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inesperada y lisonjera proposición, y por más ventajosa que se le representara la fácil posesión de un condado de más valer que el de Milán que tan afanosamente había ambicionado, el monarca francés, amigo entonces del emperador, y dado á los golpes caballerescos, no sólo rechazó la propuesta de los ganteses, sino que llevando al extremo su galantería ó su interés en conservar la amistad de Carlos, le avisó de lo que pasaba en Gante, y aun le envió originales las cartas de invitación que había recibido (1539). Carlos, que conocía bien el carácter de sus compatricios, su amor á la libertad, su apego á las inmunidades de que gozaban, su genio tardío en resolverse, pero firme, perseverante, inflexible una vez tomada una resolución, comprendió la necesidad de obrar con energía y con celeridad para ahogar tan imponente movimiento. Desde luego pensó en trasladarse personalmente á los Países-Bajos, y á ello le instaba también la princesa su hermana; pero el paso por Italia y Alemania era más lento de lo que la urgencia del caso permitía, y para ir por mar necesitaba de una armada respetable. Lo uno y lo otro ofrecía dificultades de mucha consideración.

En esta perplejidad, tomó una determinación que nadie podía ni aguardar ni imaginar; la de pasar por Francia, que era el camino más corto, bien que para ello tuviera que pedir su beneplácito al monarca francés. En vano el consejo entero desaprobó semejante resolución, y en vano le expuso lo arriesgado que era entregarse así en manos de su antiguo enemi go. Carlos, contra el dictamen de todos, insistió en su proyecto y pidió permiso, que Francisco le otorgó sin vacilar. Ambos monarcas aparecían generosos, el uno en ponerse en manos de su rival, el otro en recibirle como un amigo en su reino, ofreciéndole todo género de seguridades. Mas bajo esta apariencia de mutua caballerosidad y confianza, proponíanse sin duda ambos un fin interesado. Entretenido como tenía el emperador al rey con la promesa de dar el ducado de Milán, ya al uno, ya al otro de sus hijos, Carlos calculaba que Francisco había de ser galante con él, esperando obtener por este medio una cesión definitiva, y Francisco se proponía comprometer y obligar á Carlos, á fuerza de generosidad, á que no pudiera negarle nada. Veremos quién de los dos procedió con más doblez, y quién fué el engañado.

Partió, pues, el emperador de Madrid (noviembre, 1539), con corto, aunque lucido acompañamiento. Al llegar á la frontera de Francia, encontró ya á los dos hijos del rey, el delfín y el duque de Orleáns, que ambos se ofrecieron á venir á estar en España como en rehenes hasta el regreso de S. M. Cesárea. Carlos les contestó que él no necesitaba ni quería más seguro que la fe y palabra real, y prosiguiendo adelante, halló en Castelherault al mismo Francisco I, que no obstante el mal estado de su salud, se había adelantado á recibirle. En su entrevista se hicieron las demostraciones más expresivas de amistad y mutua confianza. De allí marcharon juntos por Amboise, Orleáns y Fontainebleau á París. En todo el tránsito fué el emperador objeto de alegres festejos; los gobernadores salían á entregarle las llaves de las ciudades, abríanse en obsequio suyo las prisiones, y se le tributaban los mismos honores que si fuese su propio monarca. Sin embargo, en algunos puntos parece que le ocurrieron esce

nas que le pusieron un tanto receloso, porque sospechaba no faltar quien abrigara intenciones malévolas hacia su persona, si bien tales conatos, ó fueron castigados, ó se frustraron por los buenos oficios del condestable Montmorency y de la duquesa de Etampes, señora muy discreta, de gran valimiento para con el rey, y de quien gustaba mucho el emperador (1). Gran sensación y novedad causó en la capital de Francia ver juntos, y al parecer en la unión más íntima, á los dos soberanos que se habían hecho la guerra por espacio de veinte años, y por cuyas rivalidades tanta sangre se había vertido en Europa. Las fiestas con que en París fué agasajado el emperador fueron tan suntuosas y brillantes, que al decir de todos, excedieron á las que se habían hecho por la coronación del mismo rey Francisco. A media legua de la ciudad salió á recibirlos procesionalmente el clero, tan numeroso, que, según un historiador, «de sólo frailes se contaban seiscientos franciscanos, cuatrocientos dominicos, trescientos agustinos, y así de otras religiones.» Iban doscientos arcabuceros á caballo, trescientos arqueros y doscientos ballesteros vestidos de librea recamada de plata; todos los oficiales comunes con trajes de escarlata; veinticuatro regidores, de morado, con forros de varias pieles; cien mancebos de la nobleza, de terciopelo con guarniciones de oro; doscientos cincuenta oficiales de la corte á caballo, con ropas talares; el preboste de París con los abogados y procuradores; el parlamento con doce virreyes, en mu las y con vestidos de grana; los tribunales con sus presidentes; el consejo real y el gran canciller de Francia; doscientos gentiles-hombres con la guardia ordinaria de suizos; el duque de Alba, Saint-Paul y Granvela; los cardenales Tournón y Borbón; cerca de ellos, el emperador en medio de los dos hijos del rey, y detrás seis cardenales, con los duques de Vendome y de Lorena, y otros grandes señores. Pasó la procesión por vistosos arcos triunfales, y el emperador era llevado debajo de un palio de brocado, y todo esto en medio de una población de seiscientas mil almas puestas en movimiento.

A vista de este espectáculo, y de los multiplicados festejos de que fué objeto el César en los siete días que permaneció en París (enero, 1540), concebíanse las más halagüeñas esperanzas de una verdadera y perpetua concordia entre los dos émulos, que asegurara la quietud y el sosiego de

(1) Cuenta Sandoval que en el castillo de Amboise, donde durmieron los dos soberanos, un criado, ó por descuido ó con malicia, prendió fuego con una bujía á uno de los tapices del aposento del emperador, y que comunicándose á las demás colgaduras produjo tal humo, que estuvo en peligro la vida de Carlos: que habiéndose hecho pesquisas, el rey Francisco mandó ahorcar á los culpados, pero que á ruego é intercesión de Carlos se les otorgó indulto.

Refiere también que una tarde, estando el emperador en entretenida y agradable plática con la duquesa de Etampes, se le cayó á aquél un precioso anillo que solía llevar, y con el cual jugaba distraído; que habiéndose bajado la duquesa á recogerle y queriéndosele entregar con mucha cortesía, le dijo el emperador: «Ese es vuestro, señora, porque es costumbre de los reyes y emperadores, que lo que una vez se les cae de las manos no vuelva á ellas.» Y como la duquesa replicase no merecer tan preciosa joya, el César le rogó la guardase como una memoria de aquella jornada y de lo que habían hablado en Orleáns. - Historia de Carlos V, lib. XXIV, núm. 17.

las naciones. Suponían los franceses que dejaría Carlos hecha la prometida cesión del ducado de Milán, siquiera en agradecimiento de la espléndida y generosa acogida que Francisco le había dispensado. Nada, sin embargo, habló el emperador del asunto de Milán; y cuando el condestable Montmorency, que le llevó al palacio de recreo de Chantilly, le tocó este punto, eludióle Carlos so pretexto de que no era aquella ocasión ni lugar, y de que deseaba se hallase presente su hermano don Fernando. Como quien no tenía limpia su conciencia, así le punzaba al emperador el deseo de salir de Francia y de verse libre del poder de su rival. Determinó, pues, seguir su viaje á Flandes; acompañóle el rey con inaudita confianza hasta San Quintín, y sus hijos hasta Valenciennes (21 de enero), donde se despidieron después de haber recibido obsequios y regalos de la reina María, gobernadora de Flandes, que esperaba allí á su hermano el emperador con un cuerpo de caballería flamenca.

Los desgraciados ganteses, viéndose sin apoyo, amenazados tan de cerca por su soberano, y por un ejército de doce mil alemanes que el rey don Fernando llevaba al propio tiempo sobre ellos, acordaron amedrentados enviarle una diputación ofreciéndole la entrega de la ciudad é implorando su clemencia. Carlos contestó que se presentaría como soberano á sus súbditos, con el cetro en una mano y la espada en la otra. Mas no quiso entrar en la ciudad hasta el 24 de febrero, aniversario de su nacimiento (1). Parecía que en conmemoración á día tan solemne, y en consideración á ser la ciudad que le había visto venir al mundo y mecerse en la cuna, debería esperarse que la tratara con indulgencia. Lejos estuvo por cierto de ser así. Apoderado de todos los fuertes, torres y muros, desarmado el pueblo, formado y fallado el proceso sobre la rebelión, anuló la antigua forma de gobierno, todos los privilegios é inmunidades de la ciudad fueron abolidos, privados de oficio los magistrados y regidores, prohibidas sus juntas y cofradías, confiscadas sus rentas, veintiséis principales ciudadanos fueron ajusticiados con unas túnicas de lienzo que los cubrían hasta los pies, y desnudos interiormente, condenados otros á echarse á los pies del emperador con los pies desnudos y unas sogas al cuello, y otros desterrados después de secuestradas sus haciendas. Se les impuso una contribución anual para mantener la guarnición, y se construyó á su costa una ciudadela para tenerlos en adelante sujetos y comprimidos (abril y mayo, 1540). Procedió, pues, Carlos V con sus compatricios de Gante con la misma ó mayor crueldad que veinte años antes había empleado con sus súbditos de Castilla, y las libertades del pueblo flamenco tuvieron tanto ó más desastroso fin que las del pueblo castellano (2).

Restablecida su autoridad en los Países Bajos, y como se hallasen en

(1) Carta del emperador al cardenal arzobispo de Toledo, escrita en el mismo día de su entrada. – De Gante, 14 de febrero, 1540.-Archivo de Simancas, Estado, Legajo número 50. – Creemos que el primer guarismo de la fecha está equivocado en esta copia, y que ha de ser 24, y no 14.

(2) Hardi, Anales de Brabante, t. I. - Le Grand, Costumbres y leyes del condado de Flandes, t. I. — Sandoval, Historia de Carlos V, lib. XXIV, núms. 17 á 20.—Robart son, Reinado de Carlos V, lib. VI.—Papeles de Estado del cardenal Granvela, t. II

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Gante el cardenal de Lorena y el condestable Montmorency con el objeto de instar al emperador á nombre del rey de Francia á que resolviese definitivamente en lo de Milán, Carlos, sintiéndose ya fuerte, arrojó la máscara con que hasta entonces se había cubierto para con el rey Francisco, y respondió á sus embajadores que daría la mayor de sus dos hijas al duque de Orleáns, y con ella en dote los Estados de Flandes con nombre y título de rey, lo cual podría venir bien al monarca francés, pero que con respecto á Milán estaba decidido á no darlo á nadie, puesto que lo poseía como cosa propia del imperio y por buena y legítima sucesión. «Esto es, añadió, lo que tengo que deciros; y si esto no os contenta, no hay para qué se trate más de este negocio (1).»>

Compréndese cuál sería el disgusto de los embajadores franceses al oir esta respuesta, y cuál el enojo del rey Francisco cuando le fué comunicada. Sentíalo, más que por la cuestión de interés, por verse de aquella manera burlado, y por lo que lastimaba su amor propio el concepto que toda Europa formaría de su ciega confianza y del cándido afán con que se había esmerado en agasajar á su enemigo cuando le había tenido en su poder. Y así era la verdad, que tanto como se afeaba la doblez de Carlos y su hipócrita conducta con su generoso rival, tanto se vituperaba la necia credulidad de Francisco; bien que pareciese como una merecida expiación de las muchas veces que él había quebrantado los más formales pactos y las más solemnes palabras empeñadas con el emperador, recordándose su proceder después de los tratados de Madrid y de Cambray. Todo el mundo veía como inevitable y consideraba inminente otro rompimiento entre los dos soberanos, tal vez más serio y costoso que los anteriores; mucho más, cuando se vió que en la cuestión de Venecia y Turquía andaban también desacordes el francés y el español, aunque habían aparentado querer marchar acordes y enviar una embajada en el mismo sentido.

Permaneció el emperador algunos meses en Gante afirmando su autoridad, asentando el gobierno de aquel señorío, y visitando al mismo efecto las islas de Holanda y Zelanda. Molestábanle allí con frecuentes demandas, y aun atrevidas exigencias los protestantes alemanes. Carlos se negó á darles audiencia, enviándoles á decir que ni los amenazaba con la guerra, ni les aseguraba la paz, y por último, que acudiesen á Worms, donde pensaba tener Dieta, y allí verían lo que debían hacer y observar. Condúcenos esto naturalmente á examinar el estado en que se hallaba á este tiempo la gran cuestión de la reforma religiosa.

(1) Du Bellay, Mémoir., pág. 365.-Sandoval, lib. XXIV, núm. 21.

CAPÍTULO XXIII

PROGRESOS DE LA REFORMA. - INSTITUCIÓN DE LOS JESUÍTAS

De 1534 á 1541

Sectas religiosas.-Los anabaptistas.-El panadero de Harlem y el sastre de Leyden. -Sus desvaríos y excesos.-Coronación del sastre Juan de Leyden en Munster.— Trágico fin de su ridículo reinado.-Disgusto que estas sectas producían á Lutero. -Causas del progreso de la doctrina reformista.-Disidencias acerca del lugar del concilio.-El papa, Carlos V, los protestantes.-Refuerzo que recibieron los luteranos.-Fundación de la Compañía de Jesús.-Ignacio de Loyola.-Su patria, su carrera militar y literaria.-Su pensamiento de fundar una sociedad religiosa.— Sus primeros adeptos.-Sus viajes á Tierra Santa y á Roma.-Bula del papa Paulo III para la institución de los jesuítas.-Organización de la Compañía.—Sus propósitos y fines.-Influencia que estaba llamada á ejercer.—Estado de la cuestión religiosa en este tiempo.-Conferencias de Ratisbona.-Decisión de la Dieta.-Lenidad y condescendencia de Carlos V con los protestantes.-Sus causas.-Revolución en Hungría.-El sultán.—Viaje del emperador á Roma, y su conferencia con el Papa.-Prepárase Carlos V para otra nueva empresa.

Sustituído por la doctrina de Lutero el espíritu de examen á las creencias, y sometido el dogma y la autoridad á la razón, necesariamente habían de surgir de la reforma misma opiniones extravagantes y sistemas absurdos, y hasta ridículos desvaríos; especialmente de parte de aquellos hombres en quienes á la falta de ilustración y de buen criterio se unía la ambición y la osadía, y una imaginación viva y exaltada. Tales fueron varias de las sectas religiosas que muy pronto nacieron del luteranismo, con harto sentimiento y mortificación del autor mismo de la reforma. Tal fué la predicación de Muncer, que produjo la sangrienta guerra de los campesinos en la alta Alemania, de que dejamos hecho mérito (1); y tales fueron las aberraciones de los anabaptistas, y los escándalos que poco tiempo después dieron estos sectarios en Westfalia y los Países Bajos (2). De este singular episodio de la historia del protestantismo necesitamos decir algunas palabras.

Dos fanáticos artesanos, un panadero y un sastre, Juan Matías de Harlem y Juan Beükels de Leyden, á quienes no faltaba cierto ingenio y gran travesura, suponiéndose alumbrados de espíritu profético, predicaban con fervor el anabaptismo en la ciudad imperial y episcopal de Munster, donde llegaron á hacer no pocos prosélitos; de tal manera, que ha

los

(1) Véase nuestro cap. xvi del presente libro.

(2) Llamábanse anabaptistas ó rebaptizadores, porque uno de sus principios era, que no debiendo administrarse el bautismo á los párvulos, sino á las personas adultas, que le habían recibido en la infancia necesitaban rebautizarse. A esto añadían lo de la igualdad y comunidad de bienes, la pluralidad de mujeres, la abolición de todo distintivo de nacimiento y de clase, la supresión de toda magistratura como innecesaria, y otras semejantes máximas que habían proclamado ya los labriegos alemanes.

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