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ca, y aun de otras algo posteriores, tal vez más restrictivas que las de Fernando é Isabel. Si en las leyes de Toro se encuentra la perjudicial jurisprudencia de las vinculaciones y mayorazgos, causa del empobrecimiento del país y de la decadencia de la agricultura, compárese con la jurisprudencia feudal, mil veces más funesta, que se mantenía en otras naciones. Y en cambio de aquellos errores acaso ningún país en aquel tiempo tuvo una legislación en que se caracterizara tanto el espíritu de progreso como en la de España. La uniformidad de pesos y medidas en todo el reino, las providencias dirigidas á la extinción de los monopolios, las concesiones á extranjeros para estimularlos á domiciliarse en el país, las mejoras de caminos, canales, puertos y otras obras para facilitar las comunicaciones por tierra y por mar, el ornato público de las ciudades, todo mostraba la tendencia de los Reyes Católicos á avanzar por la vía del progreso social.

Por más que la expulsión de los judíos perjudicara á la industria y al comercio, no creemos deber contar esta medida entre los errores económicos de este reinado. No podía ocultarse al claro talento de Fernando é Isabel el daño y diminución que á la riqueza pública había de causar la proscripción en masa de aquella población industriosa. Lo que sin duda hicieron fué sacrificar á sabiendas los intereses temporales al pensamiento religioso que formaba la base del pensamiento político, y á este sacrificio los empujaba además la fuerza de la opinión y el espíritu del pueblo. Cuanto más que la expulsión de la raza hebrea no fué una medida exclusiva del gobierno de España. Arrojada fué también, y con mucha más crueldad, de Portugal, de Italia, de Francia y de Inglaterra. La diferencia está en que los judíos volvieron con el tiempo á ser admitidos y tolerados en otras naciones, y España les cerró sus puertas para siempre.

Mejor podría contarse entre los verdaderos errores económicos de que no se eximió la reina Isabel, si por otros medios no le hubiera hecho provechoso, el afán de las leyes suntuarias para la reforma del lujo, providencias que ó no surtían efecto ni remediaban nunca el mal, ó producían otro mayor y no menos contrario á la intención del legislador, ya dando un valor artificial y más elevado á los objetos prohibidos, ya haciendo que los hombres buscaran otro campo en que hacer esos alardes de ostentación y de vanidad á que es tan propensa la flaqueza humana.

En verdad el desmedido lujo que se había desarrollado en España en los siglos XIV y xv y que formaba tan lamentable contraste con la miseria pública de aquellos tiempos, exigía de necesidad ser contenido y reformado. El lector recordará el triste cuadro que en el capítulo XXIII del · penúltimo libro presentamos del lujo escandaloso, loco y extravagante, que en los reinados de Enrique III, de Juan II y de Enrique IV se ostentaba en los trajes, en las mesas, en los espectáculos, en los festines, en las empresas caballerescas, en las bodas, en los bautizos, en las misas y hasta en los entierros: aquella profusión, aquellos dispendios, aquel desperdicio en los manjares, en las preseas y en las galas, en que se sacrificaba la fortuna ó la subsistencia de mil familias, ó al lucimiento de un día ó al vano deleite de algunas horas; lujo que naturalmente producía molicie y afeminación, relajación y corrupción en las costumbres, envidias y as

piraciones inmoderadas en todas las clases, vicios y desarreglos en la corte y en las aldeas, miseria y penuria en el pueblo, apuros y descrédito en el gobierno, descontento, quejas y demasías en los gobernados.

Imposible era que no intentaran poner fuertes correctivos á tan inmoderado y pernicioso lujo monarcas tan económicos, tan sobrios y tan modestos como Fernando é Isabel: como Isabel, que vestía las camisas hiladas por su mano; como Fernando, que renovaba más de una vez las gastadas mangas de un mismo jubón. De aquí las varias pragmáticas y provisiones suntuarias expedidas en diversas épocas en Barcelona, en Segovia, en Burgos, en Sevilla, en Granada y en Madrid, sobre telas de seda, de oro y de brocado, sobre joyas, tocados y adornos en los trajes, en los espectáculos, en el menaje de las casas, sobre jaeces de caballos y su uso, sobre limitación de gastos en bodas, en bautizos, en estrenos de casas, en misas nuevas, en lutos y funerales, todas encaminadas á moderar la profusión, á corregir el despilfarro y á contener la loca vanidad de que nacían.

Si Fernando é Isabel se hubieran limitado á la promulgación de leyes suntuarias para la represión del desenfrenado lujo que hallaron dominando en todas las clases del reino, probablemente sus providencias hubieran sido tan ineficaces y tan infructuosas como todas las de igual índole de los reinados anteriores. Pero estos prudentes monarcas no se circunscribieron á publicar pragmáticas y leyes, sino que les dieron fuerza y vigor con el eficacísimo y saludable medio del ejemplo en sus propias personas. Isabel, sin faltar á la magnificencia que en ocasiones solemnes exigían, ó la dignidad real, ó el justo júbilo de los pueblos en los faustos acontecimientos, como las recepciones de los embajadores extranjeros (que en aquel tiempo, como cosa nueva, se hacían con gran ceremonia), los nacimientos y bodas de los príncipes, ó la celebridad de un hecho brillante y de gloria nacional, en su método ordinario de vida reducía sus gastos y los de su familia y palacio á lo que indispensablemente requería la calidad de las personas, á lo puramente decente y honesto. Indiferente al regalo, enemiga del boato y de la ostentación, los atavíos de su traje eran modestos y sencillos; y en las fiestas que se dieron á los embajadores franceses en Barcelona, ni ella ni sus damas estrenaron vestidos, y no se desdeñaban de confesar que se habían presentado con los mismos que les habían visto ya otros embajadores franceses. El gasto diario en la real casa era tan frugal que se sabe importaba la décima parte de la suma á que subió más adelante el de su nieto Carlos V. Quien estaba siempre dispuesta á empeñar sus ricas alhajas para la guerra de los moros, y para la empresa de Colón; quien las distribuía después entre sus hijas y las esposas de sus hijos cuando tomaban estado, harto mostraba su generoso desprendimiento, y el poco atractivo que tenían para ella estos signos de opulencia, de vanidad ó de lujo. Las damas de su corte seguían su ejemplo, y no era perdido para las demás clases, porque nunca es perdido el ejemplo que viene de lo alto.

Poco dada á distracciones y espectáculos, hizo cesar principalmente aquellos que además de una vana y dispendiosa ostentación se ejecutaban con cierta peligrosa ferocidad, como los torneos con arneses de guerra y

lanzas de puntas aceradas: y como las corridas de toros, de las cuales decía ella misma: De los toros..... propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran. Lo que había de gastar en costosos espectáculos de mero recreo, lo invertía en la construcción de hospitales é iglesias, de colegios, caminos, puentes ó mercados.

A la severa parsimonia de los Reyes Católicos sucedió la dispendiosa etiqueta heredada de los duques de Borgoña, y la pomposa magnificencia de los príncipes de la casa de Austria; y las prudentes economías de Fernando é Isabel vinieron á ser un honroso, pero harto breve paréntesis, entre las locas prodigalidades de Enrique IV y las ceremoniosas profusiones de Carlos V. A los dos años de haber venido á España el austriaco, ya le suplicaban las cortes de Castilla «que ordenase su casa en la forma y manera que la habían tenido los Reyes Católicos, sus abuelos.>>

X. Siendo el principio religioso el que unido al de independencia y libertad había inflamado el corazón de los españoles, y armado sus brazos y mantenido su maravillosa perseverancia para luchar sin cansarse por espacio de ocho siglos, naturalmente tenía que ser también el alma de la política y móvil de las acciones de unos monarcas que merecieron del jefe de la Iglesia el sobrenombre de Católicos, que trasmitieron á sus sucesores como una preciosa vinculación.

¿Correspondió siempre en Fernando al principio religioso la práctica de las virtudes cristianas? Al examinar, no ya sus acciones de hombre, que pudieran estar fuera de nuestra jurisdicción, sino sus actos de rey, la severidad histórica nos ha obligado más de una vez á ejercer una censura que no nos es grata, á vueltas de las muchas y bien merecidas alabanzas que con sincero placer hemos tributado al esposo de Isabel, como rey de Aragón y de Nápoles, y como regente de Castilla. Jamás en Isabel hemos dejado de hallar en perfecta armonía el principio religioso con el ejercicio práctico de las virtudes evangélicas en toda su extensión y sin mezcla de hipocresía.

Permítasenos aquí, siquiera nos expongamos á traspasar las atribuciones del historiador, dejar consignada una idea que mucho tiempo hace abrigamos. Al examinar la vida de Isabel desde su cuna de Madrigal hasta su sepulcro de Medina del Campo, y al ver que á la luz de la más escrupulosa investigación no se descubre un solo acto de su vida pública y privada que no sea de piedad y de virtud, sentimos de corazón que no nos sea dado añadir á tantos gloriosos títulos como podemos aplicarle, el más honroso y venerando de todos los timbres, y confesamos no comprender cómo no se halla el nombre de la reina Isabel de Castilla en la nómina de los escogidos, al lado de los de San Hermenegildo y San Fernando.

También el pueblo español conservaba puro el principio religioso. Mas con la creencia religiosa pueden por desgracia coexistir, por una parte la superstición y el fanatismo, por otra la relajación y licencia de las costumbres, y de todo había en el pueblo español al advenimiento de aquellos reyes. A morigerarle con las leyes y con el ejemplo propio se dirigieron los esfuerzos de los dos monarcas, principalmente de la reina Isabel, y de haberlo en gran parte conseguido hemos visto repetidas pruebas en la historia.

El clero, natural depositario de la fe, se había contaminado como las demás clases, y participaba de la general corrupción. Isabel, educada en las máximas de la más rígida moral, piadosa por inclinación y por sentimiento, sinceramente devota, severa en el cumplimiento de sus deberes religiosos de mujer y de reina, profundamente respetuosa de la dignidad del sacerdocio, protectora de los eclesiásticos virtuosos é ilustrados, á quienes buscaba y encumbraba, pero inexorable con los que empañaban con los vicios su alto ministerio, á los cuales corregía con dureza ó castigaba con rigor; dulce por carácter, pero enérgica por convicción y por deber, Isabel hizo de un clero disipado un clero ejemplar, y una mujer joven obró una revolución saludable en la Iglesia española, que no hubiera podido esperarse sino de un consumado pontífice. La reforma de las órdenes monásticas ejecutada por Isabel y por el virtuosísimo Cisneros, es una de las más bellas páginas de este reinado.

Nunca, sin embargo, consintieron los dos monarcas ni que el clero de España ni que la corte misma de Roma se intrusaran en las atribuciones de la potestad civil. Igualmente celosos ambos del mantenimiento de las regalías de la corona, igualmente cuidadosos de que nadie traspasara la conveniente línea divisoria del sacerdocio y el imperio, y de que se diera á Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, en cuantas ocasiones observaban ó actos ó aspiraciones en la Santa Sede con tendencia á menoscabar el regio patronato de la Iglesia española, ó á invadir el terreno de los poderes temporales, jamás dejaron de oponerse con igual firmeza y energía. Con la misma resolución en este punto, la diferencia entre Fernando é Isabel solía estar sólo en la forma de la manifestación según la condición de sus genios. Isabel resistía las pretensiones del pontífice con entereza, pero con respetuosa dignidad; el vigor de Fernando degeneraba en casos dados en dureza. Isabel, defendiendo su prerrogativa en el negocio del obispado de Cuenca, y siendo sus reclamaciones desestimadas por la Santa Sede, prescribía á sus súbditos que saliesen de Roma, y ordenaba al legado pontificio que evacuase la España: Fernando, ofendido del pontífice en el negocio de la cava, mandaba al virrey de Nápoles que hiciera enforcar al cursor del Papa (1).

Con estas ideas parece extrañarse más que los Reyes Católicos fuesen los fundadores de la Inquisición, y los expulsadores de los judíos y los moriscos, esto último contra lo pactado en solemnes capitulaciones. Ciertamente sería más consolador no tener que mencionar tales actos que haber de buscar razones para excusarlos en lo posible. «Mas con el principio religioso, decíamos poco há, pueden por desgracia coexistir la superstición y el fanatismo. >>

«Apresurémonos, dijimos en nuestro Discurso preliminar, á hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, á quienes ella miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma

(1) Véanse sobre estos puntos los capítulos II y X del libro precedente, y el apéndice correspondiente,

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CATEDRAL DE SEVILLA Y LA GIRALDA (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA)

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