese el breviario. Sus medios de seducción parece que se estrellaron contra la incorruptibilidad del alcalde Noguerol, que sin faltar á los miramientos que debía á la alta dignidad del preso, no se olvidaba de su deber como guardador y responsable de su persona.

Una tarde (25 de febrero, 1526), en una larga conferencia entre el obispo y su guarda, parece que aquél esforzó sus artificios para obtener de éste alguna más libertad y desahogo en la prisión, y que éste se mantuvo inaccesible á los halagos, que versaban principalmente sobre cesión de beneficios que Noguerol deseaba para sus dos hijos Francisco y Leonardo. Entonces el obispo ya no pudo reprimir su arrebatado genio, y con el guijarro que guardaba en la bolsa descargó un terrible golpe en la cabeza del alcaide, que le dejó aturdido, derribóle al suelo, y con uno de los cuchillos le remató á puñaladas, echándole después encima el brasero para asegurar más su muerte, y por último le ató al pie de su cama. Hecho esto, aprestó el prelado homicida sus dos cuchillos, sonó una campanilla, á cuyo llamamiento subió el hijo del alcaide, Leonardo: Entra le dijo el prelado, saliéndole al encuentro, porque tu padre está escribiendo y te necesita. En el azoramiento de Acuña y más todavía en alguna mancha de sangre que observó en su vestido, comprendió el mancebo algo de lo que había pasado, corrió por una espada, volvió á subir á la prisión y acometió al obispo. Defendióse éste con su pica, y después de alguna lucha retrocedió el joven, bajó la escalera, tras él marchó Acuña, pero los 65 años y la poca agilidad de sus piernas después de tanto tiempo de prisión no le permitieron alcanzarle: el fugitivo mancebo cerró tras sí la puerta del castillo y se dió á vocear por el pueblo, dejando al obispo encerrado: el cual se dirigió á las almenas del castillo, con el intento de arrojarse fuera de la fortaleza y emprender su fuga.

A caballo en el adarve le encontraron los vecinos de Simancas, que á las voces del hijo de Noguerol acudieron corriendo desde la iglesia. Rogáronle los alcaldes que se

Tal fué la clemencia del emperador con los comuneros, y tales las consecuencias de su funesto perdón general.

volviera al cubo, y bajo el seguro y la confianza de sus personas lo ejecutó el prelado, no sin que el hijo de su víctima se tomara el atrevimiento de poner su mano con violencia en las espaldas del obispo. Juntos se encaminaron á la prisión, donde hallaron caliente todavía el cadáver. Inmediatamente pasaron de Valladolid á instruir el correspondiente proceso los alcaldes Menchaca y Zárate. En las declaraciones pintó el obispo el suceso de la manera mejor y menos desfavorable que le sugirió su maña; tomadas estaban también las confesiones á sus cómplices, y en tal estado, muy adelantado ya el proceso, no pareciendo á la corte del rey bastante rígidos en sus actuaciones los alcaldes Menchaca y Zárate, se envió á Simancas de real orden al terrible y famoso alcalde Ronquillo con un asignado de mil quinientos maravedís al día, y con un escribano y dos alguaciles, para que fallara sumariamente la causa. Sabido es que el feroz Ronquillo, sobre ser el más furioso enemigo de los comuneros, lo cra personal de Acuña, y deseaba vengarse de haberle tenido preso en el castillo de Fermoselle.

Indignó á Acuña verse sometido á un juez como Ronquillo, y tener que comparecer á su presencia con grillos en los pies y sujetas con esposas las manos. A todas las preguntas del nuevo magistrado ó contestó negando ó respondió con evasivas. Examinados los cómplices y testigos, y puestos á tormento y martirizados, nada averiguó Ronquillo que no hubiesen confesado ya á los otros alcaldes. Procedió en seguida á dar tormento al prelado: lo que tengo dicho es la verdad, dijo éste al prepararse á sufrirle, y no se más: pero en el tormento diré lo que sepa y lo que no sepa. En efecto, de orden del alcalde el verdugo de Valladolid, Bartolomé Zaratán, ató las manos y los pies al obispo, sujetó además éstos con grillos y con una cadena á una pesa de hierro de cuatro arrobas, y de las manos subía una maroma colgada de una garrucha. Por tres veces tiró el verdugo de ella hasta levantar al obispo del suelo: á cada tirón prometía decir la verdad, y luego respondía evasivamente. Sintió al fin que se le descoyuntaba el cuerpo, y no pudiendo sufrir aquel dolor horrible, hizo algunas declaraciones incompletas y vagas, concluyendo por suplicar al alcalde que se abstuviese de hacerle más preguntas, pues serían inútiles. Pidió un abogado y un procurador, conforme á derecho y le fué negado. Lleváronle al fin á la cama, donde había de pasar la última noche de su agitada y azarosa vida.

A la mañana siguiente (23 de marzo), entró el escribano con los alguaciles á notificarle la sentencia del alcalde, que le condenaba, así por haber movido escándalos y bullicios en Castilla en ausencia del rey, como por haber dado muerte al alcaide de la fortaleza de Simancas Mendo Noguerol, á ser agarrotado á una de las almenas por donde quiso fugarse. En la misma mañana otorgó Acuña su testamento, en que ordenó se le enterrara en San Ildefonso de Zamora, é hizo bastantes mandas á varias iglesias, entre ellas á la de Simancas, á la cual dejó una renta anual de doce mil maravedís, con cargo de una misa todos los viernes por su ánima y las de sus bien hechores, y de Mendo Noguerol. Concluído el cual se preparó á bien morir, y todo se hizo con tal precipitación, que antes de la tarde se le sacó al suplicio. Acompañáronle todos los clérigos de Simancas, atribulados de verle en tan terrible trance, y asombrados de la presencia de ánimo con que marchaba al patíbulo, entonando con más entera voz que ellos el salmo de David. Al llegar al lugar de la ejecución se prosternó el obispo, oró con devoción, puso la cabeza sobre el repostero, y le dijo al verdugo: Yo te perdono, y empezando tu oficio, procura apretar recio. El ejecutor le echó al cuello el lazo fatal, y le dejó colgado de una almena.

Tal fué y tan desastroso el fin del famoso don Antonio Acuña, obispo de Zamora. De los cómplices en su tentativa de fuga, el criado del alcaide, Esteban, fué condenado en ausencia á ser ahorcado dondequiera que fuese habido: el presbítero don Bartolomé Ortega, fué puesto bajo la jurisdicción eclesiástica por aquel mismo Ronquillo,

CAPÍTULO VIII

LAS GERMANÍAS DE VALENCIA

De 1519 á 1522

Origen de las Germanías.-Opresión en que vivía la clase plebeya en Valencia: injusticias y tiranías de los nobles.-Lo que sirvió de pretexto á la plebe para insurreccionarse. Alzamiento en Valencia.-Junta de los Trece.-Por qué se llamó Germanía. -Alarma de los nobles.-La conducta del rey alienta á los plebeyos.—Alarde de fuerza de los sublevados.-Alzamiento en Játiva y Murviedro.-Nombramiento de virrey.-Gran tumulto en Valencia.-Fuga del virrey conde de Mélito.-Guerra de las Germanías.-Fidelidad de Morella al rey.-Demasías y excesos de los agermanados. Suplicios horribles ejecutados por plebeyos y nobles: escenas sangrientas. Fuerzas respetables de uno y otro bando: batallas: sitios de ciudades.-Agermanados célebres: Juan Lorenzo: Guillem Sorolla: Juan Caro: Vicente Peris.-Alzamiento de moros en favor de los nobles.-Imponente motín en Valencia, y sus causas.— Grande expedición del ejército de la germanía.-Auxilio que reciben los nobles.— Derrota de los agermanados en Orihuela. --Anarquía en la capital.-Rendición de la capital al virrey.—Germanías de Játiva y Alcira: guerra obstinada.-Suplicios horribles en Onteniente.-El marqués de Zenete.-Vicente Peris en Valencia.Acción sangrienta que motiva en las calles de la ciudad.—Su temerario valor.-Es cogido y ahorcado: es arrasada su casa.-Prosigue la guerra.-El Encubierto.Es hecho prisionero y decapitado en Játiva.-Quién era el Encubierto.-Rendición de Játiva y Alcira.—Fin de la guerra de las germanías.-Persecución y suplicio de los agermanados. Reflexión sobre esta guerra

Con fatales auspicios se había inaugurado en España el reinado de Carlos I. Mientras agitaban al antiguo reino castellano las alteraciones

que no había tenido escrúpulo en entregar al verdugo un prelado de la Iglesia, bien que criminal é indigno: á la esclava Juana le dió tormento metiéndole astillas de tea por las uñas, y la sentenció á ser azotada por las calles, y por último á que le cortaran la lengua; todo lo cual fué ejecutado.

Hemos tenido presente para esta reseña el proceso original del obispo Acuña, que existe en el archivo de Simancas, cuyo edificio es la fortaleza misma en que estuvo preso y fué ejecutado, y muchas veces hemos visitado el lugar de su prisión y la pieza destinada al tormento, en cuyas paredes y bóvedas subsisten aún garfios y argollas. También hemos consultado la Historia MS. de Simancas por el licenciado Cabezudo, que da muy curiosas noticias suministradas por testigos de vista de la catástrofe.

Réstanos rectificar una inexactitud de las muchas de esta especie en que incurrió Sandoval por empeñarse en defender la clemencia del emperador. Hablando del proceso y suplicio de Acuña, dice: Todo esto se hizo sin saberlo el emperador, á quien pesó mucho de ello. Lib. IX, párr. 28.

Tan lejos estuvo de ignorarlo el emperador ni de pesarle de ello, que lo mandó él mismo, y felicitó á Ronquillo por lo bien que había desempeñado su comisión. Lo que habeis fecho en lo que llevasteis mandado (le decía) ha sido como vos lo soleis facer y habeis siempre fecho en lo que entendeis: yo os lo tengo en servicio: y pues ya eso es fecho, resta, que es mandar por la absolucion, yo mandaré que con diligencia se procure tan cumplida como conviene al descargo de mi real conciencia y de los que en esto han entendido. La absolución vino, como era de esperar, interesándose en ello el emperador.`

en lo

que

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que acabamos de referir, disturbios de carácter aun más sangriento afligían otra de las más bellas porciones de la monarquía, y al tiempo que ardía en los feraces campos de Castilla la guerra de las Comunidades, ensangrentaba el fértil suelo valenciano la guerra de las Germanías. Daremos idea de lo que fué aquella revolución popular, ni de todo punto desemejante, ni tampoco de la misma índole que la de Castilla, y sin conexión ni coherencia entre sí.

En Valencia las clases del pueblo vivían duramente oprimidas por la clase noble. Los aristocratas valencianos trataban á los que llamaban plebeyos con tal orgullo, insolencia y tiranía, como si fuesen sus esclavos. Reducidos estaban éstos á odiar en silencio á los nobles, porque era inútil toda queja y excusada toda demanda de justicia; en sus causas y pleitos, no sólo eran desatendidos, sino hasta castigados y maltratados, en términos que como dice el obispo Sandoval, «si un oficial hacía una ropa, los caballeros le daban de palos porque pedía que le pagasen la hechura; y si se iba á quejar á la justicia, costábale más la querella que el principal.>> Llegaba á tal punto el escándalo y la osadía, que en alguna ocasión hubo magnate que arrebató á una desposada al salir de la iglesia de entre las manos de su marido y de sus padres. Con hechos de esta naturaleza frecuentemente repetidos, el enojo de los plebeyos contra los nobles era tal, que no ansiaban estos sino una ocasión de sacudir el yugo y vengar las demasías de aquellos.

Con motivo de una epidemia que en 1519 tenía consternada la capital de aquel reino, abandonaron á Valencia huyendo de la peste las autoridades y casi todos los nobles y personas notables de la ciudad. En tales circunstancias, difundióse la voz de que los moros argelinos preparaban un desembarco en las costas valencianas, y con arreglo á una disposición de Fernando el Católico, se armaron los artesanos para prepararse á la defensa. En este estado, se predicó en la catedral un sermón en que se atribuían las calamidades que en aquella y otras ocasiones habían afligido la población á los vicios que atraían la cólera divina, y especialmente al de sodomía, crimen nefando que miraba con justo horror el pueblo. Concluído el sermón, como la voz pública designase á un panadero como mancillado con aquel delito, dirigiéronse á su casa varios grupos, le prendieron y le llevaron á la cárcel eclesiástica por ser tonsurado. Condenado por el vicario á ser expuesto á la vergüenza en la iglesia durante la misa mayor, ya no fué posible volverle á la cárcel; una turba numerosa trató de arrebatar del templo á aquel infeliz: cerráronse, para protegerle, las puertas, y entonces la muchedumbre se encaminó al palacio del nuncio, al cual puso fuego, exasperada por la resistencia que halló en él, y volviendo en mayor número á la catedral, forzó una de las puertas, y sin intimidarse por el toque de la campana de entredicho que hizo sonar el vicario, ni respetar la hostia sagrada que en procesión presentaron las parroquias, los amotinados penetraron hasta la sacristía, se apoderaron del infeliz panadero, y arrastrándole al lugar del suplicio, hicieron una hoguera y le quemaron vivo (1).

(1) Los que más de propósito y con más extensión han escrito sobre el levanta

Orgulloso el pueblo con aquel terrible triunfo y con la humillación del justicia, comenzó á armarse más en orden so pretexto de la guerra contra los moros. A la cabeza de él figuraba un cardador llamado Juan Lorenzo, hombre astuto y atrevido, de no vulgar elocuencia, que gozaba cierta fama de adivino, y era como el oráculo del pueblo (1). Este menestral propuso que para la defensa del reino contra los moros y del pueblo contra los nobles, y para el gobierno de la ciudad, se nombrara una junta de trece artesanos. Con aplausos estrepitosos se recibió la proposición de Lorenzo, y en su virtud, á pluralidad de votos, se formó la junta llamada de los Trece (2), continuando no obstante el Juan Lorenzo ejerciendo una ilimitada influencia en la dirección de lo que se llamó Germanía (3). Asociado á él obraba un individuo de la Junta, tejedor de lana, nombrado Guillem Castelví, conocido por Guillem Sorolla, joven audaz, de buena figura y de una capacidad superior á la de sus compañeros. Era esto á últimos de diciembre de 1519, en ocasión de hallarse el rey Carlos en Barcelona. Los sublevados se declararon abiertamente contra los nobles, á quienes daban los apodos de traidores y de tiznados, y los amenazaban con la hoguera.

miento y guerrra de las Germanías, son: Martín de Viciana «escriptor de vista,» como él se dice, en la cuarta parte de su Crónica de Valencia; Gaspar Escolano, en el lib. X de la Historia de Valencia; Bartolomé Leonardo de Argensola, en su libro I de los Anales de Aragón; y Sandoval, aunque más brevemente, en su Historia del emperador Carlos V.-Con presencia, á lo que se ve, de estas obras, y de los documentos que haya podido recoger en los archivos de aquella ciudad, publicó recientemente (en 1845) don Vicente Boix su Historia de la ciudad y reino de Valencia, cuyo libro VI dedica á la relación del alzamiento y guerra de las Germanías. Seguimos generalmente este extracto, por hallarle conforme en lo sustancial con las relaciones de los historiadores citados.

Don José Quevedo publicó por apéndice, 6 sea nota, á su traducción de la Historia de las Comunidades de Castilla de Maldonado, una sucinta relación de la de las Germanías de Valencia, sacada de una Apología escrita en latín á Joanne Baptista Agnesio, Christi Sucerdote, impresa en Valencia en 1543. Tomamos muy poco de ella, porque la hallamos en muchos puntos en contradicción con lo que aquellos respetables historiadores nos suelen decir contestes.

(1) Mostraba, dice Escolano, tener entre todos gran celo, mejor labia y no poca agudeza.»--«Era anciano, leído y bien hablado, dice Argensola, y con esto ganaba y conservaba autoridad, con lo cual llegó á tener tanta mano en el pueblo, que le gobernaba desde su casa.» Anal., lib. I, cap. LXXV

(2)

«Por memoria, dice Escolano, de Christo nuestro Señor y de los doce Apóstoles.» Lib. X, cap. IV.

Los trece nombrados fueron: Antón Garbi, pelaire; Sebastián de Noha, vellutero (tejedor de terciopelo); Guillem Sorolla, tejedor de lana; Vicente Montolí, labrador; Pedro Villes, tundidor; Pedro Bage, curtidor; Damián Isérn, guantero; Alonso Cardona, cordonero; Juan Hedo, botonero; Jerónimo Cervera, cerero; Onofre Peris, alpargatero; Juan Sancho y Juan Gamis, marineros.

Declararon además que siempre habían de ser de la junta un pelaire, un terciopelero, un tejedor y un labrador: los demás oficios serían echados á la suerte en un sombrero, y de los que saliesen se nombraría un menestral á votación, hasta que todos los oficios participaran del gobierno.

(3) De la palabra lemosina germá, hermano; y así Germanía quería decir Hermandad.

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