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caza de alhajas y disputándose entre ellos las prendas del botín, don Francisco se ocupaba tranquilamente en trasladar á su posada los protocolos de un escribano. Este, interesado en rescatar su archivo, pagó á Carbajal mil quinientos ducados. La soldadesca, que lo había calificado de loco porque se apoderó de pergaminos y papeles viejos, tuvo que confesar que procedió con talento, pues nadie logró en el saco de Roma provecho mayor que el obtenido por nuestro Demonio de los Andes. Las monedas del cartulario sirviéronle para trasladarse á América.

Pero los tesoros del avaro Carbajal tuvieron siempre la mala suerte de que otro, y no él, los disfrutase. Así, aunque vencedor en el combate de Pocona, los derrotados cayeron, en su fuga, sobre el equipaje de don Francisco, haciendo cata y cala de los tejos de oro.

Mucho dolióle al maestre de campo este percance, y pasó un mes practicando infructuosas diligencias para recobrar lo perdido. Al cabo recuperó un tejuelo. Veamos cómo.

Dados de alta entre los suyos varios de los vencidos, supo que uno de éstos, llamado Pero Hernández, estaba jugando á la dobladilla un tejuelo de oro. En la disciplina de aquellos aventureros, era el juego

lícita distracción para el soldado, en las horas que el servicio dejaba libres.

Carbajal, que en el Perú por lo menos nunca manejó los dados, encaminóse paso

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entre paso al garito, y entrando de rondón, dijo:

-Jueguen y huelguen los caballeros y estése queda esa moneda, que juro cierto que es muy buena.

Y puso la mano sobre el tejuelo, que pesaba quinientos castellanos, añadiendo alegremente:

-¡Ay cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba! ¡A las crines, corredor! ¡Ahora, por mi vida, que te va el recuero!

Y después de pelotear entre las manos la barrilla, como para acabar de convencerse de que era una de las que viajaron en su equipaje, continuó:

-Venga acá, señor Pero Hernández, que quiérole contar un cuento.

El soldado, que no creía ya su cabeza muy firme sobre los hombros, obedeció al llamamiento.

-Habrá de saber, señor Pero Hernández, que una honrada dueña quería mucho á su marido, y murióse éste; y un día, barriendo la casa, topó con unas calzas viejas del difunto; y cortando la bragueta púsola en un agujero; y cada vez que barría la casa, cuando llegaba al agujero comenzaba á bailar, cantando: ¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba!

Y Carbajal, imitando á la dueña, se puso á bailar, repicando con el tejuelo y repitiendo el malicioso estribillo.

-Dígame ahora, señor Pero Hernández, ¿qué es de una carga de oro que estaba con este tejuelo, pues me faltan otros veinte de la familia?

-Señor, yo no lo sé-contestó el soldado, -que este tejuelo me tocó en el reparto. En cuanto á los otros, que cada sacristán doble por su difunto, que yo no tengo por qué.

-Pues búsqueme á los hermanos y encuéntrelos, por su vida, ladroncillo de barjuleta.

Y Carbajal salió del garito canturreando muy alegre: ¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba! .

Porque un beso me has dado
gruñe tu madre:

toma, niña, tu beso,

dila que calle.

En cuanto á Pero Hernández, aquella misma noche tomó el camino del humo, temeroso de que á don Francisco se le antojara más tarde cobrar en su pescuezo el precio de los tejuelos.

XII

LA BOFETADA PÒSTUMA

Gran soldado y gran caballero fué el capitán Luis Perdomo de Palma, el mallorquín.

Leal á la causa del virrey Blasco Núñez de Vela, gastó cuanto poseía para equipar una compañía de piqueros y sobresalientes; mas en una ocasión, sus soldados estuvieron á punto de desbandarse, alegando que su capitán les era deudor de pagas cuyo monto subía á mil ducados.

Súpolo Perdomo á buena sazón y se presentó en medio de los amotinados.

-¿Por qué me queréis dejar?-les dijo. -Héos dado motivo de agravio? ¿No os traté siempre como á hijos?

-Perdone vuesa merced-contestó el cabecilla. Bueno es servir al rey moneda sobre moneda; pero ni pizca de gracia nos hace

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