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reflejo de las constantes vicisitudes de la patria. Aquel siglo de continua guerra que constituye los tiempos de la dinastía austriaca, fué un período de constantes sobresaltos, ataques piráticos, desembarcos, incendios y saqueos de las nacientes poblaciones, ya por parte de las naciones que disputaban á los Carlos y Felipes el predominio en Europa, ya por la de los numerosos aventureros que reunidos en algunas de las pequeñas Antillas, acechaban la ocasión de apoderarse de los ricos cargamentos y cuantiosos caudales que Méjico y el Perú remitían á España, y que cuando no tenían ocasión de ello atacaban con furia y espantosa saña á las inermes poblaciones de Cuba y demás islas vecinas.

En 1544, gobernando la isla el licenciado Juárez Dávila, cayó sobre Santiago el corsario francés Jacques ó Santiago Sorés con dos navíos, cuya gente se apoderó de la ciudad

indefensa, pues los vecinos se hallaban en el campo ó en las inmediatas minas del cobre. La ciudad fué saqueada, los edificios principales incendiados, y las familias más acomodadas puestas á rescate. Más de un mes se mantuvo allí el corsario, á pesar de los ataques que le diera el capitán Parada, y aunque tuvo al fin que embarcarse no lo hizo sin llevarse más de 80,000 pesos, producto del saqueo y los rescates.

De Santiago hizo rumbo para la Habana, noticioso de que en la naciente fortaleza de la Fuerza se depositaban los caudales que poco a poco se iban sacando de una rica flota naufragada no hacía mucho en los bajos de Bahamá. La fortaleza sólo contaba con cuatro cañones de desecho de las flotas, treinta arcabuceros y algunos vecinos mal armados; el gobernador huyó al aparecer el corsario, prometiendo al comandante de la fuerza volver pronto; mas sin contar con ellos éste demostró que no lo necesitaba para dejar bien puesto el pabellón.

Sorés desembarcó su gente sin que nadie le estorbase, saqueó la población, y apoderándose de algunas piezas que Angulo había dejado abandonadas en su fuga, se preparó á atacar el castillo donde se habían refugiado los ancianos, mujeres y niños. Su comandante, Juan de Lobera, contestó á la intimación de rendirse que tenía aquella artillería por S. M., que no la daría sin defendella, y que no pensase tomalla tan á su salvo como tomó el pueblo y la otra artillería.» Sorés rompió el fuego de sus numerosos arcabuces y acercó sus dos navíos á la fuerza hostilizándola; pero Lobera les obligó á retirarse con los disparos de sus cañoncejos é hizo numerosas bajas á los sitiadores. El combate duró hasta el anochecer, y reanudado al día siguiente mantúvose con tal empeño, que al fin de la jornada sólo quedaron á Lobera cuatro arcabuceros en estado de pelear: el corsario puso aquella noche fuego á una gran cantidad de combustible que aglomeró junto á la puerta del fortín, é hizo á su gente escalarlo, lo cual obligó á Lobera á encerrarse en la torre, donde se mantuvo hasta el siguiente día, en que, vista la imposibilidad de

continuar la defensa y atendiendo á los ruegos de los ancianos y mujeres, pactó una capitulación honrosa, quedando todos en libertad excepto él, que se constituyó prisionero en la torre con tanto honor defendida.

Sorés se instaló tranquilamente en la Habana y pidió el rescate de la población al Gobernador Angulo, que se había refugiado en Guanabacoa; mas éste, repuesto de su primer pánico, logró reunir unos 250 hombres del campo y con aquella gente mal armada y peor organizada, penetró en la Habana en la noche del 18 de Julio con intento de sorprender á los corsarios. Sorés comprendió bien pronto la debilidad del enemigo con quien tenía que habérselas, salió de su alojamiento con los setenta hombres que le acompañaban, y cayó con tal brío sobre la heterogénea bandada de Angulo que la puso en completa fuga dejando cuarenta muertos en las calles.

Sorés hizo horrores: al siguiente día saqueó la población de nuevo, y después de reducirla materialmente á cenizas se embarcó con cuanto pudo recoger. La Habana quedó convertida en un montón de ruinas, pues á excepción de la antigua casa de Juan de Rojas, que después vino sirviendo de Casa-Ayuntamiento, todo lo demás desapareció enteramente.

Algunos años de paz y los auxilios recibidos de Méjico, lograron reparar aquellos desastres y atraer á la capital de la isla gente que la poblara, con gran provecho para las flotas que en sus viajes de Veracruz á España tenían que tocar allí, fundándose en estos tiempos en aquella capital el convento de Santo Domingo y el Hospital Militar: se reedificó y mejoró considerablemente el castillo de la Fuerza, y se emprendieron las obras para surtir la población de aguas llevándolas de la Chorrera..

En 1581 llegó á la Habana el capitán Gabriel de Luján llevando el título de Capitán General de la isla. Las vastas atribuciones que este título le confería se vieron sin embargo reducidas poco menos que á nada, pues el comandante de la Fuerza se apoderó de toda la jurisdicción militar, y dependiendo de la Au

diencia de Santo Domingo los asuntos judiciales, así como muchos gubernativos del virrey de Méjico, su autoridad fué poco menos que nominal. Esto no le privó de que la Audiencia de Santo Domingo, dando oídos á sus detractores, le residenciase; pero al fin fué absuelto, y queriendo cortar sus rencillas con el comandante de la Fuerza, Quiñones, estableció su Gobierno en Santiago. Rotas de nuevo las hostilidades con Inglaterra, tuvo Luján noticia de que el famoso Drake se dirigía sobre la Habana, después de haber saqueado á Santo Domingo; inmediatamente reunió hasta 200 voluntarios y marchó con ellos á socorrer la capital donde entró el 21 de Abril de 1586: el peligro común hizo que desaparecieran las antiguas rencillas con Quiñones; y habiendo llegado 300 hombres enviados por el virrey de Méjico en socorro de la plaza, fué ésta puesta en estado de defensa, levantando reductos en la Punta y Caleta de San Lorenzo, el primero de los cuales fué origen del castillo que lleva aquel nombre; así fué que cuando llegó Drake y vió el estado de defensa en que se hallaba la plaza, viró en redondo y se alejó de aquel sitio, no obstante llevar diez y seis embarcaciones mayores y catorce lanchas. En su tiempo se comenzó á construir el convento de San Francisco, y Luján gobernaba tranquilamente, cuando por ser la importancia de la plaza cada día mayor, se dispuso en Madrid que el Maestre de Campo Juan de Tejera, el cual se había distinguido en la fortificación de varios puntos de la América Central, pasase á la Habana con igual propósito y con título de Capitán General de la isla. Cumplió su cometido empezando á levantar los castillos del Morro y de la Punta (1589-1594); mas como éste y otros importantes servicios, entre los cuales debe mencionarse la terminación del acueducto de la Chorrera, no eran bastantes para librarle de las rencillas con el clero, propias de aquellos tiempos, el Maestre de Campo fué excomulgado por el obispo.

La amenaza de Drake de volver sobre la Habana continuaba siendo un acicate para proseguir las obras de fortificación. El

sucesor de Tejada, D. Juan Maldonado Barnuevo, impulsó las obras de ambos castillos al saber que el temible corsario había salido de Inglaterra con veintisiete bajeles á hostigar los puertos españoles más importantes de América. Drake atacó primero varios puntos del continente y se dirigía sobre la Habana cuando ocurrió su muerte por efecto de una fiebre. El general de galeones D. Bernardino de Avellaneda, que había salido de Lisboa con 16 navíos en su persecución, halló la escuadra enemiga cerca de la isla de Pinos, la atacó, le tomó al abordaje uno de los galeones é hizo poner en fuga á los demás, alcanzando con esta victoria la tranquilidad para la Habana, que al fin respiró libre de la amenaza del temible Drake.

Había desaparecido un gran peligro, pero subsistían otros que trabajaban hondamente la isla; tales eran las incursiones de los corsarios sueltos que caían sobre las poblaciones indefensas, entre las cuales debe recordarse la de uno que se internó en el territorio de Bayamo, apresando al obispo D. Juan de las Cabezas Altamirano que se hallaba en una hacienda de las cercanías; el contrabando que era consiguiente á las rigurosas restricciones de aquellos tiempos, hizo á la autoridad dictar medidas severísimas que produjeron grandes disturbios; y por último el clero se mostró á veces tan celoso de sus prerrogativas y tan vehemente, que en 1610 se dió el caso de que el obispo con todos sus subordinados saliese en procesión á reclamar la excomunión del Capitán General Ruiz de Pereda y apedrear y anatematizar la casa de aquella superior autoridad. El anatema se extendió á todos los seglares, por obedecer al anatematizado, y se dió el caso de que durante un año no se diera sepultura sagrada á ninguno de los que morían. Si á esto se añade el espíritu de discordia de que los españoles se mostraban en todas partes animados, las insurrecciones de los negros, los rigores del fisco y las competencias de jurisdicción que en todas partes y por cualquier cosa surgían, se comprenderá que con excepción de la Habana, el progreso de las poblaciones era casi nulo. Los extranjeros que

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