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negras tramas que se fueron viendo después. Los caminos estaban llenos de viajeros que iban y venian, las calles pobladas de gente, los sitios de diversion y recreo concurridos á porfía, los brindis y aplausos de los festines cada vez mas regocijados. Una nueva vida parecia que circulaba por los ámbitos de la España, y animando con grandes esperanzas el pecho de cuantos se sentian con actividad y con medios, abria una perspectiva de aumentos y de mejoras en todos los ramos de la riqueza y prosperidad pública. Y en medio. de este júbilo y de este movimiento, esperados tan poco y tan desusados antes, ningun desórden, ningun alboroto indecente, ninguna asonada incómoda y peligrosa. La autoridad no echaba menos la fuerza que realmente la faltaba. La alegría sola era la que gobernaba el Estado. ¡Qué mucho, Milord, si entonces los españoles estaban generalmente animados de los sentimientos mas benevolos y apacibles : la seguridad y la confianza para lo presente, la esperanza y la prosperidad para lo futuro!

Y los efectos felices de esta admirable disposicion no se limitaron á los términos del reino, sino que se hicieron sentir tambien y se dilataron á los demás

pueblos de Europa. Jamás la España, Milord, se habia presentado á los ojos de las naciones civilizadas mas digna de respeto y de maravilla que entonces. Ni cuando las llenó de envidia con el descubrimiento y adquisicion de un nuevo hemisferio, ni cuando las agitaba y aterraba á todas con el rigor de su esfuerzo, de sus armas, de sus tesoros y de sus intrigas, ni aun cuando despertando de repente del letargo en que yacia, se hizo el campeon de la independencia del continente y les enseñó el modo de arrostrar y de vencer al indómito Napoleon. Otro ejemplo, otro espectáculo era levantarse por sí sola del fango de la servidumbre, sacudir en un momento todas las plagas de la opresion que pesaba sobre ella, y hacer una gran revolucion sin escándalo y sin desastres; pasar cinco meses de anarquía sin confusion ni desórden, guardar la dignidad de la virtud en medio de la irritacion de las pasiones, y establecer el imperio de la ley constitucional, como el mas conveniente al bien general del Estado, sin consideracion ni miramiento alguno á intereses privados ni á partidos. Este grande fenómeno político, quizá sin ejemplo en los fastos de las grandes naciones, produjo una sorpresa, un sentimiento

de admiracion y de respeto universal. Los estadistas bien intencionados se pusieron á observarle con la mas viva atencion, con el mas grande interés; los filósofos le señalaron como una insigne leccion dada á los pueblos y á los gobiernos; los monarcas no osaron contradecirle ni los malévolos censurarle; mientras que los maquiavelistas políticos, atónitos y confundidos al pronto, se decidieron á ganar tiempo, confiando en que el mismo movimiento les mostraria después los medios de atacarle y destruirle.

Estos, por desgracia, no tardaron en descubrirse, y aquel campo magnífico de ricas y alegres esperanzas empezó á marchitarse bien pronto, para agostarse y secarse miserablemente después. Las causas de este desastre son muchas y diversas: unas lejanas y necesarias, otras inmediatas y en gran parte voluntarias y evitables. De ellas vamos á tratar; pero es preciso hacer antes una pausa. No es bien, Milord, que acibaremos el gusto que producen las gratas y nobles ideas que acaban de ocuparnos con los desapacibles objetos que van á ser el argumento de la carta siguiente.

CARTA TERCERA.

25 de diciembre de 1823.

No hay duda, Milord, en que cuando por el órden político que rige á una nacion sus males se han hecho igualmente insufribles que irremediables, no le queda otro recurso que mudar las instituciones que tiene ó la autoridad que la manda. Y esto no es precisamente un consejo; es un hecho constante en la experiencia, un resultado necesario de la situacion de las cosas. Por mas que se esquive pasar por ello, fuerza es que así suceda; y las alteraciones que acontecen en los gobiernos y en las dinastías no tienen por lo comun otro origen. Políticos muy resueltos dicen que es pre

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