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vinieron en número de 12 para llevarse el cadáver. Se les quiso satisfacer nuevamente de algún modo; pero nada respondieron los aludidos, yéndose taciturnos como tenían de costumbre. Los españoles se inclinaron á creer que aquel silencio era precursor del olvido, mas no conocían á los charrúas si esperaban que dejasen sin venganza la muerte de uno de los suyos. Á poco andar se juntaron en número de 300 hombres, y desparramándose por los campos, mataron 20 españoles, quemando y destruyendo cuanto les vino á las manos. En seguida se aproximaron á Montevideo, y mandaron desafiar al jefe de la guarnición, diciendo que durante tres días le esperaban para batirse. El jefe citado tuvo por prudente enviar, dos días después de expirado el plazo, una partida de soldados que ya no encontró enemigos en el campo. Trasmitidas á Buenos Aires estas noticias, Zavala dispuso que 30 dragones de aquella plaza viniesen á reforzar la guarnición de Montevideo, y en seguida que D. José Romero, hombre de reputación militar, á quien se proveyó de armas y munición suficientes, armase la gente que pudiese. Juntó Romero 230 hombres, poniéndose en seguimiento de los indios hasta avistarles. Á pesar de sus armas y la reputación de su jefe, los soldados españoles se dieron en su mayor parte á la fuga en las primeras escaramuzas (1).

Exasperado Zavala por el desastre, dispuso que sin pérdida de tiempo se agregasen á los 150 hombres que había vuelto á reunir Romero, 70 que aprestó D. Juan de la Rocha, y 110 dragones, en todo 330 hombres de armas, con los cuales había de darse alcance al enemigo. Marchó

(1) Funes, Ensayo, etc; II, IV, XII.

DOM. ESP. - II.

si

en su busca Romero, y lo encontró á las cinco jornadas; pero una nueva dispersión le dejó reducido á 60 hombres. Con todo, adelantó la marcha viendo atacada una de sus partidas, que se refugió al grueso de la gente para no sucumbir. Cargaron entonces los dragones matando 3 charrúas; mas ya estaban prevenidos los restantes en número de 500, así es que rodeando á los españoles les hicieron un estrecho cerco. Tres bravas cargas dieron por resultado que los indios les arrebataran toda su caballada, dejándoles inútiles para proseguir la campaña. Después de este combate se produjeron otros, y á la postre encontráronse los españoles con que habían perdido más de cien hombres muertos en el discurso de la facción, y considerable número de ganados. Un magistrado, testigo presencial de los sucesos, escribía algunos años más tarde recordándoselos al Cabildo de Montevideo: «quedó la población en la deterioridad que se deja considerar; llenas de lamentos las familias y sin remedio á tanta fatalidad.» (1)

Efectivamente que eran funestos estos sucesos á la causa española: si la tropa reglada perdía su ánimo ante los charrúas, no había barrera que les contuviese para después. La ciudad era pequeña y había perdido casi todos sus hombres de guerra en la última facción, de suerte que no la quedaban sino muy escasos elementos que oponer. Pero Zavala estaba atento á los sucesos: conformándose con su temperamento siempre inclinado á sondear la vía de las negociaciones antes de entrar en lucha, concibió la idea de oir proposiciones de paz mientras se preparaba á la guerra. En este concepto, escribió al P. Herán, Provin

(1) L. C. de Montevideo.

cial de los jesuítas, mandando que aprestase 500 tapes para una nueva expedición militar; y en el ínterin que el apresto se hacía, empezaron las negociaciones. Un jesuíta entró por las campiñas uruguayas predicando la necesidad del acomodamiento pacífico, con el cual se avinieron los charrúas dejando las armas. Y de tan buen efecto fué lo negociado, que más tarde formalizaron ajuste varios jefes expresamente venidos á Montevideo para ello, no sin antes causar algún contratiempo de espera á los diputados que les envió Zavala y con los cuales no querían tratar (1).

Apenas apaciguados los charrúas, comenzaron los portugueses á llamar nuevamente la atención de la autoridad española. No era ya que sus depredaciones en tierra uruguaya produjesen inquietud, sinó que el ejercicio oficial de propia jurisdicción sobre territorios que no les pertenecían, estaba denunciando un plan resuelto de nuevas conquistas en este país. Sin miramiento ninguno, los paulistas situados en la banda septentrional del río Ibicuy, abandonaron en 1733 aquel paraje, entrando hasta la orilla meridional del mismo río, donde toma el nombre de Ríogrande. Por más que el alférez D. Esteban del Castillo procuró ahuyentarles de orden de Zavala, ellos no retrocedieron, permaneciendo á la espera del primer incidente que les diera ocasión de realizar sus designios por completo.

No se hizo aguardar, por desgracia, la ocasión espiada de los portugueses. Promovido Zavala á un mando superior del que tenía, vino á sucederle D. Miguel de Salcedo, político inhábil y general mediocre. En el acto se aflojaron todos los resortes de la administración, repercutiendo el

(1) L. C. de Montevideo.

mal á los asuntos militares, cuya dirección errada mermó la vigilancia donde más se requería. Con esto, los portugueses, que no vieron obstáculo á la prosecución de sus planes, comenzaron á extenderse por el interior de la tierra, burlando las precauciones de la guardia de San Juan. Desde Colonia les protegían abiertamente sus paisanos, enviándoles municiones y armamento, trozos de gentes y oficiales entendidos, quienes les iban alojando en los parajes más estratégicos del país que meditaban usurpar.

Salcedo, á pesar de que venía autorizado por la Corte para observar la mayor vigilancia y hasta oponerse contra estos atentados cuyo comienzo había denunciado Zavala, no dió muestras de mayor actividad. En los primeros momentos, su acción se redujo á escribir al Gobernador de Colonia que se conservara dentro de sus límites, invitándole á rectificarlos de acuerdo con el tratado vigente; á lo que se negó el portugués, diciendo que ningunas instrucciones tenía para el caso. Comunicada esta respuesta á la „ Corte, aconteció llegar en momentos en que acababan de romperse las relaciones entre España y Portugal, á causa de una querella de preeminencias instaurada en Madrid. por el embajador portugués. En consecuencia, el Gobierno español mandó á Salcedo que reivindicase por las armas los territorios usurpados, y pusiera sitio formal á la Colonia hasta rendirla. El Gobierno portugués, alentado por la aparición de una poderosa escuadra inglesa en el Tajo, que venía en su ayuda, y que paralizó la acción de los españoles en sus vecindades europeas, expidió también instrucciones al Brasil para rechazar la fuerza con la fuerza en caso de agresión, y repetir nueva tentativa sobre Montevideo si cuadraba la oportunidad.

Llegadas las instrucciones respectivas, pronto tuvo Salcedo á sus órdenes un brillante contingente, compuesto de 4,000 indios de las Reducciones, 1,000 hombres de Buenos Aires y 150 de Corrientes. Á éstos se agregaron, enviadas desde Cádiz, las fragatas Armiena y San Esteban con 200 dragones á su bordo, seguidas por el Javier y la Paloma, con armas, municiones y 100 infantes escogidos; á más de los caudales que franqueó el Virrey de Lima por mandato urgentísimo (1). Creyó entonces Salcedo que era oportuno reiterar la intimación al Gobernador de Colonia para que se contuviese dentro de sus límites, mas no obtuvo de él otra respuesta que la misma evasiva con que anteriormente se había eludido. Pero como esta vez tenía Salcedo claramente marcada su conducta, envió á Vasconcellos un ultimátum, declarándole « que si no se contenía dentro del alcance de tiro de cañón de la plaza, sería responsable de todos los males que se siguiesen. » Luego rompió su marcha sobre Colonia, protegido de una escuadrilla de doce velas al mando de D. Nicolás Giraldín, y tomó tierra frente á la ciudad en Octubre de 1735.

En el interior de Colonia pasaban grandes apuros sus defensores y habitantes. Desde que se supo la marcha de Salcedo, Vasconcellos que contaba con un efectivo de 935 plazas en su guarnición, entre ellas algunos veteranos, llamó á las armas hasta á los niños para emplearlos en el reparo de las fortificaciones y apronte de elementos bélicos. Publicó indulto á los desertores que volvieran á las filas, y prometió premios á los españoles que desertasen del campo enemigo. En su apuro por eliminar obstáculos,

(1) Funes, Ensayo, etc; II, IV, XIV.

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