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llaba reducida á tal estado de imbecilidad y de incapacidad mental, que médicos y consejeros unánimemente opinaban que no ofrecia esperanza alguna de que pudiera recobrar nunca la razon ni menos habilitarse para el gobierno. Tuvo, pues, Cárlos, como amoroso padre, el dolor y la amargura de tener que reconocerlo y declararlo asi; y en su consecuencia designó á su segundo hijo Cárlos como futuro sucesor al trono de España, y resolvió dejar el de Nápoles y Sicilia á su hijo tercero Fernando. Quiso solemnizar este acto con todo el aparato de la magestad, y subiendo al sólio, circundado de todos los ministros y altos dignatarios del reino, y de los embajadores de las córtes estrangeras, despues de conferir á algunos personages la grandeza y de investir á otros con los collares de la insigne daden del Toison de Oro y de la de San Genaro (6 de octubre, 1759), ceñidas sus reales sienes con la diadema española, mandó proclamar el acta de sucesion al reino de las Dos Sicilias, llamando en primer lugará los hijos varones de Fernando, y en su defecto á las hembras, y por último, á falta de directa sucesion, á sus dos hermanos Felipe y Luis, de modo que nunca estuvieran ya reunidas las dos coronas española y napolitana, porque asi convenia á la quietud de Italia y de toda Europa. Nombró un consejo de regencia para mientras durase la menor edad de Fernando, niño de ocho años entonces, á cuyo frente puso al marqués de Tanucci, su primer ministro el hombre de su mayor confianza. Y despues de leida

y

en alta voz el acta, y firmada de su mano ""), tomó una espada, y le dijo al nuevo rey: «Esta es la espada que Luis XIV. de Francia regaló á Felipe V. vuestro abuelo: de él la he recibido yo, y os hago entrega de ella. No la desenvaineis jamás sino en defensa de la religion y de vuestros súbditos.»

Concluida esta solemne ceremonia, el que dejaba de ser Cárlos VII. de Nápoles y venia á ser Cárlos III. de España, encaminóse con toda su real familia al puerto, donde hacia dias le esperaba para su embarque una escuadra de diez y seis navíos de línea y algunas fragatas, al mando del primer marqués de la Victoria don Juan José Navarro. Notable y sobremanera satisfactoria fué para don Cárlos la despedida que le hizo el pueblo de Nápoles. «Todo el pueblo, dice el historiador italiano, grandes, pequeños, hombres mugeres, niños, jóvenes y ancianos, de toda edad, condicion y

(1) El abate Beccatini inserta íntegro este interesante documento que empieza: «Nos Cárlos por la gracia de Dios, etc.-Entre los graves cuidados que nos ha ocasionado la monarquía de España y de las Indias, despues de la muerte de mi muy amado hermano el rey Católico Fernando el VI., ha sido uno de los mas sérios la imposibilidad conocida de mi primer bijo. El espíritu de los tratados de este siglo muestra que la Europa desea la separacion de la potencia española é italiana. Véome, pues, en la precision de proveer de legítimo sucesor á mis estados italianos, para partír á España, y escoger

entre los muchos hijos que Dios nos ha dado, y decidir cuál sea apto para el gobierno de los pueblos que van a recaer en él, separados de la España y de las Indias. Est resolucion que quiero tomar desde luego para la tranquilidad de la Europa, y para no dar lugar a sospecha alguna de que medite reunir en mi persona la potencia española é italiana, exige que desde ahora tome mis medidas respecto á la Italia....... etc.»-«Tengo en mi casa un cuadro que representa este solemne acto,» dice el conde de Fernan Nuñez, en su Compendio histórico de la Vida de Carlos III.

sexo, estaban sobre la ribera para ser testigos oculares de la partida de su amado dueño, y pocos eran los que podian contener las lágrimas de dolor al ver que se les ausentaba, y de alegría al verle sublimado á mayor y mas poderoso solio: todos recordaban lo mucho que habia hecho por ellos, sus beneficios, los peligros acaecidos en la guerra, la marina restablecida, el comercio ampliado, las letras y las artes protegidas, los edificios ensalzados, y especialmente el famoso hospicio bajo el Cabo de China para recoger los mendigos, y la grandiosa ciudad de Caserta..... Los que recordaban cuál estaba el reino de Nápoles veinte y cinco años ántes, mirado solo como la capital de una provincia lejana y despreciada en el fondo de Italia, sujeta á los caprichos de un gobernador inconstante, sin fuerzas, sin marina, sin crédito, se quedaban pasmados y estáticos al ver este reino creado, ó por mejor decir, resucitado de nuevo, y en el cual florecian las leyes, la ciencia, la poblacion, el comercio terrestre y marítimo, la disciplina militar, la bandera napolitana navegando en el Canal de la Mancha y en el de Constantinopla... Portici con su Museo lleno de curiosas antigüedades, sacadas de Pompeya y Herculano, sirviendo de admiracion á todos los estrangeros... el palacio de Cabo del Monte con su soberbia galería y su rara coleccion de medallas, la policía y el buen gusto por todas partes, la capital hermoseada y enriquecida con nuevas calles, fortificaciones y paseos amenos, la nacion napolitana,

en fin, otra de la que habia sido á principios del siglo..... (").»

No es estraño que Nápoles viera partir con dolor, y que España aguardára con ansia á un príncipe que dejaba allá y traia aquí tan gloriosos recuerdos. Asi la ciudad de Barcelona, donde desembarcó (17 de octubre, 1759), le recibió con unánimes aclamaciones, y el marqués de la Mina su virey, conocido ya de Cárlos por sus honrosas campañas en Italia, fué el intérprete de los afectuosos sentimientos de los habitantes del Principado. Todo fueron fiestas y agasajos durante los dias de su permanencia en Barcelona, y Cárlos correspondió á aquellas demostraciones con un rasgo de generosa política, condonando á los barceloneses los atrasos de la contribucion del catastro hasta fines de 1758, y devolviendo á los catalanes algunos de los privilegios que habian gozado antes de sus últimas rebeliones (3).

Iguales ó parecidos testimonios de cariño y veneracion recibió, é iguales beneficios dispensó en Zaragoza, donde se vió obligado á detenerse mas de un mes á causa del sarampion que atacó á uno de sus hijos, y de otras indisposiciones que padeció la familia real (3). Luego que recobraron la salud, y sin otro acontecimiento desagradable, continuó su marcha la régia co

(1) Beccatini, Vida de Cárlos III., lib. II.

(2) Cartas del rey y de la reina al ministro Tanucci de Nápoles.

(3) «Zaragoza festiva en los fieles aplausos del ingreso y mansion en ella del rey nuestro señor don Cárlos III.>>

mitiva, entre los halagüeños recuerdos de los festejos pasados y la agradable distraccion de los que de nuevo en los pueblos del tránsito recibian, hasta hacer su entrada en Madrid (9 de diciembre, 1759), en medio de una muchedumbre que con aclamaciones de júbilo saludaba á su nuevo soberano, sin que la detuviera para agolparse en su derredor la lluvia que en abundancia á la sazon caia ("). Tierna y afectuosa cuanto puede imaginarse fué la primera entrevista entre la reina madre y su hijo primogénito, imponderable la alegría de aquella al abrazar en una de las salas del palacio del Buen Retiro aquel hijo por cuya prosperidad habia hecho tantos sacrificios, por cuyo engrandecimiento habia agitado tantas veces la Europa, y á quien despues de veinte y ocho años de ausencia veia volver rodeado de numerosa prole á tomar posesion del trono español despues de haber ocupado sucesivamente otros dos que su solicitud maternal le habia procurado.

Aunque las ideas de gobierno de Cárlos eran harto conocidas, como monarca de tantos años esperimenta

(4) El mas reciente historiador de Cárlos III., señor Ferrer del Rio, cuenta algunos pormenores y pequeñas circunstancias de este viage, tales como la de que el vestido del rey era una casaca de color de plomo, y de paño de no muy buena calidad, el de la reina una bata de lana de color de hábito franciscano; la de unas palabras severas que dirigió al obispo de Lérida que se le pre

sentó á hacerle un regalo de varias albajas; la de haber pasado la familia real una mala noche en Alcala, por no haber llegado á tiempo las camas de los infantes á causa del mal estado de los caminos, y otros semejantes que á nosotros, autores de una Historia general, y no de la especial de un reinado, no nos es dado detenernos á referir.

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