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zonas y se vinieron sobre el alevoso apaleador, que también, charrasca en mano, pues

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la cosa no no se presentaba de chiribitas, se puso en actitud de defensa, gritando:

-¡No va nada con vuesas mercedes, caballeros! Yo vine solo á castigar á Palomino, que tuvo ayer la cobardía de poner la mano

sobre el rostro de un mi deudo, hombre viejo y lisiado, y por ello incapaz para cobrar desagravio por su propio brazo.

Pero los camaradas del macero, sin atender á palabras, lo acometieron con brío; y aunque el atacado se defendía con coraje y destreza al cabo eran tres contra uno y, á la larga, habían de vencerlo.

Todos los picotazos

van á la cresta...

Quiera Dios que mi gallo
salga bien de ésta!

Lo calculó Melchor Vásquez, que así se llamaba el hombre del garrote, y logró, batiéndose en retirada, ganar la calle.

Sus adversarios no lo persiguieron fuera de la casa, y regresaron á socorrer al maltrecho don Francisco.

En la calle lo esperaba el deudo, y don Melchor, al enfrentarse con él, le dijo:

-Regocíjate, Antonio, que ya está bien castigado ese pícaro por la ofensa que te infirió.

-¿Castigado dices?-contestó el otro, acercándosele, y añadió con espanto: ¿Y las narices, hombre de Dios?

-¿Qué narices?

-Las tuyas, cristiano.

Levantó Vásquez la mano y pasósela por

la ensangrentada cara sin tropezar con la nariz. Esta había emigrado.

-¡ Ca...rráspista!-exclamó.-Me fundieron ! Y como un huracán entróse de nuevo en casa de Palomino en busca de su nariz. Halló ésta tirada en el santísimo suelo, y cerca de la puerta.

Cogióla ligeramente con la punta de los dedos, y volvió á salir sin dar tiempo á los compinches de Palomino para nueva embestida.

-¡Me las rebanaron, Antonio! ¡Me las rebanaron-exclamaba el infeliz desnarizado. -Y lo peor es que ya están frías y no podrá pegármelas el físico!

Y Vásquez y su deudo se fueron á toda prisa donde don Carlos Ballesteros, que era en su época la filigrana de oro entre los médicos y cirujanos de Lima.

Este declaró que las narices eran difuntas; que para ellas no había resurrección, y que lo único acertado que podía hacer su exdueño, en obsequio de ellas, era mandarlas enterrar en sagrado.

La rinoplastia estaba todavía en el limbo. Edmundo About no había escrito aún su ingeniosa novela La nariz de un notario.

Aunque el macrobio ó centenario don Juan Rodríguez Fresle, en su famoso libro el Carnero, cronicón divertidísimo, dice que Vásquez se mandó fabricar unas narices de barro

muy natural, otro escritor asegura que fueron de cera nicaragüense. A lo que dice el último me atengo.

*

*

Melchor Vásquez Campusano fué, en Lima, la quinta esencia de la tunantería pasada por alambique. De buen talante, rumboso, espadachín, más alegre que día con sol de primavera y muy mimado por las princesas de á tres cuartillos.

Vásquez Campusano vino al Perú, mancebo de veinte años, cuando la lucha entre La Gasca y Gonzalo Pizarro caminaba á su término. Conociólo el Demonio de los Andes, le fué simpático, y Carbajal le propuso que tomase servicio, como oficial de pluma y secretario de su persona, con paga de alférez.

--Acepta, muchacho,-le dijo que á mi lado tienes el cielo con las puertas de par en par, y mucho habría de poder el diablo si de la mano no te llevo hasta un sillón de la Audiencia.

Y Vásquez Campusano, que había dejado manteo y cuchara en la universidad de Salamanca, donde era sopista, escapándose para América, se vió ya hecho todo un oidor, y aceptó con agradecimiento la propuesta. En honra suya consigno que no fué del número de los que renegaron de Carbajal.

* *

La aventura malaventurada de las narices tuvo para él, por consecuencia final, la de que su novia, que era una limeñita que calzaba zapaticos que parecían hechos por mano de ángel y para caminar sobre nubes, le expidiera pasaporte en regla, y se echara á corresponder las carantoñas y cucamonas de Perico Carrocela, uno de los desnarizadores. La niña era de esas que, con solo mirarlas, siente un cristiano calambre en las piernas y temblor en la barba. ¡Digo, si sería linda! Compadezco al galán que, por carencia de narices, no pudo disfrutar del perfume de esa rosa pitimini. Flores tales no las hizo Dios para los chatos.

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