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del respeto que aun pudiera guardarse al Rey. Rayaba ya entonces el dia, y las aclamaciones de los vencedores, dilatándose por plazas, por casas y por calles, anunciaron á los buenos españoles que la libertad y la patria estaban todavía en pié.

La noticia de que los batallones habian entrado en Madrid llegó ya tarde al Parque, y al principio no fué creida. Mas luego que la repeticion de los avisos y las descargas la hicieron indudable, la accion y energía de los movimientos que se desplegaron fué tan rápida como eficaz. Ocupáronse à viva fuerza los puntos contiguos á Palacio, donde los facciosos podian guarecerse y fortificarse; el general Ballesteros con un destacamento fué enviado en socorro de la Plaza, y llegó á tiempo de poder completar aquel triunfo; y con otra parte de la fuerza se contuvo en respeto á la division de los guardias que no habia entrado todavía en Madrid y amagaba por el rio. De este modo los rebeldes, batidos, ahuyentados, acorralados en la casa real, perdida toda clase de esperanza, y faltos de auxilio y de consejo, no tuvieron otro arbitrio que rendir las armas y someterse á la ley del vencedor.

Una ventaja tan completa y decisiva, y mas toda

vía el modo y las manos por quienes principalmente se consiguió, estaba al parecer fuera de todo cálculo probable, y debia atribuirse mas bien á golpe de fortuna que á combinacion ninguna prudencial. Mas no fué así ciertamente, y las cosas llevaron el camino propio de los elementos que entraron à dirigirlas. Los jefes de la insurreccion, faltos de tino y de experiencia, no formaron plan ninguno; en lugar de dominar los acontecimientos, se vieron obligados à recibir la ley de ellos, y siempre iban detrás de la ocasion, tratando de hacer hoy lo que habian tenido en su mano ayer. Ellos tenian al Rey en Aranjuez, y le dejaron venir à Madrid; estaban en posesion de Madrid, y le abandonaron para volver á ocuparle; estuvieron cinco dias en el Pardo aguardando tal vez à que el Rey se decidiese y se viniese á ellos, y habian perdido la oportunidad de llevársele consigo cuando salieron; porque entonces nadie se lo hubiera podido impedir. Su plan de ataque podia no ser desacertado, pero careció enteramente de vigor en la ejecucion. Una gran parte de oficiales y sargentos, tal vez los mejores del cuerpo, se habian mantenido fieles á sus juramentos y estaban sirviendo en las filas de la libertad; no po

cos tambien de los que fueron al Pardo se vieron arrastrados por el espíritu de cuerpo á obrar á pesar suyo contra su carácter y sus principios, y gran parte de los soldados marchaban á disgusto en una empresa que solo interesaba á sus instigadores, y á ellos no les podia producir sino peligros, desastres y afrenta. Faltóles á todos un jefe de reputacion y denuedo que los guiase al combate y los sostuviese en él con su ejemplo y sus palabras. Los mozuelos que los habian metido en aquel paso perdieron al instante la cabeza, desampararon sus filas, y unos tras otros fueron cayendo vergonzosamente en las manos de sus enemigos. Tan cierto es que el sobrescrito de rebelde y de traidor en la frente infunde miedo en el corazon y no le deja obrar con bizarría.

Todo, por el contrario, era en aquella ocasion favorable al bando opuesto. Mejores jefes, mejor plan, mejor concierto. Es verdad que los milicianos, poco disciplinados y nada aguerridos, no podian inspirar confianza; pero la artillería y caballería, que ellos tenian y faltaba á sus contrarios, compensaba abundantemente aquel vacío. Con ellos militaban entonces los generales mas acreditados y valientes del ejército ;

por ellos estaban las leyes, las autoridades, el buen órden, la justicia; y el convencimiento de la bondad de su causa, dilatándoles el pecho, los llenaba de aliento y confianza. Estos sentimientos generosos los sostuvieron noblemente en el combate, estos los animaban después; y con ninguna especie de venganzą ni de bajeza mancharon en aquel dia la gloria que acababan de adquirir.

CARTA SÉTIMA.

26 de febrero de 1824.

Cuando llegó á oidos del Rey que sus pretorianos flaqueaban, empezó á temer por sí mismo y á tratar de buscar consejo y defensa contra el peligro que veia venir. Entonces se acordó de sus ministros, y les mandó subir á su presencia para conferenciar con ellos sobre las disposiciones que convendria tomar en el estado crítico á que habian llegado las cosas. Tener que valerse de los mismos á quienes aquella noche habia tratado con tal vilipendio era situacion harto dura y paso verdaderamente bochornoso. Mas para nuestro príncipe estaba muy lejos de tener este carácter, y jamás se mostró con menos disimulo esta preeminencia

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